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Mientras tanto, admiraba en el pueblo al cura, al barbero, y a todos los vecinos, que una muchacha que no pasaba de los diecinueve años y que no había tenido padre ni hermanos en los que aprender y cuyo único maestro había sido el loco don Quijote, hubiese sacado aquellas dotes de administración y mando y buen sentido, y no se dejase arrebatar la hacienda tan como así. No sabían desde luego que todo era una tregua del escribano. Leía y escribía de corrido como un secretario, administraba drogas a los animales con la sagacidad de un herborista, tejía el copo como una dueña, cuajaba los quesos mejor que sus pastores y no había cosa que le interesase saber en la que no fuese maestra después de dos o tres lecciones. Todos auguraban que en poco tiempo el solar de los Quijano volvería a conocer el antiguo esplendor que las locuras del hidalgo había empañado, y a saldar las cuentas con los acreedores. Trataba a jornaleros, asentadores, pelaires, vendimiadores, mozos y pastores con tal desabrimiento y rigor que todos empezaron a temerla y respetarla. Y sin que nadie se pusiera de acuerdo, empezaron a llamarla, tanto en memoria del caballero su padre como de aquel porte que tenía, doña Antonia de Arce, como se llamó su madre.

El propio Cebadón se burlaba de aquella moda.

– Mucho doña, Antoñita, pero yo sé bien del pie que tú cojeas.

Cada nuevo día era un calvario para la muchacha. Se pasó las noches en vilo, mordiendo la almohada y resolviendo en su interior salidas que se le antojaban locuras mayores que las que cometió su tío. Algunas noches, en su desesperación, el pozo o la soga le parecían una salida, pero al punto los descartaba.

– No dirán que fui más loca que mi tío. No consentiré que se diga nada malo del linaje de los Quijano.

Pero nada de lo que se le ocurría le parecía sensato, y todos los días, cruzándose con Cebadón, éste le recordaba: «Por las buenas o por las bravas, doña Antonia, serás mía».

Tampoco el tiempo favorecía. Después de haberse prolongado aquel verano de abrasadoras y pertinaces sequías, los días, cortos y fríos, se encapotaron lo indecible y prácticamente todos llovía. Antoñita decía: «Como no salga el sol, me moriré de pena. ¿Es que nunca va a dejar de llover?».

Aquellas tardes de otoño la melancolizaban especialmente. Le trajeron a la memoria algunas antiguas de las pasadas en el caserón de los Quijano junto a su tío, en la niñez. ¿Cómo hubiera sido su vida de no haber desaparecido su padre? Habría transcurrido en Madrid, en Nápoles, en algún palacio, entre los servidores de un noble. Ah, la Corte. ¿Cómo sería la Corte? En su imaginación se pintaban los corrales de comedias, los vestidos y tocados de las damas, los coches elegantes de los caballeros, el bullicio de las calles, el boato de las iglesias, los cantos de figones y tabernas. «Tu madre tenía coche», había oído contar en cierta ocasión a Quiteria, contra el criterio de don Quijote que prohibió que nadie le devanase las fantasías a su sobrina, él, que llenaría su cabeza hasta rebosar de todos los disparates imaginables. Pero no quería que su sobrina pudiera sentir, como la sintió él un día de su lejana juventud, la nostalgia del ancho mundo. Y sin imaginar que era un terco resentimiento, Antonia no perdonaba a su madre el haberse muerto tan joven, y a su padre el haber desaparecido sin la cortesía de dejar dicho a dónde se había ido, aunque hubiese sido al fondo del mar (una de las hipótesis), dejándole en manos de su señor tío. Sí, había querido a don Quijote, porque como loco no lo fue tanto como bueno, pero no estaba ella hecha para pudrirse en un lugar ovejero como aquél, rodeaba por gañanes y pobres gentes como el cura, el barbero y todos aquellos que se decían amigos de su tío y ahora de ella. Sólo Sansón Carrasco se libraba de ese escrutinio. Pero qué mal se llevaban en ese instante pensar al mismo tiempo en aquel bachiller y en el hijo que llevaba en su entraña. No podía ser; si pensar en cada una de esas dos realidades por separado le producía congoja, hacerlo al mismo tiempo le clavaba una docena de puñales, y se creía morir. El bachiller…Y ella, tan severa juzgan do a todo el mundo y hallando un enjambre de tachas en su prójimo, encontraba limpio de ellas a su bachiller. Él había salido del pueblo, él conocía Salamanca, había estado en Madrid, había pisado las calles de Barcelona y conocido sus playas… El mar… ¿Daría miedo mirar el mar? ¿Daría miedo cruzarlo? ¿Lo cruzaría si se lo pidiera el bachiller? No, nunca. Ni aunque lo pidiera el bachiller, lo cruzaría ella. Había oído ya incontables historias del corso, de los piratas. No quería caer en manos de los berberiscos, como su vecino Albino, que se estuvo cinco años en unos baños de Argel. Esclava de un arnaúte, mujer de un bajá… La sola idea le erizaba el espinazo con terrores oscuros. Haría cualquier cosa que le pidiera Sansón Carrasco, menos esa de cruzar el mar. ¿Por qué no la miraría nunca, por qué jamás había sorprendido una mirada suya posada sobre sus ojos? ¿No la encontraba hermosa, no la hallaba lo bastante rica?

