– Todo eso que me cuentas -le interrumpió el bachiller Sansón Carrasco-, podría certificarlo yo palabra por palabra. A veces hablaba de eso mismo con nosotros, sus amigos, con el barbero, con el cura, conmigo, y nos exponía sus tribulaciones, sus sueños, la venenosa melancolía que iba infiltrándosele en el corazón. A menudo nos dijo el último invierno, "aquí me ahogo, he de salir a conquistar el renombre de mi nombre, he de realizar grandes proezas, voy a descabezara todos los gigantes de esta tierra y a hacerla más habitable, y con la fuerza de mi brazo tornará a ella la armonía entre las partes, y ya muerto, viviré todavía en el recuerdo piadoso y agradecido de las
gentes, que cuando vuelvan los hombres a desajustar sus leyes, aún, como nosotros de Licurgo o de Solón, se acordarán de mí. Mis huesos, donde estén enterrados, sentirán ese calor de la fama, y en ellos fraguará eterna primavera».Y nosotros, a sus espaldas, decíamos, «pobre hombre, ¿adonde creerá que podrá irse? Nació aquí, aquí vivirá y aquí se quedará hasta que se muera, y aquí lo enterraremos, y Dios quiera que sea mejor pronto que tarde, si tardando va a dejarle sembrar por el mundo los disparates de su estropeada cabeza». Y aquí está enterrado ya. Pena nos daba. Y lo cierto es que si al principio nadie le creyó capaz de lo que hizo, tampoco yo lo creí. Y cómo me arrepiento ahora de haberle prestado el libro donde se publicaron sus historias. Yo creo que fue eso lo que aún le espoleó más para quererse salir esa tercera vez, verse tratado en él como un loco. Y de eso le entraron ganas de salir de nuevo al mundo y demostrarnos a todos que los locos éramos nosotros, por no creer en las universales y resplandecientes leyes de la caballería. De no haberle prestado yo la historia del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, quizá le hubiera dado tiempo a sosegarse durante todo el invierno, pero verse en letras de molde y en estampa y querer pulirse como caballero y acometer gestas aún más asombrosas, fue todo uno. Pero bueno, todo esto es muy largo.
– ;Y qué modo tan desaforado es éste de copiarlo todo, bachiller? ¿Qué libro decís que queréis hacer ahora? ¡Vaya un cuento! ¡Otro libro sobre mi tío!
– Ahí está el busilis. Si, como yo creo, sale a la luz el nuevo libro con las aventuras de tu tío, como ya apareció el primero, no tendré mucho donde escoger. Y acaso me anime yo a contar la historia de lo que sucedió, muerto él, a todos nosotros, antes de que cubran nuestros despojos las leyes del olvido.
– Ay, Sansón, que por ahí empezó mi señor tío a desvariar.
¿Y qué tienen de malo las leyes del olvido? ¿O qué interés tienen las cosas que nos suceden a nosotros, después de muerto el tío. cuando tampoco las que le sucedieron a él tienen para mí el menor busilis, como vuesa merced dice, ni otra importancia que la que tienen esas hojas que ahora están en el árbol y dentro de un rato en el suelo? Mire vuesa merced que nosotros somos decentes.
– Unos más, otros menos, no parece que nadie se resigne a acabarse. Los hombres conciben sus hijos y los sueltan por el mundo, y ellos dan testimonio de su estirpe. Otros, como tu tío, a falta de hijos, dio sus obras, porque sólo existe lo que obra, y existir es obrar. Y mientras nosotros vivamos sin memoria, tendremos vida a medias. Moriremos, ¿y qué recordarán de lo que fuimos? Ahora empiezo a entender a tu do cabalmente. Asi, mientras no pasemos a estampa, tendremos sólo media vida. Y te digo más. Imagina por un momento que ni tú ni yo somos reales, que somos como uno de esos fantasmas que perseguía tu tío en los libros. Imagina que él o que nosotros no fuéramos de carne y hueso. De no haber salido tu tío en crónica, con haber sido real, lo sería mucho menos que todos aquellos merlines y palmerines que le volvieron loco, y pasados los siglos tan realidad tienen ya para nosotros Hornero, Eneas o los dioses paganos. Lo que fue y ya no es, no es más que lo que no es pero será algún día, y no seremos ese día si las leyes del olvido nos ponen bajo su jurisdicción.
