– No sé lo que me dice vuesa merced. Así que suba y búsquelo.
Y el ama, que a veces se gastaba muy malas pulgas, salió entre un revuelo estrepitoso de sayas.
Quedaron solos Antonia y el bachiller, como la muchacha y el diablo querían, ya que el diablo debió de ser quien inspiró estas palabras al mozo:
– Llévame a ese desván, Antoñita, que en esta casa tan grande acabaré perdiéndome.
Sabía perfectamente el bachiller Sansón Carrasco dónde y cómo llegar a aquel desván, porque el mismo día en que murió el caballero, buscándole él por la casa, acabó subiendo y hallando entre las armas aquella rodela en la que escribiría la misteriosa enseña que le dictó el propio don Quijote, aquel «Quien puede quiera; quien quiere pueda». Sólo que entonces no pudo verlo porque lo puso allí el ama horas después de enterrar a don Quijote, como acababa de contarles.
CAPÍTULO VIGÉSIMO SÉPTIMO
Era aquel desván el sobrado de la casa con sus diez crujías, y ocupaba toda la planta. Jácenas y vigas travesañas, tirantes y palos voladizos hacían de aquel lugar algo fantasmal, como costillar de buque. Era preciso caminar con pasos atentados y la cabeza escondida entre los hombros para no descalabrarla en alguna de aquellas poderosas, firmes y descomunales maderas que sujetaban el tejado. No había guardadas en el desván demasiadas cosas, porque la casa era más bien austera. Sólo las armas famosas del caballero, orinecidas, abolladas y sin coyuntas yacían, como informe pelele, en un rincón, y, suspendidas de una viga, para que no se las comieran los ratones, había algunas piezas de chacina, longanizas y otras salazones de carnes ya tumefactas y secos encurtidos. Y en un rincón el pan de aquel año, una buena montaña de próspero trigo, y en otro, otra aún más abultada de bálago y trigaza. En el lecho de esta paja se acunaban unas frutas serondas, manzanas, peros pintones y cidros, que lo llenaban todo de un perfume exquisito y delicado. Lo demás, en tan vasto espacio, permanecía vacío y ese vacío parecía aún más grande en el silencio que ensanchaba ilimitadamente el zureo de una docena de palomos y dos de palomas buchonas, gordas como pavos, que en uno de los lados tenían sus nidales. De un ventanuco, practicado en el muro para dar luz a aquella lonja, entraba purísimo, recién fundido, un agudo y oblicuo rayo de luz que la atravesaba de parte a parte, sin lograr apenas convertir las compactas sombras que allí reinaban en una angosta penumbra.
– Déjeme abrir el camino, que yo conozco, y déme vuesa merced la mano, no vaya a rodar por el suelo -le dijo Antonia, mientras subían por la empinada escala que conducía a aquel palomar, y bajando tanto la voz se hubiera creído que fuesen a cometer un delito o temieran despertar a alguien, tanto imponía la soledad y quietud de aquel lugar de la casa.
Y aunque ya no era preciso guiar por aquel sitio al bachiller, Antonia no le soltó la mano, antes al contrario, la apretó con tal vehemencia que transmitió al mozo un fuego que a él, por sus hábitos, le había estado vedado hasta entonces.
Se respiraba entre las recias vigas de pino un aire saturado de las especias de los adobos de la chacina y del guano palomar que allí se amontonaba desde los tiempos en que se cubrieron las aguas a la casa, hacía ya un siglo, y sobre todo uno especial, buenísimo, que procedía de aquel trigo, allí juntado, y de la paja y de las frutas que reposaban, melificándolos, todos sus azúcares.
También Sansón Carrasco se percató de que su mano llevaba más tiempo de lo razonable en la de la muchacha, y que sus pies y los de Antonia se movían con tal lentitud que parecía que no quisieran llegar nunca hasta donde Quiteria les había dicho que hallarían el libro.
Antonia hubiera podido asegurar incluso que el agitado atropello de su corazón espantaría a las palomas. Pero no. Miraban éstas las figuras de los dos intrusos con indiferencia, sin torcer siquiera la cabeza. Únicamente suspendieron durante dos o tres segundos su ahuecado, grave y mullido borboteo, para reemprenderlo en cuanto advirtieron que aquellas dos criaturas inofensivas estaban pendientes de un negocio mucho más importante.
