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El cura fue de la opinión de que la muerte de don Quijote había trastornado a Quiteria y había encaminado sus pasos a un convento, porque conocía su condición devota, pero fue Sancho Panza quien más cerca se anduvo de la verdad, aunque a ciegas y tomándose como modelo, al decir que quizá se había marchado de aquella casa, porque ya nada le retenía en ella.

Antonia guardaba silencio y ni siquiera destapó las conversaciones que había tenido con Quiteria los últimos días, por no descubrirles a aquellos señores su aspereza para con el ama. ¿Qué habría pensado su bachiller cuando sus amigos le contaran que ella, una muchacha, lo primero que hacía apenas se veía dueña de su hacienda era despedir a quien tan bien la había cuidado durante veintisiete años?

Fue aquel sínodo de la opinión de que a Quiteria no debía de haberle sucedido nada malo, porque de lo contrario se habrían enterado, ya que las malas noticias vuelan siempre y no hay ninguna que no suela llegar a su destino, y acordó también que no podían ellos hacer otra cosa que dejarla en paz, allí donde hubiese ido a parar, porque a diferencia de don Quijote, Quiteria no estaba loca, y sabría cuidar de sí; cuando había dado aquel paso, sus razones tendría, si bien todos temieron en lo hondo de su corazón, sin.«reverle a descubrirlo, que quizá no volvieran ya nunca a ver al ama, y concretamente Antonia pensó, «yo la he matado; todo ha sido por mi culpa».

Sólo Cebadón, a quien aquella desaparición inquietó menos aún que la muerte de don Quijote, insinuó ante la insigne asamblea y por mostrar su condición inoportuna y soez, que quizá aquella fuga tuviese relación con algún tropiezo deshonesto del ama, aunque ni sus años, ni sus tocas, ni sus verrugas favoreciesen esa sospecha.

– Tal vez haya querido -concluyó el mozo, al que lo único que le importó en ese momento fue subrayar la palabra tropiezo mirando a Antonia-, tal vez, digo, lo único que quiera encubrir con esta fuga sea el fruto de sus devaneos y se nos presente dentro de nueve meses con un sobrino o el hijo de una comadre muerta de sobreparto.

Se enfureció el cura con el modo licencioso de hablar del mozo, y exclamó:

– Más tiento, majadero. ¿Qué desenvolturas son esas de levantar falsos testimonios? ¿No has visto cómo ruborizas a Antonia, que no tiene hechos los oídos a oír las inmundicias de un mozo de muías como tú? Aquí declaro la inocencia de Quiteria y su virtud. Si se ha ido, sus razones habrá tenido y las sabremos a su tiempo, pues no hay secreto que al cabo esté quieto.

Se marcharon todos al rato con las mismas dudas que los habían congregado. Desconcertada e irresoluta, pasó Antonia los días que siguieron. Ni se atrevía a despedir a Cebadón, cada vez más remontado e insolente, ni a enviarle como veredero a buscar al ama, pues precisaba de él para las sobradas tareas que había que hacer en la casa.

Ya habían traído los jornaleros la uva de las viñas al lagar, la habían pisado y se había guardado el mosto en doce grandes tinajas. Había sido buena la cosecha, y de todo se ocupó el señor De Mal como de viña propia, pagó los jornales, lo anotó todo en un libro de asientos y ordenó que se limpiara el corral del escobajo. El olor del mosto avinagraba el aire y lo saturaba de efluvios dulzones que emborrachaban hasta los perros.

Y aprovechando las horas que el mozo bregaba en el lagar, el escribano se coló en la casa, para hablar con Antonia.

La lascivia del viejo le hacía andar con requilorios melosos cada vez que hablaba con la muchacha. Ésta lo advertía y no lo advertía, se daba cuenta de ellos y no quería dársela, por no tener que tomar cartas en el asunto, y tenía bastante con disimular el asco que le producía aquel viejo de boca babeante y caspas perpetuas sobre la garnacha.

– Antonia, sabes bien el aprecio que me tuvo siempre tu tío y lo mucho que confió en mi. Yo, porque conservaras lo tuyo, haría lo indecible, pero no va a ser fácil, que los acreedores y prestamistas quieren llevarse ya sus tajadas. No te puedes figurar lo que me cuesta mantenerlos a raya. No me importaría ayudarte, pero he de velar también de lo mío. Claro que sería cosa, distinta ii lo tuyo y lo mío fuese uno, y tú y yo selláramos ese compromiso en la iglesia.

