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Muy alborotado, con palabras que se le amontonaban entre los dientes, farfulló unas cuantas disculpas el bachiller, y con su libro debajo del brazo, se despidió, prometiendo volver a hacerle una vista a Antonia esa misma tarde.

Solas ya las dos mujeres, dijo Antonia:

– Ay, ama, ¿por qué han de venir las cosas siempre mezcladas, buenas y malas? ¿Por qué soy tan desdichada? Ahora necesitaría yo a mi buen tío, que viniera no a imponer la fuerza de su brazo, sino a impartir la sabiduría de su consejo, porque todo lo veo yo más que negro

Y contó al ama, hasta donde le permitió su recato, lo sucedido allá arriba y el coloquio que entre los jóvenes habían tenido, así como el amor que de improviso juraba el bachiller Sansón Carrasco sentir por ella.

– Te lo decía, Antonia, todo en esta vida tiene arreglo. ¿Y tú dices que vienen mezcladas las cosas? Éste es un día feliz. Amas al hombre que te ama. ¿Qué más puedes querer? No te lleves el sofocón, muchacha, porque no habrá sucedido hoy nada que no haya sucedido antes un millón de veces y que no vaya a suceder otro millón de veces más. Él es joven, fuerte, sano y puede, como hombre rico que es, escoger el camino que quiera seguir. Las letras que tiene le echarán, si él quiere, una toga sobre los hombros y con sus luces llegará a donde sueñe, y si no quiere seguir esa senda, le bastará quedarse aquí llevando las tierras y ganados de su mucha hacienda, que juntada con la tuya, os llevará a una vida de reyes. Porque no creo que don Pedro, hablando, quiera llevar adelante aquella manda.

– No mientes la hacienda, Quiteria, ni la manda, que ésa será nuestro Calvario.

– ¿Es que acaso querrías ser pobre como yo y que nadie te quisiera por no tener dote? La suerte te ha puesto delante un hombre en inmejorable disposición, cómale, y sed felices, que la vida es muy corta.

– ¿Y las mandas?

– Todos te queremos bien, Antonia, y te dejarán gozar tu hacienda. No será don Pedro quien te estorbe ese propósito.

– Dios te oiga, ama, pero algo me dice en lo más profundo que aún está por llegar lo peor.

– ¿Lo peor? A tus años nada es irremediable.

– ¿Te olvidas del escribano? ¿Te olvidas que el hijo que llevo en mis entrañas no es del bachiller?

– ¿Y eso te preocupa? Si saliesen a luz pública las paternidades de todos, ni los reyes podrían reinar, ni heredar los herederos, ni presumir de linajes tantos presuntuosos. Acuérdate de nuestro vecino Pantaleón, a quien echaban en cara, cuando quiso medrar, ser de bajos padres; les dijo: por eso soy digno de más honra, porque de mí comienza mi linaje. Déjalo estar, hijo de Cebadón, hijo de Carrasco, allá se va a andar siendo hijo tuyo, que como tuyo, sabrás criarlo cristianamente y nadie podrá discutirle que viene de la pata del Cid, si se pone a demostrarlo.

– ¿Pero el engaño? Nada que empieza con mal pie puede llegar lejos, y el matrimonio, que es sacramento indisoluble, debe llevar a dos hasta la misma sepultura, y todos queremos que ese camino sea largo, pues es el de la vida.

– Y lo andarás con él, si te lo propones, y en ese camino muchas veces cuenta el llegar, más que el cómo, si no haces mal a nadie. ¿Y qué daño harás tú al bachiller callando? ¿Qué daño te hace a ti él, guardando para sí sus galanteos en Salamanca o por el mucho mundo que ha corrido, si los hubiera tenido? Trabaja para que, casados, ya no tenga que mirar a -otra, y sólo te mire a ti, y encandila su vida, y seréis felices.

CAPITULO VIGÉSIMO OCTAVO

Tras lo ocurrido en aquel desván, se fue Sansón Carrasco a su casa muy confuso, con el libro debajo del brazo.