Se quedaron mirándose uno al lado de otro. Vestía Antonia un corpiño que dibujaba con infinita suavidad dos pechos del tamaño de aquellas manzanas. Toda la gracia de sus diecinueve años se le salía por el escote como un ramo de rosas, y el fulgor de sus ojos la hacía resplandecer de tal modo que no era fácil mantenerse a su lado sin deslumbrarse.
De haber sido Sansón Carrasco tan malicioso y sagaz para las cosas de la vida como lo era para las escritas y librescas, debía barruntar que lo que allí estaba ocurriendo era una de aquellas escenas galantes que tantas veces había sorprendido al hilo de sus lecturas novelescas.
Y Quiteria, que les echó en falta a los cinco minutos, viendo que la casa se había quedado tan sosegada sin sus chácharas, imaginó al punto lo que podría estar pasando, y lejos de subir a llamarlos, puso su pensamiento en su Virgen de Hontoria, a quien rogó encarecidamente que dejara aquel negocio urdido como convenía y como ella tanto deseaba por el bien de la muchacha.
Por aquella mano que Sansón Carrasco tenía presa, se le vino al bachiller un fuego que le corrió las venas, y no supo cómo, pero mucho antes de que llegaran a donde estaban las armas, mismamente debajo de los trozos de chacina que pendían de la viga, se enternecieron tanto el uno con el otro que sin mediar palabra, sobre la paja cana, entregó Antonia al mancebo lo que hacía ya dos meses se había llevado Cebadón.
– Ay, desdichada de mí -rompió a llorar la muchacha, cuando ya los dos se habían sosegado.
– No se hable más, mi querida Antonia, prenda de mi corazón. Y si muchos hombres obtienen con promesa de matrimonio lo que acaso no se les daría de otro modo, y sólo con tal de conseguirlo, mira la rectitud de mi propósito, porque aquí, solemnemente, juro tomarte por esposa, con el fin de remediarlo que acabo de avasallar por la fuerza.
– Ah, no, Sansón, eso nunca. No te querría conmigo obligado, sino libre.
– ¡Cómo! ¿Es que te parece peor agravio la reparación que la afrenta? -preguntó asombrado Sansón.
– Ay, no me confunda, señor bachiller, y, hablando, vuesa merced me dará mil vueltas. Y nada querría más que verme convertida en vuestra esposa, porque…
Y allí, en pocas y sentidas palabras, le contó Antonia toda la verdad de su caso, o media, y cómo llevaba enamorada de él desde que tenía uso de razón, y que por amor se casaría ella, pero nunca por nada que le obligara a él.
Al bachiller le admiró mucho y le sorprendió el eterno argumento del amor y no podía dar crédito a lo que le sucedía, y recibió tanto contento de ello, que allí mismo creyó sentir que se le caían escamas de los ojos y que al fin veía lo que también en él le pareció soterrado durante muchos años.
– Albricias, Antonia, que me parece que venía sucediéndome a mí lo mismo que a ti, tú viéndolo y yo ciego. Esta mano que te ofrezco en matrimonio es amor, y nadie ni nada se nos opondrá. Juntaremos lo tuyo y lo mío, yo hablaré con mis padres y tú con nadie, porque a nadie tienes a quien debas obediencia; ellos te recibirán como hija, y tú los tendrás como padres.
Calló Antonia todas las cláusulas testamentarias, y no las recordó el bachiller, y por olvidar hasta olvidaban recoger el libro que habían subido a buscar, cuando salían.
Lo encontraron sobre el acervo informe de las armas, tal como había dicho el ama. Lo recogió el bachiller y sin desnudar su abrazo se bajaron donde esperaba Quiteria.
Le bastó a ésta una mirada para descubrir lo que allí arriba acababa de ocurrir, y subiendo los ojos al cielo, dio gracias en su corazón a la patrona de su pueblo por lo que creía había sucedido, gracias a su especial intercesión.