Ante tal revelación, Antonia hubo de reprimir un gesto de repulsión, y actuó como si el escribano le estuviera leyendo uno de aquellos papeles legales que siempre traía bajo el brazo.

– ¿Qué puedes perder? -continuó diciendo-. Yo soy viejo, y pronto te librarás de mí, soy rico, y te sacaré de la pobreza, que sin duda te espera. Y para que veas la rectitud de mi intención, quiero corroborarlo de este modo.

Antes de que pudiera advertirlo y evitarlo, sintió Antonia el cuerpo de aquel hombre encima, y su boca temblona y húmeda sobre la suya, y sus manos huesudas aterrándole los hombros. Lo apartó de sí como pudo.

– ¡Cómo os atrevéis, señor De Mal, con una pobre huérfana! Os agradezco la intención, pero sabed que la muerte de mi.señor río me tiene consternada, y no puedo pensar sino en él a todas horas. Os prometo que pensaré lo que acabáis de decirme, y algo os diré. Pero no volváis a hablarme de matrimonio ni mucho menos a hacer lo que acabáis de hacer.

El escribano, que debía de ser un sentimental, se dio por contento y salió de aquella casa creyendo que en pocos meses rendiría aquella fortaleza.

Antonia, sin embargo, se abatió más y más. Se preguntaba: «¿Por qué todos los hombres quieren hacerme suya, menos el que yo quiero?».

Pasaron dos, tres semanas, y Quiteria siguió sin aparecer. Nadie daba noticias de ella.

En el pueblo, propalada por el mismo Cebadón, empezó a correr la noticia de que el mozo se casaría en breve con su joven ama, y de ello se hacían lenguas en todos los hogares. Los pobres envidiaban su suerte, decían: «Nació en un chozo y será el dueño de la casa de los Quijano, de los pegujares, de los campos de labor. El escribano podrá robar a la sobrina, pero con Cebadón no se atreverá, porque es capaz de matarlo. Lo que puede una estampa como la suya. A la quijota se le ha venido a aparecer la Virgen».

No había nada más lejos de la realidad. La primera vez que Cebadón había querido volver a acercarse a Antonia con su viejo propósito, ésta le había amenazado: «Juan, ándate con ojo, si me tocas, te mato», y le mostró una lezna de la que no se separaba desde el día en que sucedió lo que aún creía Antonia que no había sucedido. El mozo, que tenia fama de bravo, se lo tomó en serio, pero no depuso su actitud retadora, y le decía en cuanto se encontraba a solas con ella, en el corral, en la cocina, en las caballerizas, en la majada, entre dientes, sin perder la sonrisa. «Antes te mato yo, si vas a ser de otro.» Quizá sospechara lo del señor De Mal. Parecía pensar: «No me canso, y la naturaleza, con un poco de suerte, obrará a mi favor».

Pero pasaron los días, hasta dos meses, y las cosas no se resolvieron. Y bien la huida de Quiteria, bien el percance con Cebadón, algo cambió de manera determinante en Antonia. Por primera vez en su vida se encontraba irremediablemente sola. Rezaba para que Quiteria apareciese. No tenia a nadie Antonia de quien fiarse. Hizo repaso en su interior una y cien veces y no halló en todo el pueblo una sola persona a la que pudiera abrirle su corazón. ¿No era bien triste? ¿Los amigos de su tío? Todos ellos eran viejos, hombres tan locos en cierto modo como el propio hidalgo. ¿No había que estar mal de la cabeza para seguirle la corriente como se la siguieron, disfrazados como cómicos de la legua? ¡El cura, de doncella, y el barbero, todo un académico, de sacasillas!

Mucho había lamentado Antonia haber sido huérfana, pero nunca tanto como entonces. Ya no pensaba que fuese su padre el que viniera a librarla de aquel terrible trago, porque las desgracias verdaderas no quieren sino un poco de realidad, y suspiraba por ver aparecer de nuevo al ama. «¿Qué voy a hacer con el hijo que espero?», se decía, sin creer que aquel día hubiera ocurrido lo que ocurrió. Comprendió cuánto necesitaba al ama en esa hora, cuánto la quería, ahora precisamente que ya era tarde.

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