No pensaba en el libro, no podía pensar en él. La literatura toda, ante la vigorosa vida, se había evaporado. Las descomunales y formidables caballerías andantes se habían empequeñecido por obra y gracia de un hecho común. Porque aquello que había sucedido entre él y Antonia, era común, ¿o no? ¿No era corriente que dos mozos, a los que la sangre se les atropellaba en las venas, siguieran la llamada de los instintos? Aquello que acababa de suceder, sucedía todos los días, había sucedido hacía dos mil años, y seguiría sucediendo. En los libros recibía su título: el triunfo del amor. ¿Y a lo que sentía no se le podía dar ese nombre tan famoso en tantos escritos leídos por él? ¿No era eso el celebrado amor, que abrasa y acendra, que levanta y abaja torres, que da esperanzas y las quita, que enaltece y precipita a los hombres a lo más hondo?

«¿Qué es lo que ha sucedido, en realidad?», iba preguntándose Sansón Carrasco camino de su casa.

En ella le esperaban sus padres sentados ya a la mesa para comer. En cuanto llegó, dejó su libro sobre un aparatoso contador con columnitas de marfil, hizo que le trajeran un aguamanil, se lavó las manos y, taciturno, esperó que la criada llenara el plato.

Hablaban los padres de los afanes del día. Sansón Carrasco oía sus palabras, pero le resultaban tan lejanas, adventicias e inaudibles, que habría asegurado estar oyéndolas debajo de una campana de cristal.

Su pecho, agitado por lo que acababa de ocurrir, fue alcanzando poco a poco el reposo. Le parecía, a medida que transcurrían los minutos, un sueño, un extraño sueño.

«¿Qué ha ocurrido, qué ha ocurrido en realidad? Tendré que contárselo a mis padres. ¿Cómo-reaccionarán? Con disgusto, sin duda. No les gustó nunca don Quijote. No les gusta Antonia. He oído muchas veces en esta casa que pronosticaban a la sobrina la locura del tío.»

Esas eran cosas de familia que se habían oído en aquella misma mesa. Ya había sido una loca la madre de la muchacha, hermana de don Quijote, dejándose robar por aquel caballero. El cielo había castigado su pecado, llevándoselos jóvenes. Y la hija saldría igual al padre, se tugaría con el primero que quisiera llevársela. Las criadas de su casa, contagiadas por el ambiente, decían también de Antonia: «Valiente alhaja, menudo genio, ¿quién se habrá creído? Lo mismo podríamos llamarla Quijana que Inclusera». Estas frases resonaron en algún rincón de la memoria de Sansón Carrasco. Las había oído a menudo en el pueblo. Se habla mucho en los pueblos pequeños. Aquél acaso no fuera tan pequeño, pero todos lo son por las murmuraciones. Cuanto más se extienden éstas, más pequeño hacen el recinto donde se producen. En los pueblos pequeños no hay muchas cosas de las que hablar. Nada queda en ellos por escudriñar. Le parecía estar oyendo a su padre: «¡Qué lastima de patrimonio el del don Quijote, malbaratado por su locura y su manía de leer novelas!». No han de leerse novelas.

Mucho desconfiaba Tomé Carrasco de los libros que su hijo había metido en casa. Solía preguntarle: «Y tantos libros, hijo, ¿son necesarios?». Y él tenia que tranquilizarle, asegurando que eran libros de teología, de gramática, de leyes. Si el padre hubiera tenido curiosidad habría visto que la mayor parte de ellos eran, sin embargo, novelas. Las mismas que había en el aposento de los libros de don Quijote.

Le gustaban las novelas, las aventuras, los lances de armas, de amor. Él no estaba llamado para la vida de santo. Lo sabía. Se abrasaba de deseos cuando veía una mujer. Por eso no podía mantener la mirada a ninguna, por eso bajaba los ojos cada vez que Antonia le miraba, por si le descubría los pensamientos. Algunas veces había visitado, en Salamanca, las casas de lenocinio. ¿Le contaría alguna vez aquello a Antonia? Se avergonzaba ahora de aquellos lances mercenarios. Sintió miedo, pensó que no podía engañar a su mujer en parte tan principal de su vida. ¿Cómo empezar con engaños un matrimonio que habría de durarles siempre? Se lo confesaría, determinó en un arranque de fogosa sinceridad. Pero al mismo tiempo escuchó una voz dentro de sí, alarmante, que le advertía: «Admite algo así, y la perderás. Pero ya es mi esposa». Y el recuerdo de lo ocurrido hacía apenas una hora, le tranquilizó.

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