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CAPÍTULO DÉCIMO QUINTO

¿Y QUÉ estrella lo había dispuesto, dónde estaba escrito que la mañana en la que sucedió aquello entre Cebadón y su joven señora, Quiteria estuviese lejos?

Nunca se alejaba el ama ni dos pasos de sus fogones y raramente se quedaba la casa sin nadie, pero tuvo que suceder de aquella manera.

El ama Quiteria, que de tal modo persiguió, descubrió y condenó las quimeras de su amo, con el brazo secular de las llamas incluso, creyó a pie juntillas las disposiciones de las estrellas que la habían traído a servir en aquella casa hacía veintitrés años, y por nada del mundo hubiera dejado de confirmar que su llegada a casa de don Quijote no hubiera sido providencial y ordenada por la disposición de los astros.

En cambio no hubiese creído providencial el hecho de tener que abandonarla, alejándose de todo lo que le recordaba a don Quijote, sólo porque Antonia hubiese mostrado hacia ella aquel fondo de indiferencia y extrañamiento.

¿Qué le había hecho ella?

La había criado como si fuese una hija, desde mucho antes de que la niña pudiera recordar. ¡Y cómo la había querido! Se hacía a veces la ilusión de que era hija suya, fruto de su amor con don Quijote. ¿Cómo no lo habría advertido aquel hombre? ¿Por qué siempre había tenido metida la cabeza en un libro? ¿No se dio cuenta de que la vida era superior a cualquier novela?

«Ay, Antonia -iba diciéndose Quiteria, y sentía que la pena le atosigaba el alma-.¿Qué haré yo ahora? Aquí está mi vida, aquí mi casa y ya sólo puedo esperar un corto morir.»

El paso cadencioso de la borrica pareció agitarle por dentro los recuerdos, que le afloraban uno detrás de otro.

«¿Qué años tenía cuando llegué por primera vez a esta casa de los Quijano? ¿Trece, catorce? ¿Quién le dijo a mi pobre padre que aquí iba a tener yo acomodo perpetuo? ¡Y cómo me recuerdo de aquellos días, flaca como una cañaheja! Los que me veían por primera vez, me decían, "rapaza, ¿no vas a dejar de crecer?". La gente me miraba al pasar, y yo siempre con la cabeza gacha, como si hubiese sido mi culpa haberme espigado tan sin por qué. Cómo me avergonzaba ser tan alta, Altea.»

Altea era el nombre que le había dado don Quijote a aquella borrica, y llamándola Altea y yéndola a ver a la caballeriza tenía Quiteria la sensación de que lo seguía teniendo vivo, porque era además la borrica que montaba don Quijote cuando salía en primavera a un soto cercano a buscar ninfas. Y a veces le gustaba repetirlo diez veces seguidas, para embebecerse de un nombre tan sonoro, y evocar a su amo.

Metió Quiteria el talón en la panza de la borriquilla, para avivarla el paso.

No era el ama Quiteria una de esas personas que idealiza sus recuerdos con los años, por conveniencia o fantasía, sino que se atenía a la realidad, punto por punto.

En efecto, llegó donde los Quijano la primera vez cuando no había cumplido aún los catorce años. Venía descalza y llevaba en una mano el envoltorio con su ropa, todo lo que había podido sacar de su casa, todo lo que le pudieron dar sus padres para ponerla a servir, una camisa de lanilla, una saya algo más buena que nueva de color pardo, un par de alpargatas y otro de zapatos que no usaba para no gastarlos, y un peine, un trozo de espejo poco más grande que un doblón, y unas ligas, regalo especialísimo de su hermana Magdalena.

Se le fue la imaginación en ese momento a Quiteria a la liga, al peine, al espejuelo… Ésa, sí, fue toda la hacienda que trajo consigo Quiteria. Vino buscando a cierta prima de su madre que conociendo las necesidades de su parentela hontoriana. la había reclamado. Pero todo debió de ser un equívoco, porque en cuanto llegó, comprendió Quiteria que pasaban allí aún más calamidades que en Hontoria. Aguardó unos días, y cuando esperaba retornar a su pueblo, moría de un cólico una de las criadas que servían en casa de don Quijote. Entonces sí que la casa era próspera: pastor, gañanes, mayoral, podadores, cavadores, cinco criadas, hasta carpintero propio tenía la casa y aperador, que también entendía de cosas de fragua. ¿Dónde habían ido a parar tantas riquezas? Así que fue el azar lo que le llevó a llamar en aquella puerta, cuando más desesperada estaba.

