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Y eso se hizo, con pesar del mozo, que aun tuvo la majeza de buscar a Antonia y soltarle:

– Antes muerta que de otro. Antoñita, y no dirás que no te lo he advertido. No te vas a librar de mí así como así.

Qniteria, que lo oyó, se fue al mozo como una leona.

– Mira, Juan, Antonia se casará, pero no contigo, y como te vayas de la lengua diré que saliste de esta casa por ladrón, y no volverá nadie a quererte de criado. Así que tú verás.

– Antonia será mía o no será de nadie. Y antes la mato que dejar que se case con otro -amenazó el mozo con el más torvo de los semblantes-. Y de paso te me llevo a ti por delante, vieja alcahueta.

– Bien -acordó el ama-. Sea así. Haz lo que te parezca, pero no vuelvas a acercarte a esta casa.

– Me la llevaré por delante.

– Me parece bien -dijo Quiteria sin arredrarse-, pero si te veo aparecer por aquí, te clavaré la horca.

Se fue Cebadón, vino Matías, y por más que Quiteria repasó en su magín el nombre de todos y cada uno de los mozos, viudos, viejos solterones y demás albarranes de aquel pueblo, no encontraba ninguno que pudiera convenirle a Antonia. En unos casos porque eran menos que ella, y en otros más.

En ese punto de indeterminación estaban las cosas la mañana que Sansón Carrasco se acercó a la que había sido casa de don Quijote, a reclamar el ejemplar de su libro.

– Tengo entendido, Antonia, y así se publicó en el libro de Cervantes, que hace un año largo, antes de que tu tío y señor se desquiciara por completo, tuvo lugar en el corral de esta casa cierto auto de fe en el que se quemaron dos cerros de libros.

– Asi fue. Y lástima me dio no quemarlos todos -admitió la sobrina-, y lo habría hecho de no haberse mostrado a última hora tan misericordiosos don Pedro y maese Nicolás, pues aquellos libros fueron como quedó más que probado, los verdaderos causantes de los desvaríos del señor Quijano, que-lo sacaron a plaza para reír ajeno y descrédito propio.

– Dejemos a un lado tales consideraciones, porque el mal no estaba en los libros, sino en la cabeza de aquel hombre bonísimo que conoció la gracia de volver a su cordura. No son nocivas las cosas, sino lo que con ellas pueda hacerse, y a nadie en su sano juicio se le ocurre enterrar el fuego, porque con él pueda prenderse una ciudad como Roma, ni fundir los cuchillos porque en ellos duerme la muerte, ni en secar todo el agua del orbe, porque en ella se ahogan los náufragos. Y así los libros, siendo nocivos, serán inocuos a los ojos de quien los lea, si éste es alguien discreto y de buenas luces. Y fue lástima que yo no me encontrara entonces en el pueblo, porque habría venido corriendo y me los habría llevado todos, antes que dejarlos quemar. Entre los libros que uno encuentra deleznables, puede hallar otros tesoros escondidos, y en las bellezas que se le muestran a uno, no hallar otro más que escoria. Así, mientras computaba las bajas de aquel famoso y sanguinario escrutinio leyendo el libro, me quedé con las ganas de recoger a los penitenciados y reformarlos en mi retiro. Y no hay libro, por malo que sea, que pasados unos años no se muestre mejor de lo que era, y si se muestra peor lo hace sin su penoso rostro, como veneno que ha perdido sus poderes. Yo me habría llevado gustoso, desde luego, palmerines, don duartes, amadises y belisardos, genuinos y apócrifos, nobles y fules, y ya sabría yo separarlos a mi diestra o a mi siniestra en el juicio final. Sé por experiencia que el libro que hoy te pareció bueno, entretenido y provechoso, leído al cabo del tiempo lo encuentra uno tedioso y desustanciado, y el que, por el contrario, reputó uno como hijo de un ingenio harto fatigado, lo halla, al cabo de los años, lleno de inauditas novedades. Y muy raro es aquel alimento que aprovechándote de joven, te deleite de viejo, que a todo acaba perdiéndosele el gusto, como no sean los manjares de los dioses, el maná del cielo y la ambrosía. Y ejemplos de libros inmortales hay bien pocos, y más cuando van cumpliendo su vida por siglos. De modo que en esto de los libros vi yo que obrasteis todos con mano demasiado ligera, porque quemados ya no pueden juntarse sus cenizas sino hasta el Juicio Final de los libros, en que suenen las trompetas y se recompongan todos los libros que en el mundo se han escrito y escribirán hasta el fin de los tiempos.

