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Estas gestas se propalaron en uno o dos meses por toda la comarca. Y en dos o tres meses más llegaron a conocimiento de un tal Cide Hamete Benengeli, un zapatero de Toledo, muy amante de los cuentos, que las trasladó al papel por pasar el rato él y hacérselo pasar a sus amigos.

Pero no todo en la vida viene bien trabado, y al zapatero se lo llevaron por delante unas fiebres furiosas que le atacaron la vejiga. Lo primero que hizo la viuda, una cristiana llamada Casilda Seisdedos, en cuanto lo enterraron, fue vender los libros y papeles de su mando.

Y aquí es donde entra en escena Miguel de Cervantes, vecino del pueblo de Esquivias.

Se encontraba éste mercando una pieza de seda para su mujer Catalina de Salazar en la tienda de un sedero del Alcaná, donde se situaba el mercadillo o rastro toledano, cuando llegó allí vendiendo unos cartapacios un muchacho. Era el hijo del zapatero.

Cervantes compraba aquella pieza de seda para su mujer porque quería enternecer los enfados que presumía iba a tener con ella. Se había pasado en Sevilla más de cuatro años sin haberse dejado ver por el pueblo, y ése era el día en que regresaba. Todo el mundo hablaba cosas. Les parecía muy extraño que aquel hombre que doblaba casi en edad a Catalina, se hubiese ido por ahí, sin llevaría consigo. Decían: eso no se hace con una recién casada, tan joven. Y la gente se puso, en general, y aunque no conocían la rebotica, de parte de Catalina, que era del pueblo, y no de Cervantes, que era el forastero. Venía a pedir unos avales sobre el patrimonio de su mujer, que le eran requeridos para poder seguir con su empleo de alcabalero o recaudador, y no sabía muy bien cómo hacerse perdonar las dos cosas, el haber tardado cuatro años en volver a casa y el tener que hacerlo únicamente porque necesitaba unos avales por valor de cuatro mil reales. Por eso se le ocurrió viniendo de Sevilla detenerse en Toledo, en casa del sedero, antes de llegar a Esquivias, y llevarle aquella pieza de seda. En ese momento fue cuando apareció el lujo del zapatero con los cartapacios.

Cervantes amaba más que ninguna cosa todo lo que tuviera que ver con papeles. Se detenía incluso en medio de la calle cuando se tropezaba uno caído, por no pasar sin leerlo, y quiso echarles un vistazo a los que traía el chico. Cuando advirtió que todos ellos estaban escritos en arábigo, salió y volvió con un morisco aljamiado que sabía leer tan angostos caracteres. Éste hojeó los papeles y leyendo aquí y allá algunos trozos, se topó con un pasaje donde se hablaba de Dulcinea del Toboso, Fue oír ese nombre y saltársele los pulsos a Cervantes con el hallazgo, porque se le alcanzó que ésa no podía ser otra que la historia de don Quijote, de la que habían llegado ya a sus oídos muchas, entretenidas y variadas anécdotas. Mandó entonces esperar al morisco y se llevó con disimulo al hijo del zapatero a un rincón, y puenteando al sedero, le compró todos aquellos papeles por medio real, encubriendo en el trato su excitación como un consumado zarracatín. Aunque le pagó al chico lo que el chico le pidió, ni un maravedí menos, no hubiera estado mal haberle dado un poco más, porque el chico qué sabía. Le costó más traducirlos que los papeles propiamente. Luego se llegó donde el trujimán y apalabró con él la traducción completa, sin faltar palabra, a cambio de dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y en poco más de un mes, aquél le devolvió los papeles vertidos a lengua romance. De su coleto añadió Cervantes algunos episodios más que él había oído referir y que Cide Hamete o no los conocía o no había querido ponerlos o no pudo, porque se murió antes, como por ejemplo el de la liberación de Ginés de Pasamonte; y debió ser que Cide Hamete conocía a ese matachín, y sabía cómo se las gastaba, y prefirió ni en broma incluirlo en la relación general, por si acaso llegaba a sus manos publicada aquella crónica, y le buscaba las vueltas. Cuando Cervantes tuvo listos y traducidos los papeles, los llevó a un impresor amigo suyo de Madrid. El impresor los leyó, y acordó quedárselos. Cervantes no tenia hacienda propia y además de necesitar los avales (que Catalina, por cierto, aconsejada por su hermano, un cura avariento, no firmó), había contraído unas pequeñas deudas, no todas de juego. No quiso satisfacerlas con la tantas veces tentada bolsa de su mujer, y pidió al impresor dos mil reales por el libro. Después de un breve regateo en un bodegón de puntapié de la Costanilla de los Desamparados, cerca del famoso Mentidero, habitual en las gentes de ese mundo, quedó fijada la suma en mil seiscientos reales. Como se ve el negocio que hizo Cervantes fue pingüe, porque lo que le costó medio real, dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, se centuplicó de tal modo.