Y en una de esas largas y penosas tardes de otoño, fugada Quiteria y manteniendo a Cebadón a raya, Antonia sintió la verdadera soledad, y le quemaba el alma el remordimiento por no haber sabido darle a Quiteria ni siquiera una parte de lo que Quiteria le había entregado a ella en todos aquellos años. Y Antonia, que no había llorado en el entierro de don Quijote, y que no conocía las lágrimas, lloró amargamente.

Era, creía recordar, la primera vez que lloraba en su vida. Le entraron lágrimas en la boca. Le supieron saladas. ¿Sabría asi el agua marina? Y en medio de su dolor, pensó que no era tan mala como a veces le había dicho Quiteria, porque podía llorar como lloró el ama el día que murió su tío. Quiteria le había enseñado a comer, a vestirse, a lavarse, le había descubierto los secretos de la rueca, la sirga de la aguja, la industria de los guisados y la cisoria. Le había atraído hacia sí con desvelos, y cuando pudo, la puso a salvo de aquellas manías de don Quijote, que hubiera querido convertirla en una culterana. Cómo le agradecía que le hubiera salvado de esos delirios de su tío.

Y tal recuerdo llevó a Antonia a otro, cuando don Quijote le había enseñado a leer en los mismos libros en los que él acabó perdiendo el juicio. De entonces databa el asco que tomó la muchacha a todas las letras, así fueran minúsculas o capitales; y tanto si los libros eran de caballeros andantes, como si eran pastoriles, los envió uno detrás de otro con parejo entusiasmo a la hoguera, cuando tocó hacer con ellos auto de fe. Y lo mismo habría hecho con los piadosos si por ella hubiera sido, tal aborrecimiento cobró a todo lo que se pareciese, aun de lejos, a un libro.

No, nunca se había llevado demasiado bien con su tío. Cuando era niña dio en pensar que él había tenido la culpa de que su padre se alejara de España y de su vida para siempre. Sólo cuando Quiteria le explicó que fue al revés, que únicamente cuando su madre murió y su padre no apareció, su tío se hizo cargo de ella, Antonia empezó a tenerle ya que no un gran amor, que reservaba en su imaginación para su padre, sí respeto y obediencia, incluso en las decisiones disparatadas, como cuando en aquella primera de pollinos ordenaba que se le dieran al maldito Sancho Panza tres de los cinco que había en la casa.

Alguna vez Quiteria, cansada e impacientada por los caprichos de la niña, que llegó al pueblo cuando ni siquiera había cumplido un año, le decía, -«de acuerdo, vayase vuesa merced, doña Antonia, con la familia de vuestro padre, que os recojan vuestros tíos paternos», o aquel otro día que don Quijote, jugando con la niña (y no debía de tener ella más de siete años), delante de Quiteria, le dijo: «Antonia, ¿y por qué has de llamarme siempre tío? Me holgaré mucho de que me llamaras padre, porque lo soy y me huelgo en serlo». La niña se le quedó mirando, y sin ninguna malicia, le respondió: «Pero vuesa merced no es mi padre. Mi padre es don Felipe Melgar y vendrá un día y me llevará con él». Don Quijote no dijo nada, pero se fue apenujado, y Quiteria, que lo conocía bien, tomó por banda a la mocosa y le soltó aquello de «si tu padre te quería tan bien, ¿dónde están aquí todos esos parientes de tu padre que se hayan hecho cargo de ti?».

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