Le miraban las dos mujeres como si hubiese resucitado el mismo don Quijote, el ama con alarma y la sobrina con secreta congoja e inquietud, ya que aquella afición de Sansón a los libros de caballerías le alejaba más de él y estorbaba tanto su más íntimo deseo.

Pasó luego a contarles Sansón al ama y la sobrina lo del libro que le había prestado a don Quijote y su deseo de recuperarlo, con más razón ahora, a saber, porque había sido el libro que le descubrió a don Quijote el que le hizo tomar la determinación de regresar al pueblo y el que el mismísimo don Quijote le había pedido.

– ¿Sabes de qué libro hablo?

Por supuesto que Antonia sabía de qué libro se trataba, porque el último invierno, antes de que su tío saliese en su tercera y definitiva salida, se había hablado mucho en aquella casa de él y de las cosas que en él venían. Incluso el propio don Quijote les había dicho al ama y a la sobrina: «Señoras mías, llamadme loco, pero ahí anda mi historia en letras de molde, como no anda ninguna de las vuestras, y bien me río yo de todo lo demás, que será ése el modo de no acabarme del todo».

– ¿Y para qué queréis ese libro ahora? -preguntó Antonia algo molesta de que la tuviera por una desinformada-. Después de que le quemamos los libros y le tapiamos el aposento donde los guardaba, puedo aseguraros que jamás volvió a-entrar por esa puerta libro ninguno, o si entró, debió de hacerlo con mucho más sigilo que se volaron los otros, porque jamás he vuelto a ver, por fortuna, ni un libro más en esta casa, y me muera ahora, si esto no es lo cierto.

– Calla, Antonia, que el señor bachiller lleva razón. Uno entró, y debe de ser ese que el dice -dijo el ama Quiteria, pero en este punto guardó silencio, como si pensara no declarar más.

– ¿Y ese silencio quiere decir que lo usaste para encender la lumbre?

– Ese silencio quiere decir que no sé si haría bien devolviéndooslo, porque si hubiera mostrado a su tiempo severidad con mi amo, ahora quizá lo seguiríamos teniendo entre nosotros, y nadie me quitará de la cabeza que él estropeó la suya en esos libros primero, y luego por esos caminos.

– Mira, Quiteria, los caminos están ya trazados y poco podemos tú y yo hacer para desviarlos o detenerlos. Hombre soy, tengo mi hacienda, compro mis libros y puedo leerlos. Si tú no quieres devolverme lo que tú sabes que es mío, eso te deshonra más a ti que a mí, que siempre podré comprar otro ejemplar a la primera ocasión que se me presente.

– No me llame ladrona, señor bachiller, no me ofenda, que los pobres sólo tenemos la honra, como para que venga el más menguado a faltarnos al respeto. Aguarde aquí, que yo lo buscaré donde lo puse, o mejor aún, ya que tanto interés tiene, súbase al desván, y allí junto a las que fueron armas del señor Quijano lo hallará. Allí lo puse yo el mismo día que murió. Cuando ya lo enterramos y devolvimos a su aposento el trasportín, mi mano dio con una dureza sospechosa. Pensé que sólo podía ser un tesoro, pues así lo celaba. Abrí el colchón, y allí, entre guedejas de carnero churro, hallé aquel libro. En mucho debía de estimarlo para esconderlo tanto. Y porque no sé leer pero de haber sabido cuál era, créame que lo hubiera quemado, antes que ninguno, por borrar de esta tierra la triste historia de un hombre que tuvo la desdicha de ser loco, siendo el más bueno y la más triste desdicha de tropezarse con unos historiadores más sandios que él, a quien no ha importado alcanzar renombre a costa del nombre de mi amo. Pero bastó que acabáramos de enterrar a mi amo y que él lo estimara tanto como para esconderlo en el colchón, para que yo lo indultara y me lo llevara arriba, con las otras pruebas de su locura. Súbase allí, que allí lo encontrará, pues le aseguro que esta vez no se lo han llevad.") los encantadores. -No te fíes, Quiteria -le dijo con guasa el bachiller al ama-, que los encantadores, una vez que han aprendido el

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