A partir de ese día las prensas del librero no reposaron ni de día ni de noche, y unos componiendo, otros corrigiéndolo, otros imprimiendo los diferentes pliegos, el libro quedó listo para los libreros y mercaderes en menos de un mes.

Uno de los ejemplares encontró incluso a don Quijote, cuando se reponía de su segunda salida.

Estaba a la sazón el hidalgo esperando que llegara el buen tiempo para volver a armarse. La vida de los caballeros se lleva mejor con buen tiempo que con malo, mejor en verano que en invierno, teniendo en cuenta que la mayor parte de los días han de dormir al raso y que la lluvia o la nieve deslucen cualquier alarde caballeresco. Aquel invierno se le hizo larguísimo, y no se le cocía el pan, como suele decirse. Ya no salió a cazar, porque después de haber conocido aventuras reales, lo de cazar conejos le parecía un ejercicio pueril, y sin libros, que era su único entretenimiento, no veía el modo de que amaneciese el día de la salida, que al fin llegó y lo hizo para los anales de esta historia con la inmarchitable fecha del cinco de junio del año del Señor de 1614, octava del Corpus.

Esta tercera salida, segunda de Sancho, duró mucho más que la anterior. Anduvieron caballero y escudero tres meses, día más o menos, y el destino les llevó hasta Barcelona, donde les aguardaban el fin de las aventuras, la derrota y, sin que nadie pudiera predecirlo, una herida mortal que llevaría a la tumba a don Quijote y el desconsuelo a parientes y amigos, por una muerte, que fue, para los amantes de los detalles exactos, como sigue.

CAPITULO QUINTO

El mechinal donde murió don Quijote no fue propiamente su aposento, sino otro de la parte baja al que le trasladaron para que no sufriera aquellos calores tan desusados. El cuartito se había llenado de moscas otoñales que zumbaban enloquecidas y pegajosas, sin resignarse a morir. Se le posaban en los labios entreabiertos, en los párpados, le recorrían el cuello, y en eso se veía que estaba bien muerto, porque lo sufría todo sin mover una pestaña. De todos modos no fue suficiente para el ama, que espiaba a su amo por el rabillo del ojo y esperaba quedarse a solas con él para verter, cuando nadie la viera, cera caliente en sus párpados y unas gotas de aceite hirviente por el oído.

La expresión que el hidalgo había tenido en vida, de combate interior, el cejo fruncido, el rictus melancólico de la boca, así como la mala color del rostro, un tanto olivácea, habían desaparecido, y su semblante sugería una inconmensurable paz, al fin alcanzada, de magnífica estatua de alabastro.

El ama Quiteria corrió a buscar un pañizuelo orlado de randas, más tenue que el humo, lo perfumó con unas gotas de algalia, y-cubrió con él el rostro de su amo, que quedó a resguardo de las moscas y no oculto, sino velado, proporcionándole aún mayor serenidad.

Se diría que todos sabían lo que tenían que hacer, y en un momento quedó armada una escena como si fuese la de un retablo.

A los diez minutos se presentó el médico. El de toda la vida, el que supuso que todo aquello estaba motivado en parte por comer lechuga, no el de ideas novedosas que había dicho lo del culantro verde. Era un hombre de unos setenta años, alto, de rostro cetrino y ojos pequeños, sagaces y algo erráticos. Traía ropa de levantar negra por donde asomaba el cuello no demasiado limpio de la valoncilla. Parecía llegar con prisa, anunciando sin duda que no se quedaría allí más que los minutos precisos. Al saludarlo todos le llamaban don Frutos.

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