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Le daba vueltas la cabeza y hasta en el hecho de sentarse encima de los anteojos y romperlos vio una premonición.

Cuando acabó de rezar no lo pensó más, y subió los más de ciento cuarenta traveseros. «¡Don Quijote muerto!», se iba diciendo. Llegó arriba, se quitó la correa de la sotana, lió con ella el badajo de una de las campanas, y pudo así, a dos manos, hacer sonar, con lastimoso acento, el lloro por el caballero. Se pasó más de media hora tundiéndolas a muerto, aturdiéndose con aquel sonido y con la magnífica llanura manchega que tenía a sus pies, delante de los ojos. «¡Pobre don Quijote! ¡Muerto!» Aunque en realidad parecía que estuviese diciendo: «¡Pobre don Pedro!».

Aquella música campanil fue sin embargo el mejor acompañamiento para que el bachiller Sansón Carrasco ensayase en el estudio de su casa el epitafio que habría de acompañar el cuerpo de don Quijote en su correspondiente filacteria. No le costó traer del éter la primera estrofa:

Murióse al fin quien puso con su espada
un orden nuevo de justicia y sueño,
devolviéndole al mundo en loco empeño
su más cuerdo valor, como si nada.

Siguieron a éstas otras estrofas no menos inspiradas y cuando ultimó y pulió sus versos, quedó tan a gusto con ellos, que se levantó con el ánimo espumoso y, sin pensarlo, salió camino de la casa de don Quijote, con el propósito de enseñárselos a alguien y cosechar los primeros parabienes.

Encontró la puerta abierta y la casa, al contrario de lo que supuso, reposada, el patio despejado, la sala sin gente, y la enfermería donde había muerto, desalojada. Únicamente las moscas volaban desesperadas y aún más belicosas, sin encontrar nada donde posarse, porque habían desaparecido del mechinal el muerto, el trasportín y el colchón, y cualquier otro vestigio de lo que allí había sucedido esa mañana.

Quedó atónito con tal mudanza y buscó el cadáver de su amigo por toda la casa, sin hallarlo, ni abajo ni arriba.

Era una casa grande, de dos plantas, patio empedrado con tabas de cordero, testimonio del antiguo esplendor, corral, establo, caballeriza, bodega y sobrado o desván. Pesquisó primero los aposentos que se destinaban a los moradores, y no encontró a nadie. En el sobrado reconoció entre algunos viejos armatostes y tejas viejas puestas contra la pared, las armas del hidalgo, condenadas a aquel encierro por el juramento que don Quijote de la Mancha le hizo, cuando disfrazado como caballero de la Blanca Luna le exigió reposarlas durante un año y recogerse en su pueblo. Volvió al mechinal, no tanto para saber si habían devuelto allí el cuerpo de don Quijote en ese rato, sino para cerciorarse de que había mirado donde lo había dejado, y no en otro. El hecho le dejó confuso. No podía figurarse qué había ocurrido o qué estaba ocurriendo, y aunque no quería pensar en ello, sintió un vago desasosiego. Y por más que se decía, «ea, ánimo, Sansón, que los muertos no van a ninguna parte por su propio pie», no quería quedarse a merced de los fantasmas, si los había.

Los minutos le parecieron siglos. Oyó como murmurios en el piso superior, y el corazón se le apretó. Los oyó fuera, pero pasaron de largo. Ni la sobrina ni el ama dieron señas de vida ni ninguno de los amigos que hacía dos horas habían estado con él velando a don Quijote ni nadie que le contara lo que allí estaba sucediendo, como si a ellos también los hubieran hecho desaparecer algunos verdaderos encantadores.

CAPITULO OCTAVO

Con el cuerpo de don Quijote no hubo ningún misterio ni caterva de encantadores que lo secuestrara ni nada parecido. Se lo habían llevado en andas el barbero y el mozo Juan Cebadón, entre los dos, tan poco pesaba, sobre el mismo jergón en el que había muerto, y lo dejaron en la iglesia.

No pudo evitar la elegía el académico barbero, mientras lo llevaban, cruzando la plaza.