– Ay, Sansón, no me asustes, que soy demasiado joven para comprender riada de todo lo que dices ni tampoco si quieres decir algo con todo ello.
Se rió de buena gana el bachiller de los temores de Antonia,)' quitándole importancia a todo aquello, le dijo:
– En cualquier caso es verdad que no va a ser una empresa fácil, porque se ha dicho que nadie es buen juez de su propia causa, ni se ha visto que un rey sea su propio cronista, quitando a nuestro sabio rey Alfonso. Y también es posible que se quede todo en nada, Antonia, porque así como en las armas, el que estoquea estoquea, el que mata mata y el que vence vence, en esto de las letras nunca son suficientes los buenos propósitos, y no se sabe si un libro fue o no discreto y digno de elogio, o lo contrario, hasta pasados muchos, muchos años. Para entonces uno ya ha muerto, y no puede disfrutar de esos laureles. Y no te digo censuras y vituperios, porque nadie, puestos a soñar, sueña catástrofes ni cosecha chiflas. Al contrario, le gusta imaginar los futuros aplausos que no oirá y mil coronas de laurel que habrán de coronar su calavera. Así es el hombre de ilusorio. Si fuese por los elogios y vituperios del día ni un solo hombre se molestaría, no siendo un necio, en mojarla pluma.
CAPITULO DÉCIMO NOVENO
Hasta muy tarde estuvieron hablando aquella noche Sansón y Antonia, sin otra cosa que reseñar, sino que a la hora de la cena, vino Cebadón y allí, delante del bachiller, pidió a Antonia que bajase a servírsela.
Miró Cebadón muy impertinente al bachiller, y sólo porque éste pensaba en otras cosas no lo tomó en cuenta.
Comprendió Antonia que su mozo sólo quería medir la fuerza de su poder y forzar su voluntad, y le dijo:
– Baja tú, Cebadón, y sírvete de lo que haya.
Masculló algo entre dientes el gañán, y viendo que el bachiller se enfrascaba en sus papeles, aún tuvo arrestos de mover en un susurro sus labios, sin apartar su mirada de la muchacha:
– Antes muerta que de otro.
Esa noche, ya a solas, pensó Antonia que no podía seguir de aquella manera y que necesitaba más que nunca a su Quiteria, o de no hallarla, saber a qué se atendría, y al día siguiente, ordenó a Cebadón que fuera a avisar al bachiller.
También hizo Antonia aquello de una manera calculada, pero el mozo lo entendió, y dándose la vuelta, dijo a su dueña:
– A ése, si quieres, le avisas tú.
Esperó Antonia que viniese uno de los zagales, y con ése mandó el aviso. No se atrevía a contar nada de lo que sucedía en aquella casa como no fuese a Quiteria.
Vino al rato Sansón, y le subió a la sala
principal Antonia pasándolo por el patio, para que lo viera Cebadón, que lañaba en ese momento una tinaja, y no tanto para encelarle sino dándole a entender que tenía ya a alguien que velaba por ella.
– Fuisteis amigo de mi tío -empezó diciendo Antonia-, y acaso podías cumplirme esta merced tan grande. Ayer quedó dicho a medias, y querría saber si podíais salir a buscarme a Quiteria y traerla con vos si la encontráis. Decidme sin tapujos si podréis o no hacerlo, o fue sólo lo de ayer un hablar por hablar, porque soy capaz de salir yo misma y no parar hasta encontrarla y traerla conmigo, pues no puedo un día más vivir aquí sola, sin aconsejarme de ella, de lo que tengo mucha necesidad, y de presentarle mi arrepentimiento y de enmendar mi trato. ¿Cómo no lo vi antes? No os preocupéis del dinero del camino, que yo os proveeré de lo necesario, y mirad que tanto me va en ello como la vida.
– Extraña casa esta -respondió alegremente el bachiller, que parecía siempre bien dispuesto a cualquier aventura-. Se diría que he de pasarme la vida entera devolviéndole todos los que de ella quieren alejarse. Pero este negocio me place.
– Cuanto antes salgáis -siguió suplicando Antonia, sin hacer caso de las burlas del joven-, más posibilidades tendréis de encontrarla, o en caso de que se haya partido, de recoger noticias de su partida, sin esperar a que se evaporen en el aire como la memoria de un vagamundo. Y si disteis con mi tío, quizá con un poco de suerte, topéis con Quiteria.