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Escuchaba con atención y en silencio Sansón Carrasco las palabras de sus amigos, un poco desasosegado por no haber encontrado aún el momento oportuno de leerles su soneto, y se conoce que no pudo sufrir las del cura, y saltó de su asiento como por resorte.

– ¡No, no y mil veces no, señores! Díganme entonces qué hicimos devolviéndole de nuevo a esta aldea. Parece que están vuesas mercedes hablando de san Quijote de la Mancha. Tanto como a vuestras mercedes, me preocupa a mí lo que se diga de nosotros el día de mañana. Y aún está el rabo por desollar y hasta el rabo todo es toro, y no tardando mucho, antes pronto que tarde, vamos a ver impresas las últimas y nuevas andanzas de don Quijote, todas las que se corresponden a estos últimos tres meses, desde que salió en junio hasta que lo traje hace quince días rendido desde Barcelona, con el juramento de que aquí se recogería durante un año. Y no me digan cómo, ni yo quiero saberlo, por parecer cosa esta, sí, verdaderamente, de encantamiento, pero hasta estas mismas palabras que ahora estoy diciendo llegarán a la estampa y se darán a conocer, como se conocieron las otras, y tan por lo menudo que es mejor no meneallo. No sé quién será esta vez el historiador, el rabino Muscardino o don Lope de Vega. No sé vuestras mercedes, pero yo, pudiendo, me resisto a quedar en esta crónica como un necio, no siéndolo, o como culpable de haber robado al mundo, como insinúan ahora vuestras mercedes, uno de los siete sabios de Grecia o el dechado de todos los eremitorios de Egipto. Así que pongamos atención en lo que decimos y hacemos, porque de todo lo hablado aquí se está va registrando, punto por punto, como hacen los imagineros, o mejor dicho, sin faltar coma, y yo defenderé aquí y en el día del juicio lo que hice, como lo único y mejor que cabía hacer. Y es cierto que la primera vez que salí a buscar a don Quijote me traje, con dos costillas rotas, la pena de ser vencido, y la segunda, venciéndole, la pena de ver a mi amigo tan escabeche y acabado, porque también a mí se me desborcilló el alma al ver el fuste de un hombre firme y valedero como él, estropeado y roto. Pero peor hubiera sido dejarlo suelto. No le vieron vuestras mercedes como le vi yo en Barcelona, donde los muchachos lo seguían, escarnecían y cercaban propinándole sosquines y chasqueándole el colodrillo, que era cosa de echarse a llorar de pena, porque si vestido de armas causaba espanto y risa, con su balandrán causaba tal tristeza que los niños que lo vejaban se reían por no llorar. O con aquellos señores que lo tuvieron en su casa, sin más propósito que el de ponerle en el disparadero y entretener a sus aburridas damas con sus penosos donaires, que hasta le colgaron, como si fuera un sambenitado, un cartel en la espalda que despertó en todos los que lo vieron burlas y escarnios. Era el hazmerreír de la Mancha, de su estirpe y de su memoria, y maldita la gracia que tiene que a partir de ahora se conozca nuestra patria por lo extenso de la tierra no como cuna de un Alejandro, de un César, de un Ptolomeo, sino de un pobre lunático como hay miles sueltos por los caminos, y que se le tenga a él por un pobre hombre. No hagamos cuestiones antes de tiempo ni leyenda. Don Quijote estaba loco, y a los locos, con amor y caridad, hay que recogerles, para que no lo volteen todo. No acataba otra autoridad que su disparada locura, y asi le saliera al encuentro la Santa Hermandad con sus leyes y sus cohortes, él se los ponía al retortero como perinolas, liberaba galeotes y a hombres culpados, confesos y convictos, arremetía contra los alguaciles, se endeudaba con los mesoneros y venteros, arruinaba pellejos de vino, degollaba corderos, y donde no le llamaban se entrometía para derrocar lo que ya estaba levantado o entronizar lo que no valía la pena sacar del albañal. Y no sólo no desfacía tuertos, como él repetía, sino que al que lo era, a poco que se le diera bien la aventurita, lo dejaba ciego para todos los días de su vida. El cojo de una pierna quedaba, después de tratarlo, quebrado de la otra, y el triste de un lado, de los dos. La venta que estaba reposada, la volvía castillo, al castillo lo creía un palacio de la estratosfera, y de las mismas estancias de San Pedro habría hecho una jaula de grillos. Era un peligro no sólo para el gobierno de esta tierra, sino para sí mismo. Allá donde llegaba, asombraba su figura, desde luego, pero movía a risa, y la fama tiene un precio, y es bien triste llegar a viejo para ver en un minuto cómo se le astilla a uno la honra forjada duramente a lo largo de una vida, y que no le respeten a uno, y que los muchachos del lugar acudan a donde está y le sigan en procesión y le pitocheen y coreen, llamándole de todo, y le suelten cantazos como a perro comido por la sarna. De los cincuenta que vivió don Quijote, cuarenta y ocho los pasó como tantos otros hidalgos de esta tierra en la mejor ocupación posible, entregado a sus ocios, a sus galgos y a dejar correr la vida sin mayores cuidados. Él además fue honesto y no avasalló viudas ni mancilló doncellas ni burló casadas. Cierto que yo también dudo a veces, amigos, y creo que el precio de su locura fue pequeño en consideración de lo que con ella nos dio a todos. Pero antes que el arte está la vida, antes que el ingenio, el buen sentido, y antes que los donaires, la razón, aunque se suela vestir ésta con sus severos atavíos. Nada, señores; hicimos lo que cualquier alma caritativa y cristiana hubiera hecho con quien teníamos en tanta estima, reducirlo, comprometer su palabra, traerlo a casa y sujetarlo, sí era posible, en ejercicios honestos que fuesen en aumento de su hacienda y de su buen nombre, no de su descrédito, y si nos pusimos en trance de parecer tanto o más locos que él fue porque no hubiera habido otro modo de domar el potro de su imaginación, por la misma razón que al niño se le envuelve la medicina en arrope. Y así debe entenderse también que hasta ayer yo le alentara diciendo que íbamos a hacer vida pastoril, en cuanto sanase. Sólo quise darle la esperanza que había perdido y el gusto por esta vida. Sólo por eso. No para hacerle disparatar como pastor bucólico lo que le atajé que disparatara como caballero ambulante. Fue nuestro postrero acto de candad para con él.

