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– Hijo, ¿te encuentras bien?

Era su madre la que le hablaba. Se deshicieron dentro de su cabeza todos esos pensamientos como sutiles pompas.

Respondió de una manera vaga, adujo para su ensimismamiento la disculpa del sueño y al levantarse los manteles, se retiró. Llevaba consigo el libro recién rescatado, y rogó que no le molestasen en toda la tarde.

Dormía Sansón Carrasco en el más apartado aposento del viejo caserón. Era éste una casa antigua, de piedra y mampuesto, con tejado a dos aguas. Su fachada principal, que abría cuatro balcones y otras tantas ventanas a la calle, defendidos por rejas voladas, daba a la plaza principal del pueblo. Paredaño al Palacio del Conde, y tan importante como él, hacía que muchos tomaran el palacio por la casa de los Carrascos, y la casa de los Carrascos, por la del Conde. Los días de mercado la batahola, el vocerío, los trasiegos llenaban la casa de ruido. Sansón Carrasco gustaba entonces mudarse a la sala y avistar desde el piso superior aquellos afanes, las mercadurías, los tratos, la animación de las placeras. Se sentaba en una mesita al lado de la ventana y hacía que estudiaba. Pero en realidad se le iban los ojos tras aquella abigarrada colmena.

Entraban y salían de continuo en casa tan principal, como por la piquera, hombres que venían con sus negocios, aparceros, mieleros, queseros, merchanes, bodegueros, comerciantes, buhoneros, aperadores, albéitares, alarifes, jiferos, pelaires, pelliteros, gañanes, pastores, mendigos, visitadores, cada cual con su venta o su compra, cada uno con su molienda, y cualquier excusa era suficiente para que el bachiller interrumpiera su estudio y hablara con unos y otros. Era en eso, sabiéndolo o no, muy parecido a don Quijote. Quizá por eso lo había comprendido tan bien.

Cuando no había mercado, la plaza volvía a su silencio, y parecía muerta, y al bachiller su visión le producía una enorme tristeza. El día que nadie llamaba a la casa, la casa se le venia encima.

Unos días amanecía Sansón con deseos ardientes de emprender vida de milite o partir a América a conquistar nuevos reinos. Otros, especialmente envenenados por aquella melancolía manchega, imaginaba que se recluiría de por vida e inmolaría su vida al estudio y la especulación. Tenía ya veinticuatro años y a menudo se decía: «Soy un viejo, ¿qué he hecho de mi vida? La he desperdiciado», y tomaba en su fuero interno decisiones que a la mañana siguiente se le mostraban irrealizables. Cuando leyó el libro de su paisano don Quijote, se dijo: «Estará loco, pero ha hecho lo que yo no he sido capaz de hacer; dejó el pueblo y se dio al camino. Es un hombre libre a la sombra del azar. ¿Y yo? Mi vida la rige la naturaleza, la necesidad y el destino, y soy desdichado. La suya es hoy la de un hombre infortunado pero feliz. ¿Y quién no me asegura a mí que la libertad sólo la alcanza ¡a locura?».

A dilucidar tan graves cuestiones había dedicado la mayor parte de aquel año. Para ello precisaba sosiego. Buscó de la casa el aposento más tranquilo y silencioso, subido a un torreón y alejado del trajín de las criadas y los bruscos andares de los criados, lo acondicionó y mudó allí sus libros y cartapacios. El padre, que hallaba más espaciosos y cómodos otros aposentos de aquella gran casa, lo tomó por una extravagancia de juventud.

Dominaba desde él toda la llanura de la Mancha, hasta más allá de treinta leguas. Allí habían tenido lugar las lecciones que dio a Sancho. Era amplio y cuadrado, y tenía cuatro ventanas, cada cual orientada a su punto cardinal. No llegaban hasta allí arriba ni uno solo de los ruidos de los estrepitosos afanes humanos, y sí, únicamente, el de las palomas. Aquel zureo soñoliento de las palomas le impidió esa tarde conciliar el sueño, le recordaba lo que había sucedido en el desván de Antonia Quíjano.

Si levantaba los ojos, enfrente, por la ventana, veía la casa de los Quijano: ¡Ay, la casa de los Quijano! ¡Qué diferente le parecía ahora de ayer! Veinticuatro años delante, y no le decía nada, y en una hora, todo cambiaba.

