CAPITULO DÉCIMO
– No es cosa de brujería -protestó el bachiller-. Ya han visto cómo han salido vuestras mercedes con pelos y señales en la primera parte de esta historia. Se diría que llevaron pegado a los talones utu espía de cámara, y hasta yo mismo hubiera figurado en esa crónica de haberme encontrado el año pasado en el pueblo cuando hizo don Quijote su primera salida. Si no me hubiese hallado en Salamanca haciéndome ostiario y exorcista, ahí figuraría mi nombre en letra impresa. ¡Y qué tendrá la letra impresa que a todos subyuga como la luna llena! Y del mismo modo que se ha publicado esa primera parte, habrá una segunda. De eso no les quepa la menor duda. En ella se relatarán todas las cosas que al loco de don Quijote y al no menos loco de Sancho, y sabes Sancho que lo digo sin ánimo de ofender, les han sucedido estos últimos tres meses, y en la que se asiente en libro todo esto mismo que ahora está teniendo lugar.
– No me ofendo, señor bachiller, porque sé que apreciasteis a mi amo y sé que me apreciáis a mí. Pero pensad que de no haber mediado este loco, como me llamáis, y de no haber cuidado de él, quizá estaría don Quijote a estas horas criando malvas en un barranco, como el estudiante Grisóstomo, y no por manda. Y en cuanto a que todo ande justo en esa historia es cosa dilucidada hace más de un año por vos y por mí, en aquel careo que tuvimos delante de don Quijote. Y ahora seguid con lo que estabais diciendo.
– Y a ese día voy, Sancho. Decía -prosiguió el bachiller- que me verán vuesas mercedes en ese segundo tomo que no tardará en ver la luz departiendo con don Quijote y contigo, como lo hice, cuando le traje la primera parte de su historia, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Yo mismo lo había comprado recién impreso a mi amigo el licenciado don Tomé de Pisa, que es también gran amigo de su autor, Miguel de Cervantes. Y también saldré en esa segunda parte hablando con don Quijote aquella noche en el bosque, en que a cuenta de su Dulcinea y de la dama que me inventé sobre la marcha y a la que llamé Casildea de Vandalia, lo reté a duelo, confiando en vencerle, venciéndome él. No tengo la menor duda de que en el nuevo libro que está por aparecer me verán vuesas mercedes vestido como caballero de los Espejos quizá se diga en sus páginas que me hizo el traje el alfayate de este pueblo, Mateo Halcón, cosiéndole los espejuelos a una sobrevista amarilla, y allí se dará cabal cuenta de la conversación que don Quijote y yo tuvimos emboscados, antes de cruzar nuestras lanzas, y cómo se me rompieron dos costillas del costalazo que recibí, y no una ni tres, sino dos, que así son de exactos los historiadores que nos han tocado en suerte. Y saldrá también lo que sucedió en Barcelona todavía no hace ni un mes. Todo ello vendrá también en ese libro que acabará por ver la luz tarde o temprano, más temprano que tarde. Y si no, al tiempo. Se ha muerto don Quijote, amigos, pero nos queda Sancho que nos confirmará con puntualidad la exactitud de tales pasos, cuando salgan de las prensas estas nuevas aventuras, de la misma manera que por nuestros propios ojos veremos entonces la realidad de ahora, ya esfumada.
Y se contará no como lo han hecho el historiador apócrifo que se dice de Tordesillas, sino el verdadero Cide Hamete, el trujimán de Cide Hamete y el señor de Cervantes, que es quien ha puesto en danza todo este tinglado, hasta, ya digo, estas mismas palabras mías de ahora, todas, sin olvidar una; y hasta que acaba de entrar ahora mismo por esa puerta Antonia Quijano, sobrina de don Quijote, va a venir allí puesto con letras bien grandes, y declarará lo que trae vestido, una basquiña de color uva y una camisa con los picos de randas, y cuerpo bajo bien ligero, que le está dando no poco calor, con su cara bonita, blanca como la harina, y un escote que no envidia la aurora.