– ¿Y ha dicho vuestra merced que todo lo que hablemos aquí, saldrá algún día en letra impresa? -preguntó el cura, que parecía haberse quedado en ese paso de su alegato, con la pluma en ristre y la mirada suspensa y los ojos, tras los cristales estrellados, vagamente soñadores-. ¿Va a decirnos que contamos entre nosotros con otacustas y delatores?

La verdad es que apenas habían prestado atención a la soflama del bachiller.

En cambio aquella insinuación de que los presentes saldrían en los papeles les inquietó lo indecible, y se abrió allí un murmureo de conjeturas, discusiones y advertencias. Hubo quien, el barbero sin ir más lejos, vivió con ilusión esa posibilidad de saltar a la fama, sin necesidad de pasar por la locura de don Quijote, y empezó a maquinar en su interior las palabras que a partir de ese momento pronunciaría. Vio maese Nicolás, y lo vio el cura, que lo que el bachiller decía tenía su lógica, y supusieron, por haber leído la primera parte de la historia, que la segunda no le iría a la zaga a la primera en cuanto a exactitud se refiere, y unos de una manera y otros de otra, todos se atusaron el pelo y se retocaron el vestido como para quedar en una pintura.

Otros en cambio, como Sancho, que ya estaba de por sí muy confuso y harto inquieto con la fama, miraron esa posibilidad llenos de miedo, recelo y franca hostilidad.

– Déjenme de famas de hoy, denme las de mañana. Ya no le tengo miedo a nada ni a nadie, que he sido gobernador, y aquello no fue cosa de brujería.

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