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En el pueblo se repuso de esa tunda y aprovechó para vender un pegujal, porque no tenia dineros en casa. Todos se los llevaban el señor De Mal y su desmedida pasión de comprar libros. Según su sobrina, el ama y sus amigos el cura y el barbero, esa pasión era la causante de aquella locura que le había entrado de querer hacer como los caballeros de las novelas. Y no el culantro verde, como aventuró el médico nuevo. Incluso el ama hubiera encontrado más escandaloso que don Quijote se hubiera vuelto loco por comer culantro verde, que por leer libros de caballeros andantes. Lo primero que hizo don Quijote fue hablar como ellos, y vestirlo mas parecido a ellos y dar en creer que también estaba enamorado de una dama, porque era forzoso que un caballero andante se enamorase de una. «No se habrá leído en ningún libro importante donde no aparezca un caballero que no esté enamorado hasta los tuétanos de una doncella a la que no haya hecho señora de su corazón.»

La idea de quemarle los libros fue en realidad del cura, muy buena persona aunque muy partidario también como muchos curas de las hogueras, pero la sobrina, rabiosa de ver que su tío iba a acabar con el patrimonio familiar si no se le ponía coto a su novelería, se sumó entusiasta a esa iniciativa, lo mismo que el ama, aunque ésta obró como lo hizo por otras razones. Tenía lo menos dos mil libros. En lejas teñidas con nogalina y puestas contra una pared. No había tantos ni en la iglesia m en los dos conventos ni en ninguna casa del pueblo. Y los hubieran quemado todos, de no ser porque lo estorbaron el cura y el barbero, con los que el ama y la sobrina no se atrevieron a discutir. Se hizo una buena hoguera y salieron volando por encima de las bardas del corral un millón de pavesas negras, como murciélagos. El cura y el barbero se alarmaron un poco de su piromanía, y sÁlvaron a algunos de aquellos mamotretos. Les parecía poco piadoso y ejemplar que pagaran justos por pecadores. Llevaron luego los libros indultados al aposento donde se guardaban y a continuación lo tapiaron, aprovechando que don Quijote seguía convaleciente de los palos recibidos. Cuando se levantó y buscó los libros, le contaron que los libros y ei aposento se los habían llevado por los aires unos encantadores, explicación que encontró él muy lógica, porque además de loco por la caballería tenía manía persecutoria, haciendo bueno aquel dicho de que las locuras nunca vienen solas. Y cuando vio en el corral las piedras chamuscadas y un tapiz de cenizas, ni siquiera preguntó.

Aunque lo de los libros en el fondo le dio lo mismo, porque se los sabía al dedillo todos, y hubiera podido recitar de carrerilla, de la cruz a la firma, más de la mitad de los que tenía, sin equivocar una sola palabra, porque su memoria era tan portentosa como su locura.

A continuación buscó por el pueblo quien quisiera ir con él. Preguntó a unos y otros, y así fue como dio con Sancho Panza, que tenía unos cuarenta años, diez menos que él, y que vivía en la calle de Zurradores, cerca de la Alameda, en una de las casas pobres del barrio, a la salida ya del pueblo.

Todo lo flaco y cecial que era don Quijote, era Sancho craso y lucido. Tenía una figura extraña. Era largo de piernas, pero de brazos cortos, y con un abultado abdomen. Por las piernas se le hubiera tomado por alto, pero en todo lo demás parecía achaparrado, con aquella cabeza suya de una esférica perfección y pegada al tronco por un cuello ancho y corto. Su ojos, grandes, negros y abultados, le hacían la mirada triste, no obstante la fama de gracioso y reidor que se había granjeado. La fama era cierta, desde luego, pero si permanecía en silencio, su expresión era de tristeza, como la de algunos sabuesos.

Siempre vestía de la misma manera, porque sólo tenía un traje, sayo corto, camisa, calzones abiertos y alpargatas. Eran ropas viejas, con chafallos y soletas por todas partes, exhumaciones de otros andrajos. Se cansaba mucho al andar y se quedaba sin fuelle en cuanto hacía el menor esfuerzo. Le habría gustado ser barbero, todo el día hablando y sin mover las piernas. Para muchos Sancho era un gandul que no valía para nada, incluso sin gracia, pero fue empezar a trabajar para don Quijote y descubrió su grandísimo talento para la conversación, como uno de esos elementos de alquimista que sólo pueden probar y precipitar su verdadero valor en contacto con otro elemento extraño.

