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– Ay, Antonia, me estás matando. ¿Y el ama no va a volver? ¿Tenemos la casa para nosotros solos todo el día?

Quiteria enamorada de don Quijote, ya muerto. Cebadón conquistador de Antonia, y Antonia conquistada… del bachiller Sansón Carrasco. Al modo de las de Plutarco, eran las de todos ellos vidas paralelas en formación combinada. Todos parecían haberse enamorado de quien no debían.;Y el bachiller?

Para Antonia el mejor del mundo. A su lado se empequeñecía y se sentía como la niña que acaso jamás había sido, lo cual decía mucho bien de esa muchacha. Ni Quiteria, que presumía de conocerla tanto, podía barruntar aquellos arrebatos. Sí, Antonia era desdichada, «y nadie que lo sea por cuitas de amor puede tener un fondo malo», recordó que solía decir su tío. ¿No le había dicho Quiteria en una de sus últimas disputas que ella no era buena? ¿Cómo no iba a serlo, enamorándose de Sansón Carrasco?

Pero no estaba a la sazón Sansón Carrasco para pensar en Antonia Quijano, porque le sorbían el seso otras más graves

Por ejemplo, ahorcar la sotanilla de clérigo y dejar para siempre la carrera eclesiástica, a la que su padre le había destinado. Durante un par de años había pospuesto el recibir las órdenes mayores, pero no podía dejar pasar más tiempo sin comunicar su decisión. ¿Y cómo proceder entonces? Sin duda su padre trataría de convencerle para que se hiciera cargo de tierras y ganados, pero no, Sansón Carrasco no era tampoco un hombre agropecuario. Ya había probado el veneno de los caminos, la jalea de la fantasía, el vergel inagotable de los libros como para resignarse a llevar en aquel lugarón una vida languideciente que acabaría haciendo de él un pobre orate como su recién fallecido amigo don Quijote. No, marcharía a Sevilla, a Napóles, a Genova, a cualquier lugar donde floreciese el arte. Y aunque a nadie había participado aquellos deseos, los llevaría a cabo. Era un hombre resuelto. O se iría a América. Pediría al padre la parte de su hacienda, la vendería y se proveería de lo necesario para emprender nueva vida donde decían que los árboles manaban leche y las montañas oro, si se sabía ordeñarlos. Era libre, joven y nada ni nadie le ataba a aquella tierra.

Nadie hasta que se cruzó en su vida don Quijote de la Mancha, y como consecuencia de lo uno. lo otro: Antonia Quijano.

Ésta, mientras tanto, le dio muchas vueltas para hacerle saber a su enamorado todo lo que sentía por él y cómo ponía lo suyo a sus pies, pero por mucho que lo pensó, no dio con la manera de hacerlo. Por eso tomó la decisión de hablar con Quiteria, en cuanto se presentase la ocasión. ¿A quién, si no, podría consultarle? ¿Qué familia tenía ella en el pueblo para dilucidar tan peliagudas cuestiones?

Pero no pensó Antonia que en ausencia del ama sucediesen las cosas que sucedieron y lo más grave aún, que el ama Quiteria no apareciera esa noche. Ya cuando empezó a ponerse el sol, y después de aquel día tan triste para ella, en el que sucedió lo que ella creyó que no había sucedido, salió impaciente a la puerta de casa por si la veía llegar. Le inquietaba pasar la noche a solas con Cebadón y que volviese éste a las andadas.

¿Le diría Antonia a Quiteria lo que había ocurrido, cuando era la primera en creer que no había ocurrido?

Pasaron las horas, se echó la noche encima y Quiteria no llegó. Subió Antonia a la sala a esperarla, y oyó cómo el mozo rasgaba su guitarrillo de nuevo, y encadenaba coplas y romances, a cada cual más impertinente y mortificante para ella.

Sintió Antonia que necesitaba un hombre que viniese a ocupar el lugar que don Quijote, loco y todo, tenía en aquella casa. En cierto modo todos creían algo parecido, ella, Cebadón y el señor De Mal, el escribano. Todos, menos Carrasco. ¿En qué estaría pensando el bachiller?, se preguntó la muchacha. También ella necesitaba un hombre que la defendiera de aquellos que pretendían atropellarla por el hecho de estar sola en el mundo. Pero no Cebadón. Y no el señor De Mal, de cuyos planes sinuosos ni siquiera sabía nada Antonia todavía. Y Antonia tomó la determinación de que antes de casarse con Cebadón se ataría una piedra al cuello y se arrojaría a un pozo.