Era blanca como la harina hasta ese momento, pero cuando oyó que el bachiller Sansón la requebraba sin venir a cuento y al asalto, delante del muerto, en la sacristía, se puso como la misma grana, y aunque llevara años esperando que aquel bobalicón colocara los ojos en ella o en su escote, que lo hiciese tan manifiesto, presentes el cura, el barbero y los otros deudos, la llenó de cólera. Y sí, así era en efecto. Llegaba en ese momento algo sudorosa Antonia Quijano, sobrina de don Quijote, vestida como acaba de decirse.
Traía la muchacha una bandeja con diferentes frutas de masa, recién sacadas de la sartén, amarguillos de almendra, sequillos y algunos dulces, así unos vasos de aguapié fresco con que entretenerles el hambre y la sed. Iba a preguntarle a don Pedro dónde podía dejar aquello que no fuese delante del muerto, por parecerle poco adecuado, pero así como oyó hablar al bachiller Sansón, se le encendió el genio.
– ¿Pero es que no les da sofoco estar hablando de estas cosas con mi señor tío de cuerpo presente? -reprochó la muchacha-. ¿Estamos acaso en día de mercado? ¿Es que no se respeta nada? Y usted, don Pedro, ¿no ve en todo esto que acaba de decir-este señor estudiante de pacotilla materia más que
de sobra para que lo encerraran en los palacios de nuestro Santo Oficio? ¿Es que no hay un poco de cordura m siquiera en ¡a sacristía de un lugar tan sagrado como éste? Vamos a ver. ¿quiere alguien explicarme que los fantasmas que le volvieron loco a mi tío son diferentes de estos otros que al parecer se están apoderando, tomándolo de memoria, de lo que decimos, para correr luego a llevarlo a una imprenta? ¿Acaso les ha sorbido el seso a vuestras mercedes el mismísimo demonio?
Y la muchacha les abrasó a todos con su mirada de fuego, dejó la bandeja sobre las cartas que estaba escribiendo don Pedro y salió corriendo, que lo mismo podía ser de contrariedad que de furia, si es que no era de hiperestesia y agotamiento y de que tenía los nervios a flor de piel por aquellos nueve días de agonía pasados en vilo al pie del lecho de don Quijote.
Y se hubiera salido de la sacristía, de no haber estado cerrándole el paso, junto a la puerta, el ama Quiteria.
– Sosiégate, niña -le dijo-, y no te vayas, que estos señores me van a oír.
Traía Quiteria más surtidos peteretes, melcochas, unas como suplicaciones o barquillos y garrapiñadas, que dejó al lado de la otra bandeja, y poniendo las manos enjarras, exclamó:
– ¡Válgame Dios, y qué vergüenza! ¡Y qué desgracia también! ¿Les parece bien asustar a una niña como ésta el día que ha perdido los mismos ojos por los que veía? ¿No se apiadan de quien acaba de quedarse más sola que la torre de esta iglesia? ¿No les enternece? Es como si este buen hombre -y sacudió la cabeza para señalar la momia de don Quijote-, muriéndose, se hubiese llevado con él el poco juicio que tenían vuestras mercedes en la mollera. Ya una vez le quemamos los libros y le tapiamos el aposento donde quedaban los que se sÁlvaron de aquella hoguera, pero díganme qué hemos de quemarles a vuestras mercedes para que no disparaten como disparataba el señor Alonso, que en paz descanse. No asusten a las criaturas, no nos metan dudas en el ánimo a los buenos cristianos, no nos lo apoquen, no nos hagan creer en fantasmas que no existen, y recen por el alma de este buen hombre que si vivió como vivió, tuvo la gracia de morir como lo hizo, que no todos tendremos acaso tal merced.
Y dicho esto, la sobrina y el ama se salieron y volvieron a sus fogones, y quedaron el cura, el bachiller, Pedro Alonso y el barbero, y tres vecinos que habían venido a velarlo un rato, sin decir palabra, royendo en silencio los dulces que les habían traído, de espaldas al muerto, en!a otra punta de la sacristía, que era casi tan grande como la iglesia, y Sancho no, porque se había salido hacía más de media hora a preparar el entierro.
Y así se pasó la tarde y fue llegando la noche.