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Todos esos recuerdos los iba desgranando Quiteria a su borriquilla, por hacer más corto el camino. Hablaba con Altea, como si fuese persona, o un juez severo ante el que expusiera los graves sucesos de su vida.

«Has de saber, Altea -siguió contándole-, que cuando entré a su servicio, tu amo, que entonces era más joven de lo que eres tú ahora, vivía con su madre. Pobre mujer, Justa de Arce. Al padre le decían Bernardino Quijano. Acababa de morir cuando yo llegué, y todo lo que sé de él lo supe de oído, por las cosas que oí contar a unos y otros. Mi amo y tuyo fue el único varón, y bien por varón, bien por haber sido el menor, bien porque se quedara en casa cuidándola, su madre lo quiso más que a Elvira, la otra hija, la hermana de Alonso, la madre de Antonia. Eso se veía de lejos.»

Y la borriquilla sacudía la cabezota, en su cadencia, como dándole a entender que no se le iba ripio de aquella crónica. El sol ya marchaba alto, pero como había llovido tanto aquel mes, todo estaba lleno de charcos y lavajos, y el aire era gélido, y Quiteria sintió un poco de frío en la espalda. Sacó una mantellina de las alforjas y arreó con un palito la albarda, para que el asno lo oyera y alegrara sus andares.

«El secretario del conde de Montones, y no me preguntes quién era ese señor, pasó un día por el pueblo, conoció en la puerta de casa a Elvira y se prendó de ella. Tenías que haber visto a Elvira, qué hermosura, qué cabellos como el oro, qué labios hechos de coral, qué cuello de garza, qué hombros de marfil, y qué manos y qué pies tan chiquititos, y qué nariz tan graciosa, como un pellizco. La nariz de Antonia es de su madre. Antoñita es hermosa, pero si se pudiera ponerlas a las dos una aliado de la otra, los jueces iban a tenerlo difícil para saber cuál era más hermosa. El de Montones le doblaba en edad. Era un hombre temible. El suyo sí que era genio, y qué cólera a todas horas. Yo creo que el genio de Antonia no viene de su tío, como ella cree y como ella le reprochaba, sino de su padre. Estaba lleno de deudas y lo traían y llevaban por los caminos unos negocios movedizos que todo lo devoraban, pero la apariencia la tenía magnífica, como su atavío. Qué presumido, qué cadenas de oro, qué guantes siempre nuevos, qué zapatos de Cremona, qué diamantes en el cintillo del sombrero. Se quedó en el pueblo un mes, y rondándola y llenándole la cabeza de pájaros, y los brazos de manillas y ajorcas y el cuello de sartas de perlas, la rindió. Recuerdo que la señora Justa le decía a su hijo: "¿Vas a dejar que se la lleve?" "¿Y qué -le respondía su hijo- si quiere irse tras de él? Que cada cual vaya donde mejor le pruebe." ¿Si se llevaban bien los dos hermanos? Ni bien ni mal. Alonso a lo suyo, con sus libros, y Elvira con su tontera, su albayalde, su carmín y su palmito.; Quién le pone puertas al campo? Elvira sólo quería salir del pueblo. Veía también que su madre quería más a Alonso que a ella, y corrió tras su enamorado a Madrid, con la promesa de que le haría su esposa, lo que firmó en un documento donde le prometía además tres mil ducados. En Madrid desde luego se casaron, pero no parece que aparecieran nunca los tres mil ducados por ninguna parte ni supimos bien de qué vivieron los tórtolos los meses que pasaron juntos, aunque lo hicieron, según escribió ella una vez, en casa grande, con criado, coche y tres o cuatro mujeres que los asistían, y paje y un esclavo morisco. En vista de eso, la primera providencia que se tomó la muchacha fue trocar su nombre de Elvira Quijano en Doña Elvira de Arce, esposa de don Felipe Melgar»…

Al llegar a este punto, Quiteria, que iba hablando sola con la mayor naturalidad sin advertir siquiera que lo fuese haciendo, enmudeció como quien hubiera tropezado con algo. Aquel nombre, don Felipe Melgar, secretario de Montones.

¿Qué será de don Felipe?, se preguntó Quiteria. Su historia sería seguramente tanto o más apasionante y aventurera de lo que resultó la de su cuñado Alonso Quijano. si acaso se llegara a saber un día, porque el de Montones, a cuenta de seguir a Montones, que marchó a Ñapóles con embajada del Rey, desapareció para siempre. Al saberlo, su madre dijo a su hijo, por todo comentario: «El que lejos va a casar, o va engañado o va a engañar», pero le prometió que nada de aquello le diría a Elvira.

