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«Ay.» Volvía Quiteria a suspirar y a meter el talón en el ijar de la burra, porque Altea, para burra, ya no era joven y se iba durmiendo por el camino, hasta quedarse quieta, y había que despertarla de vez en cuando con el pie y un golpe de la vara en la albarda para que siguiera, y esos meneos bastaban para que entendiera.

Siguió un rato Quiteria sin decir nada, regustándose en el recuerdo. Le había hecho sonreír lo poco que le había gustado Madrid a su señor Quijano, con lo que iba a gustarle Barcelona, y lo mucho que le había gustado a ella. «¡Lo que no hubiese dado él por viajar de muchacho, cuando quiso marchar a Alcalá a estudiar, y va a Madrid, y no le gusta!», y recordó Quiteria cómo su madre, que no se podía separar de él, le ordenó que no se fuese a estudiar, como quería, y él, que era un buen hijo, allí se quedó a no hacer nada.

Mucho había oído hablar el ama de todas aquellas cosas que habían sucedido antes de que ella entrase en la casa. No había sido Alonso Quijano nunca un hombre rencoroso; quedarse ni le amargó ni cobró por ello inquina a su madre. Fue poniéndole, eso sí, poco a poco, triste, como rodado.

Recordó también Quiteria que cuando entró a trabajar con los Quijano, y más después de que murió Elvira, Alonso no hacía otra cosa que leer, cazar y soñar con poder salir algún día de aquel oscuro rincón, y conocer los confines del mundo como su compañero de juegos Bartolomé Castro había hecho. Pero no se fue, y su tristeza fue rodando, y al rodar, creciendo. Decía: «Antes por mi madre, y ahora por mi sobrina, ¿adonde me voy a partir? Voy a ser un triste rodado».

Pero la madre de Alonso Quijano vivió muchos y buenos años junto a su hijo, y al morir, éste era otro ya muy diferente de aquel joven que tanto había soñado, y no salió ya del pueblo.

Cuando murió la madre, Quiteria le dijo:

– Ahora vuesa merced vayase a Alcalá, o donde quiera, qu e yo me ocuparé de la hacienda, y criaré a Antonia.

Pero don Quijote le dijo:

– Quiterilla, ya soy talludo para ponerme la beca y echarme encima el vademécum. Aunque me gustaría volver alguna vez a Madrid, porque no puede ser que no me gustara. Madrid es Madrid, y algo tiene el agua cuando la bendicen. Debió ser que como llegamos con aquel negocio y nos metimos en la calle del Lobo, todo se torció. Pero no puede ser Madrid como la vimos nosotros. Madrid, Quiterilla, tiene que tener algo.

Y sí, ¡lo que no hubiese dado por pisar los famosos corrales de comedias de Madrid, donde representaban a su entender idos mejores autores del mundo»! Pero no, no volvió a dejar el pueblo, hasta que ya se volvió loco del todo. ¿Por qué no salió a ver mundo, cuando aún estaba sano él y la hacienda junta, y a correr los orbes? «Altea, tengo para mi que si mi amo la hubiese corrido entonces, nos habría ahorrado su desquicie», se dijo el ama tratando de buscar una explicación y remedio a lo que ya no lo precisaba.

Todos estos pensamientos se desvanecieron súbitamente como por ensalmo, porque chilló un cuervo cerca, y siguió Quiteria un buen trecho del camino con la mente en blanco, moliéndose en su corazón tanta tristeza. Al cabo de una hora, se preguntó de nuevo: «¿Y cómo será que Antonia no me quiere?». Empezó a llorar, pero como pensar en Antonia le hacía daño, viró su pensamiento hacia el difunto don Quijote, que le hacía bien.

«Nunca se arrepintió de haberme tomado a su servicio, ya lo creo», dijo en voz alta otra vez, sorbiéndose la pinganilla en la nariz con un brusco movimiento, muy orgullosa.

Y desde luego que no se arrepintió. Aprendió tanto y en tan poco tiempo, que llevó la casa ella sola, asistió la larga enfermedad de la madre de don Quijote y acabó también ocupándose de la gañanía, porque ya entonces empezaban las cosas a marchar mal, y no corría en la casa el oro de los buenos años y no se metían más criados.