– Pide a Dios, Juan Cebadón, que no se levante viento, porque si soplara como suele soplar en esta calle, arrancaría el cuerpo de tu amo de estas andas y se lo llevaría dando tumbos como seroja. No pesa lo que una avecica. Hay que ver en lo que nos convertimos, y todo, como quien dice, de la noche a la mañana. Nos lo va a aventar el aire, igual que la paja de las eras.

– Lleve vuestra merced mucha cuenta, señor barbero -le advirtió el mozo-.Y mire dónde pone los pies y vaya más avisado, que a punto ha estado el cuerpo de rodar a un lado, y no se nos ha caído de milagro.

El cura, que les vio llegar desde lo alto del campanario cruzando de lado a lado la vacía plaza, dejó de tocar las campanas, y les lanzó una voz:

– Vayan entrándolo en la sacristía, que yo bajo.

La iglesia era una gran mole de piedra roja, con un atrio porticado, un portal de filigrana y una torre de desmedida altura para la irrelevancia del lugar. Lo más notorio de aquella torre, aparte de las dos campanas fundidas en Toledo y que acababa de tocar el señor cura, era su reloj de sol, labrado en piedra berroqueña. Hacía un siglo que se había caído el estilo que marcaba las horas y hacía exactamente un siglo que no pasaba un solo día sin que alguno de los vecinos del lugar no recordase que alguien tendría que subir a la torre o descolgarse del campanario y reparar aquella falta.

La decisión de trasladar a don Quijote fue acertada, pues con el calor del día ya había empezado a oler algo, y no precisamente a ámbar.

– Poco ha tardado en cebarse la muerte en este pobre cuerpo -dijo el ama, tapándose la nariz disimuladamente con el mandil-, menos que en subir su alma al cielo, donde sin duda estará ya gozando de la gloria.

En cuanto Cebadón vino de avisar a Sancho, el ama lo envió a decirle al cura si podían llevarse el cuerpo a la iglesia, más fresca y apaciguada, y don Pedro ordenó:

– Tráiganlo, que como buen cristiano no querría estarse en ningún lugar mejor ni más santo que éste.

De ese modo quiso también el cura honrar a su amigo en aquel lugar sagrado, antesala apropiada para el otro mundo.

Antes de sacarlo de su casa, le vistieron entre el ama y maese Nicolás con el hábito de los frailes menores, y lo llevaron a la iglesia. Era la sacristía una habitación amplia, de tres altas bóvedas, que olía a una mezcla rara de setas y suero, cera e incienso, y en ella se hizo el modesto mortuorio. Por allí fue pasando, desgranándose después de mediodía y de oír las campanas, todo el pueblo, para ver al insigne hidalgo. Milagrosamente en aquella fresquera no había moscas, cosa sabida en toda la región, ya que las moscas jamás habían entrado en aquel templo por una especialísima intercesión de san Cristóbal con el Altísimo, y Quiteria no tuvo que ir a buscar de nuevo el fazoleto de randas que había guardado ya como una joya.

Se le había quedado a don Quijote un ojo medio cerrado, o fue que se le medio abrió, por el traqueteo del traslado, y por más que el barbero trató de bajarle el párpado, no lo consiguió. Parecía que el hidalgo dormía con un ojo y con el otro estaba avizor, sin que nada de lo que sucedía y se decía a su lado se le escapara.

Se acordó entonces la sobrina de que no habían advertido a Sansón Carrasco de aquel traslado del difunto, y envió a su criado Cebadón a casa del bachiller con el aviso, para que no se extrañase si llegaba allí y se encontraba la casa vacía.

Cuando Cebadón llegó a casa del bachiller, le dijeron que ya había salido. Mientras, Sansón Carrasco, cansado e inquieto por la espera, se había salido de la casa de don Quijote, sin saber muy bien dónde buscar.

Era ya la hora más calurosa de un día que amenazaba serlo también de todo el año. contra la lógica de las fechas y de estar en mitad del otoño.

Los pájaros raros que aún no habían emigrado debían de haber perecido, al igual que los perros y los animales, porque no se oía nada, ni un trino, ni un gorjeo, ni un ladrido, ni un baladro. Nada. Era un silencio sobrehumano. Como si el mundo no existiera, en verdad. Las piedras de la calle quemaban como puestas al fuego y no era posible dejarla vista en las paredes enjalbegadas de las casas sin dañarla. Hasta respirar aquel aire abrasivo producía fatiga.

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