En un primer momento Sancho Panza no supo muy bien qué es lo que le estaba proponiendo su vecino el hidalgo, ni cuáles iban a ser sus cometidos ni su salario. Tras mucho perorar y extrema filatería, quedó concertado que el escudero se ocuparía de ensillar y desensillar a Rocinante y darle el pienso, y de ayudar a su amo a ponerse y quitarse ¡a armadura, lo mismo que a llevar la maleta con las mudas y el matalotaje. De los gajes no habló, pero sí de que don Quijote le haría gobernador de una ínsula en la primera ocasión que se terciara, porque era lo que les solía sobrevenir a los personajes que salían en las novelas que leía.

Sancho halló el trabajo, en principio, atractivo: decapitar dragones y ensartar endriagos, enamorar doncellas y administrar ínsulas. Por eso al escudero, con tales perspectivas, le pareció una niñería concretar salario.

Los que conocían a Sancho Panza, empezando por su mujer, no se explicaron cómo un hombre receloso como él; que ajustaba los tratos al cuartán, se dejó convencer de ese modo. Tampoco entendieron que Teresa Cascajo de Panza, una mujer fuerte y de muchísimo argumento, se lo hubiera consentido, y más de, uno llegó a la conclusión de que se había avenido con don Quijote porque, aunque no lo pareciera, estaba ya tan loco como su amo, y hubo quienes maliciaron otras causas, como que por entonces no estaba a bien con su mujer, cosa de todo punto falsa, porque diecisiete años de casado le ponían en ese particular por encima del bien y del mal, y se llevaba con su mujer, y su mujer con él, ni peor ni mejor que la inmensa mayoría de los que hayan apurado hasta ese punto los cálices del casamiento.

La realidad fue otra, sin embargo. Don Quijote le propuso la salida a Sancho en mitad del estío, cuando empezaban las labores del campo más duras. Todo el pueblo vivía volcado en la cosecha. Se segaba, se trillaba, se aventaba, se ahechaba, se llevaba el trigo a los alhorines o al molino, se dormía en las eras junto a las parvas para disuadir a los ladrones, se trabajaba de sol a sol en días ya de por sí de noches muy cortas, y se comía en los campos, al aire libre, aplastados por el calor, acosados por los mosquitos y desconcertados por la fanfarria de las chicharras. Sancho, de por sí algo poltrón, vio la posibilidad de orillar esas fatigas, y de apañarse con un amo que no le iba a mandar otra cosa que la de acompañarle y servirle de réplica, y le dijo: «De acuerdo, incluso sin jornal, sólo con la promesa de la ínsula esa famosa, me conviene; y si aquí o allá vamos despertando tesoros, mejor que mejor».

Así que salieron y anduvieron errantes menos de dos semanas, sin meta precisa y con ilusionismo vario.

En esos casi quince días les pasó de todo, bueno y malo, sucesos de gentes que entraban, que salían, que tan pronto se manifestaban sin historia como se desvanecían con ella. Entre lo bueno Sancho Panza encontró una maleta que parió más de cien escudos, y para lo malo hay que referirse a la mañana en que unos mozos guasones lo mantearon con malas artes. Ahí, según el escudero, don Quijote no estuvo ni a la altura de su nombre, ni detrás de su valeroso brazo, ni a la par de su mote, porque cobardeó y no lo socorrió, contra el parecer del propio don Quijote, que sostuvo haber hecho lo que había podido. Conocieron igualmente a otras muchas gentes, algunas muy granadas, pero también villanos y mujeres del partido, arrieros y clérigos, enamorados, cuerdos, locos, en fin, el vistoso surtido del mundo.

Las aventuras que tuvieron lugar durante esa breve salida fueron muy celebradas, principalmente la de los molinos de viento, la de los carneros y la de la bacía de barbero que don Quijote creyó yelmo, aunque acaso la que más alarmó a las gentes de aquellos lugares fue la de Ginés de Pasamonte, galeote de muy malas pulgas a quien liberó don Quijote junto a otros penados, contra el consejo de Sancho y de los alguaciles que los llevaban custodiados a galeras.

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