¿Y las veces que a ella, cuando ya la conocían en el pueblo, lavando en el río, comprando, trabajando, le dijeron, «Quiteria, deja esa casa y vente a ésta mejor acomodada»? Pero siempre dijo no y no y no. ¿Cómo hubiera podido separarse de Alonso Quijano? Le tentaban: «Ganarás más». Y ella respondía, «seguro». O: «En la casa de los Quijanos haces el trabajo de cuatro, aquí estarás más regalada».Y ella repetía, «seguro, y lo agradezco, pero yo estoy bien». Y cuando a don Quijote empezó a conocérsele la manía, y decían «déjalo, está loco», ella, furiosa, se encaraba con todos: «Mi amo no está loco, sólo es tristeza v una pena muy honda que tiene por no haber podido salir por ahí a correr el mundo».Y si le preguntaban, «¿y de qué está triste, si no hace nada?», ella respondía, «de eso precisamente, de no hacer nada".

Veintisiete años sin dejarlo ni a sol ni a sombra. Sólo una vez dudó, al principio. Fue en el viaje a Madrid. El dueño de una venta habló con Alonso Quijano y viendo la condición de Quiteria, le dijo, déjemela vuesa merced sirviendo aquí, le daré cien reales por ello. Alonso miró a Quiteria y le respondió después de meditarlo, «pregúntele a ella». Recordó Quiteria que miró a su amo y pensó con angustia, ¿será capaz de dejarme aquí? Pero a su señor Quijano le hablaron los ojos, y ella leyó en ellos, y recibió una de las alegrías más señaladas de su vida. También influyó en aquella ocasión en que oyó a los mozos decir detrás de la parva que acabaría en un mesón de mano en mano, y dijo al ventero, «no».

A partir de entonces los días que se levantaba ella mal o se le torcían las cosas, amenazaba a don Quijote, a la sobrina, o al lucero que se le cruzase delante: «Cualquier día me voy; no me faltarán casas donde me llamen», pero don Quijote y la sobrina sabían que eso no sucedería nunca.

Esos recuerdos la pusieron triste y le alegraron el viaje hasta Hontoria. Por momentos le gustaba empezar a recordarlos y al momento le amargaban la boca, cuando ya era tarde y tenía que acabar de recordarlos todos, y pasarlos como una cucharada de un jarabe amargo.

«Tantos años en esa casa, y se ve una en el camino sin más bienes que el pan comido, menos dientes y ¡os huesos más viejos. Mientras vivió mi bien, mi protector, mi dueño, mi amo. mi cuidado, mí desvelo, mi reposo, mi afán de cada día, mi confín, mi Alonso Quijano. viví feliz. Siempre me tuvo en la mayor consideración, y me habría tirado yo de lo alto del campanario, si me lo hubiese rogado él. No era necesario ni siquiera que nos hablásemos, m que él me ordenase nada ni que yo preguntara, porque nos adivinábamos el pensamiento. Falto él, ¿a quién voy a deberle yo respeto? ¿De qué iré colmada, muerto él, si no es de pesares? ¿Cómo me reposaré, si ya no puedo más que vivir en un puro desvelo? El día para mí se ha nublado, vivo en una aniebla sin resquicio, no pasan las horas sin quitarme cada una la vida, los días se vuelven noches y las noches no acaban, y cada día que pasa parece una sepultura que se me abriera a los pies, y ya ni el pan me sabe ni el agua me quita la sed, y hasta que no nos resuciten a los dos, no podré decirle a la cara todo lo que no pude o supe o quise decirle, que de haberme dado el cielo la mitad del donaire que él ponía en explicarlo todo, habría entendido que no iba a encontrar entre todas las mujeres ninguna que le quisiera como yo lo quise, ni ninguna que lo atendiera y cuidara como yo lo cuidaba y asistí, y quitándole de correr para contentar con hechos y gestas a una Dulcinea improbable, le habría apartado para siempre de la locura. Así que en parte yo he sido la culpable de que su buen juicio se echara a perder. ¡Cómo habría entendido él que debía quedarse conmigo, y aunque el cielo no me hizo hermosa ni blanca de cara, pocas me ganarán a honesta, limpia y leal! No, y mil veces no, yo no soy moza de mesón, no soy moza de venta. ¡Ay, y cómo ese día tenía que haberle dicho esto y más!»

Si Altea hubiese sido persona, tampoco se hubiera enterado de qué hablaba Quiteria en esta última confidencia, porque se refería a cierto día, de hacía dos años, en que venciendo su recato y la grandísima timidez que la atenazaba, le declaró su amor, para sorpresa de don Quijote.

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