Esa idea tan descabellada de tirarse a un pozo le llevó a pensar que quien acaso la hubiera llevado a efecto hubiese sido el ama, al ver que ni ese día ni al otro dio señas de sí. Antonia empezó a temer que le hubiera sucedido en verdad una desgracia. Y no supo muy bien qué hacer ni a quién acudir, por no dar publicidad a sus desavenencias y disputas con el ama, y para que no le culpasen a ella de una desgracia que cada hora que pasaba cobraba más y más visos de realidad en las procelas de sus sobresaltos y sospechas.

Al tercero que faltaba, Antonia, a quien se le hacía ya insostenible estar todo el día a solas con su gañán, le ordenó ensillar a Rocinante y llegarse a Hontoria para recabar noticias de Quiteria.

El mozo, antes de partirse, preguntó muy jacarandoso sobre su caballería:

– ¿Serás mía, Antoñita? Porque sabes que sé cosas que conviene callarse, y de esta casa se van todos. Ya lo ves. Menos yo. que espero el si delante de don Pedro.

CAPÍTULO DÉCIMO SÉPTIMO

Se hubiera dicho que Rocinante se había enterado de la muerte de su amo, porque parecían haberle caído encima todos los infortunios, y estaba más depauperado que nunca, lo que alargó lo indecible el camino y la llegada a Hontoria.

En la entrada de este pueblo unas mujeres que hacían la colada en un lavajo encaminaron a Cebaden a la casa de la madre de Quiteria, y en ella le confirmaron varias cosas, todas de interés. Que, en efecto, había llegado Quiteria a Hontoria, fuera de la costumbre, por no ser el día de Santiago, hacía tres días, y que lo había hecho a media mañana; que había pasado ésta con su madre; que había visto a sus hermanas y hermanos y demás familia, y que en cuanto hubo reposado e] almuerzo, había vuelto a subirse a la borrica, sin que hubiese declarado a qué o a qué no había ido al pueblo, y se había salido de él contando a todos que se volvía a su casa, porque en ese momento Antoñita, la sobrina del difunto don Quijote, la precisaba más que nunca. Y que todos creían que estaría ya de vuelta sirviendo en la casa donde servía. Aunque preguntando más, se supo, por el molinero de Hontoria, que Quiteria había sido vista, pero no en el camino que debería llevarla de vuelta a la casa de don Quijote, sino en el contrario, que llevaba a Quintanar, y de Quintanar a Sierra Morena, y que allí, parados en el camino, el tal molinero y Quiteria habían estado hablando un buen rato, por ser ambos del mismo tiempo y haber jugado juntos de niños. Y que al molinero le extrañó verla en aquel camino de Quintanar, y no en el suyo, pero no preguntó nada, por si era cosa que no le incumbía.

Picó Cebadón a Rocinante, y todo lo trotado que pudo, llegó con aquella extraña nueva, contento de ver que le despejaban el campo para sus propósitos.

Encontró el mozo sentados en un poyo que había en el patio de la casa, entre dos tinajas, a quienes habían sido los amigos de su amo don Quijote, el barbero, el cura, don Frutos, el escribano y el escudero, que acompañaban a Antonia. Todos menos el bachiller, que se había ausentado del pueblo por unos días, según le dijeron. Al fin se había decidido Antonia, y los había hecho llamar, para relatarles la misteriosa desaparición del ama. Esperaba de ellos consejo.

Al principio temió Cebadón que estuvieran allí por algo rcljcionudo con su desmán, y pensó si salir huyendo. Pero se sobrepuso a la primera impresión. Pronto comprendió que Antoñita nada les había contado. Esto le reafirmó en su idea, pensando para sí como si hablase con ella: «Antoñita, tarde o temprano serás mía, y más te valiera que fuese antes, no sea que el después saque a la luz tu falta».

Los presentes querían saber, todos preguntaron a un tiempo y a todos fue contestando el mozo, que no era tonto. Expuso Cebadón el resultado de su negocio y contó lo que a él le habían contado en Hontoria. Nadie adivinaba la razón de aquella fuga intempestiva, lo cual dio paso, como cabe imaginar, a las suposiciones. Hubo quien aventuró la idea de que Quiteria quizá se hubiera partido hacia La Asunción o Potosí, donde tenía un hermano, cosa que descartaron al punto, pues para ello hubieran sido necesarias ejecutorias de linaje, cartas de la Casa de Contratación y otros papeles que no hubieran podido cosecharse en secreto ni venir tan callando como para que nadie los hubiera visto o sentido, y más para quien, como el ama, no sabía leerlos.

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