Quiteria nunca había sido hermosa, ni siquiera de muchacha, y, acaso porque no lo era, Alonso Quijano, tan compasivo siempre, la admitió a su servicio. Otros, menos piadosos que expensaban viéndola: «¡Qué lástima que Quiteria sea tan fea! ¡Terminará de moza de mesón, de mano en mano!».Y la frase hizo tanta fortuna, que acabó circulando como muletilla de boca en boca, cada vez que salía su nombre. Hasta la propia Quiteria lo oyó una vez a dos mozos, inadvertidamente, mientras estaba oculta por una parva de garbanzos, y se pasó tres días seguidos llorando, sin poder quitárselo de la cabeza.

Nadie podría conjeturar lo que pensó Alonso Quijano al ver por primera vez a la muchacha, si era así o asá. Vería lo que todos, que tenía la nariz partida y grande como una berenjena, y la cara llena de manchas rojas, y el pelo fosco y sin brillo y una expresión equina y triste, y los pies anchos y las manos como los pies, descomunales, y que estaba cargada de hombros para no parecer alta como un alcacel, y que tenía unos dientes tan grandes y salientes y una boca tan pequeña y sumida que se esforzaba siempre para mantenerla cerrada, porque si no se le quedaba ligeramente abierta, y le hacía cara de inope. Pero don Quijote tuvo que verle también algo bueno, porque le causó una gran impresión; debió pensar que era una muchacha seria, despierta, trabajadora, dulce y buena.

¿Qué le decidió a emplearla? ¿La manera en que le miró, con la barbilla metida en el pecho y los ojos levantados con asombro, ante la figura de aquel joven tan pálido y melancólico, aquellos ojos tan bonitos y tristes? ¡Y cómo le impresionó a Quiteria la manera en que vestía aquel apuesto hidalgo, qué cuidado en su camisa, y cómo olía a agua de azahar, a benjuí, a violetas!

«¡Y cómo me gustaron aquellos ojos de mi joven amo, tan negros, brillantes y profundos, tan misteriosos y discretos, Altea, no lo sabes tú bien! ¡Y la elegancia y cortesanía de su porte, y el esmero y limpieza de sus vestidos, tan fuera de los tristes harapos que yo siempre había visto! ¿Cuándo empezó a descuidar la policía de su persona? No me acuerdo. Todo eso suele venir rodado. ¡Cómo me impresionó aquel caserón con aposentos tan amplios y techos tan levantados! ¡Y aquella chimenea de casa rica en la que ardían a todas horas las encinas enteras, y no las humildes lumbres de la casa mis padres donde apenas se sacrificaban dos o tres astillas del tamaño de una cuchara!»

Nunca olvidaría Quiteria las primeras palabras que don Quijote le dirigió.

– Y bien, Quiterilla. ¿Asi te llamas, no? ¿Qué sabes hacer? Te tomaré de fregona, y veremos qué sale de ello, si vales o no -y le prometió que en aquella casa si valía para algo más que para fregar los suelos, se le enseñaría a hacer labor y a coser, y se le daría de comer, de beber, cama y ropa lavada.

«Quiterilla, Quiterilla»… Llamarla con ese nombre, siendo ella tan alta, con aquellas manos, con aquellos pies. Nadie, recordó el ama, le había llamado nunca con ese nombre, ni su madre cuando le limpiaba los mocos m nadie, hasta que apareció Alonso Quijano.

«Haré lo que vuestra merced me ordene y sea de razón», recordó Quiteria que le respondió callando, y no lloró de gratitud por parecerle que acaso le molestara a su joven señor verla llorar, y pensase que era panfila y desustanciada, y dijera: devolvedla a su madre y cuando no llore, que me la traigan de nuevo.

Nunca una respuesta tan discreta se atuvo a mayor verdad. Desde ese mismo día entró al servicio de Alonso Quijano, y no dejó de hacer, y hacerlo con la mejor disposición de ánimo, todo cuando se le ordenó. El tiempo y otras muertes la colocaron al frente del gobierno de una casa que empezó, sin embargo, a desgobernarse, consecuencia sobre todo de aquella manía tan tonta que tenía su amo de leer sin ton ni son a codas horas unos libros de los que nadie podía obtener el menor provecho. No venían en ellos ni modos nuevos de roturar la tierra, ni el siempre útil de componer relojes, o enjambrar colmenas, o el bien oportuno para un hidalgo de multiplicar los lances de la caza. Eran libros extraños aquellos para Quiteria, que sin embargo no sabía leer. Y supo pronto que la hacienda se venía abajo, desmedrada, que los rebaños menguaban, que las tierras no se labraban, que las viñas no se podaban a tiempo, y que cuando se despedía o moría un criado no se traía otro que lo remplazara. De nada de eso se hablaba en los libros que él tenía. De ninguna de estas materias trataban, sino de vírgenes y doncellas que ordenaban a caballeros armadurados los más tontos propósitos, las más descabelladas empresas de ir a conquistar reinos a Trapisonda o retar al preste Juan de las Indias, los más inútiles combates con dragones y camuesos que nadie había visto nunca.

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