Empezaron a recibirse en el pueblo cartas de la abandonada. En una de ellas decía: «No sabiendo nadie si en Italia se lo llevó la peste [a mi marido], o si la galera en la que volvía cayó en manos del turco o si conoció a quien le convino más servir, me hallo ahora sin poder tomar partido. Se fue y no me dejó dineros más que para días, a cuenta de otros que prometió enviarme, y no llegaron y no sabemos mi hija y yo cómo vamos pudiendo vivir. Para el día en que hubiere necesidad de ello, me encomendó llamara a la puerta de un caballero muy principal de esta Corte, a quien dan el nombre de don Tomás de Izcategui. Así se hizo, pero el tal señor no quiso proveer otra cosa que no fueran consejos […]. Así que hago el caso que don Felipe tomó las del humo, aunque lo espero y rezo a la Virgen para que nos lo devuelva pronto, sano y salvo, a mí y a mi hija. Hasta una docena de cartas, con sus costas pagadas, han salido ya para Italia, y ninguna ha venido de allá. He cambiado de casa y tomado aposento en una visitación de la calle de la Trinidad. De los tres mil que prometió darme, no he visto ni un real hasta la fecha, y unas fiebres nos tienen a mí y a mi hija quebrantadas. Mi leche es mala y pago a un ama. Díganme vuesas mercedes cómo haré y dónde se me remediará. No hay una sola hora que no píense en volverme, y lamento el día que do allí me vine encañada con tanta promesa».

Suspiró Quiteria ante los tristes recuerdos. No hacía ni dos semanas que había visto la carta por última vez, cuando guardó los documentos en la bujeta de los papeles. Desde luego la hija la había leído una y mil veces. Era todo lo que conservaba de su madre. Y a pesar de saber la verdad de lo ocurrido, aún se podía oír a Antonia decir cosas como: «¡Mi madre vivía en casa palacio», o «la servían doncellas y amas y criados», o «tenía coche, y caballos, y verdugados, y saboyanas y mantos bordados, y chapines de seda». Y don Quijote y el ama, que conocían la verdad de todo, por no disgustarla asentían y no le quitaban la razón.

«Pobre Elvira, pobre Antonia -se dijo de pronto Quiteria, tomando de nuevo el curso de su coloquio con la borriquilla-. No tuvo otra que morirse de un mal ferino, Altea. Le tomó el pecho y se lo deshizo en sangre. De no haber sido así seguramente lo habría hecho de estrecheza, porque todo lo fue vendiendo, sus alhajas y sus saboyanas, los verdugados y las alfombras, las sartenes y las ollas, y quedó tan pobre como la llama de una candileja, sin más valedor que un criado viejo que la robaba. Cuando llegamos ya no le quedaba nada, más que miseria.

»A Madrid fuimos yo y mi amo, y aquí las trajimos a las dos. Tú, Altea, todavía no habías nacido. La pobre Elvira muñó en cuanto entró por la puerta, que se hubiera dicho que estaba deseando llegar a su casa para descansar, y nos quedó el consuelo de su buena muerte. Murió como un apóstol, sin decir ni mu, la pobre, como su hermano. Eso debía de ser cosa de la familia.»

Se ve que en ese recuerdo tan penoso y funéreo, se despertó uno jovial, como a veces ocurre con ese sueño que abre una puerta que lo comunica con otro sueño. Y fue que Quiteria recordó aquel viaje a Madrid.

«Tenías que haberlo visto, Altea. Fue la primera vez que salí yo a una ciudad. Y que salía él. Qué poco le gustó Madrid. A mí en cambio me gustó muchísimo. Quiso la suerte que fuésemos a dar a la calle del Lobo, frente a un burdel. «¡Cuánto alboroto», decía él: "¡Qué inmundas, angostas y pestilentes estas calles! Para calles, Quiterilla, la nuestra o la Alameda, allí entra el sol, allí corre el aire, allí se huele a tomillo y a cantueso, a aciano y a mejorana, a manzanilla y a mentas! Las casas huelen a alcamonías, a alcaravea y mejorana.;Y la confusión de la posada, y el guirigay de los criados y mandaderos, y las tercerías de las dueñas, y la tristeza de los que llevan en la Corte semanas, meses, años, buscando favorecerse sin conseguirlo, y esta desesperada alegría de los soldados sin destino y sin blanca! Quiterilla, mañana mismo nos volvemos al pueblo con Elvira y la niña". Pero a mí me gustaba ver a tanto caballero en sus caballos y tantas damas en sus coches. ¡Cómo vestían, Altea, qué talle, qué porte el suyo!».

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