¡Qué modo tan extraño de sobrevenir las cosas!

¿Cómo era en realidad Antonia? La había visto a menudo el último año, cuando visitaba en la casa a su tío. Hubiera asegurado que no le era simpático a la muchacha, a juzgar por las caras que le ponía cada vez que le veía asomar por la puerta. «¿Otra vez viene, señor bachiller, a calentarle los cascos a mi tío? ¿No ve lo tranquilo que lleva estos meses? Déjenosle como está, no le hable de devaneos, no le galope la imaginación, que en él esas virutas le harán arder la cabeza cuando menos lo pensemos, y vamos a salir todos volando por el aire como las pavesas de sus libros».

«Antonia, Antonia, Antonia», se repetía una y otra vez Sansón, convencido de que en alguna de las veces que pronunciaba tal nombre, el nombre mismo le abriría los secretos que escondía en su seno la persona que lo llevaba. ¿Cinco años había dicho ella que llevaba enamorada de él? ¡Cinco años, toda una vida!

Estaba Sansón todavía bajo el hechizo de aquellos apasionados y arrebatados minutos. No se habían disipado aún los voluptuosos instantes vividos con ella. Antonia se dejó tomar en sus brazos. ¿Sería casquivana, sería una mujer que se daba al primero que quería tomarla? ¿Sería él e] primero que gozaba de ella? ¿No debería haber sangrado? Lamentó no haber prestado mayor atención a tan valioso detalle. «Antonia es una mujer honesta, recogida, guardada», atajó. Esta idea tranquilizó al bachiller.

Y con esta idea se durmió. El libro rescatado del altillo allí seguía. Ni siquiera lo había abierto. Mandaría decir a Sancho Panza por alguno de los criados de su padre que el libro con la historia de don Quijote ya obraba en su poder y que podía pasarse a recogerlo cuando quisiera. Se asomaría más tarde por casa de Antonia, si acaso no se quedaba dormido demasiado tiempo en la siesta.

CAPITULO VIGÉSIMO NOVENO

En el breve y confuso espacio de tiempo en que se quedó traspuesto sobre el lecho, tuvo Sansón Carrasco una parva de sueños a cada cual más confuso e inextricable que le devolvieron a este mundo con un ánimo extraño. Se despertó de la siesta con un raro sentimiento. Durante unos instantes llegó a creer que la realidad era parte de lo soñado, y sólo después de un esfuerzo sostenido, comprendió que lo ocurrido con Antonia esa mañana había sido real. Se preguntó; «¿Haremos bien casándonos? ¿Habré hecho bien dándole mi palabra de matrimonio? ¿Seré yo el primero que ha estado con ella?; Cómo, cuándo, de qué modos se lo comunicaré a mis padres? ¿Qué dirá mi padre? Me desheredará, me echará de casa, no querrá volver a verme».

Antes de mandar llamar a Sancho, tomó de la mesa el libro del Ingenioso Caballero Don Quijote.

No estaba encuadernado de una manera apropiada ni guarnecido lujosamente, como algunos de los que él tenía encuadernados con vitela. El librero había adaptado un pergamino viejo de un librote latino, y las letras del antiguo título, goticenses y almenadas, raspadas en su día como un palimpsesto, asomaban aún entre las nuevas, veladas como ánimas que no acabaran de resignarse a abandonar este mundo.

La visitación de un libro que ya hemos leído, pensó Sansón Carrasco, nos produce placeres que la primera vez se nos vedaron, como volver a una ciudad ya conocida o regresar, tras un largo viaje, a la casa nativa. La primera vez va uno atento a no perderse, y la atención, demasiado aguda, nos estorba el deleite de callejear, perderse, detenerse, entrar o salir sin ningún concierto. El regreso nos reserva, de ese modo, los mas sutiles goces. Esconde la vejez, que es vuelta, jardines que la vida ignora, y Sansón Carrasco se sintió un poco viejo con aquel libro en las manos. ¡Cuántas cosas habían cambiado! La principal de todas: don Quijote había muerto. Y alguna no menos importante: él se había comprometido a casarse con la sobrina. ¡Qué diferente todo para el mismo libro!

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