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Tenía la cara desencajada y los ojos enrojecidos de haber llorado, los labios blancos y la garganta seca.

Esa noche Sancho Panza pensó en lo extraño que resultaba todo en esta vida, porque de las noches transcurridas con don Quijote, en venta, en castillo o al raso, aquella había sido la única en la que él, a quien tan bien le cogía el sueño, se la había pasado en blanco, en tanto que su señor, que las había gastado todas, o la mayor parte de ellas, desvelado y mecido por las memorias de su amada Dulcinea, dormía como un bendito para no volver a despertarse.

Después de consolar a la sobrina, el cura, el barbero, el escribano y el bachiller rodearon a Sancho Panza, por entender que era el más afectado de todos, y quien más se resentía de aquella pérdida.

Se había arrinconado, volvía a llorar de una manera desconsolada y se limpiaba los mocos con la manga del sayo, al tiempo que meneaba la cabeza, diciendo: «No somos nada, no somos nada». Y le pareció que la muerte de su antiguo amo obligaba a quitarse la caperuza. Descubrió entonces una medio calva blanca como la leche, que contrastaba con lo atezado del rostro. Sin su capuz, Sancho parecía incluso otra persona, y costaba reconocerle.

Tras aquellos ceremoniosos y dolidos abrazos, pasaron todos al aposento donde reposaba muerto don Quijote.

CAPITULO SEGUNDO

Habían estado velando al enfermo esa noche estos amigos íntimos, el ama y la sobrina. La sobrina era la única familia que tenía don Quijote. Ni primos, ni tíos, ni hermanos. Si la sobrina no tenía descendencia, ahí se acabaría el linaje de los Quijano.

Se había temido que don Quijote pudiera morirse en cualquier momento. Lo había pronosticado el médico, aunque de manera difusa. Había dicho: «Este señor padece desabrimientos, penas y disgustos, pero sobre todo melancolía y creo -añadió- que sé la causa: se ha pasado estos tres meses comiendo lechugas y ensaladas de los campos, que según Dioscórides y el doctor Laguna son buenas para mitigar el apetito venéreo, pero muy malas para el ánimo, que lo consumen y apocan». Y recetó unos defensivos y cáusticos, pero no surtieron efecto.

Habían pasado la noche los veladores hablando de esto y de lo otro, y aunque les causaba mucha tristeza su muerte, se habían hecho ya a la idea y algunos incluso, pese a no atreverse a declararlo en voz alta, pensaban que era mejor que se muriese cuanto antes, si había de morirse.

Ya hacía un.rato que había salido el sol.

– Vete a ver a tu tío, cómo sigue -le pidió el ama Quite-ría a Antonia Quijano, la sobrina de don Quijote, al tiempo que empezaba a preparar los gazpachos-. Si duerme, déjale dormir; y si se ha despertado, pregúntale qué ha menester.

A Antonia Quijano, la sobrina, no le gustaba que el ama Quiteria le diese órdenes, pero le debía obediencia. El ama la había criado como una madre, y como a madre le había ordenado siempre su tío don Quijote que la quisiera, pero nadie manda en los afectos, y Antonia no conseguía querer del todo a Quiteria. La respetaba, la obedecía, la escuchaba, pero no la quería. Se preguntaba, «¿y por qué he tenido que tener esta madre y no la mía?»;Y sabía que si perseguía hacer sufrir al ama, bastaba con decirle: «Tú no eres mi madre, tú en mí no ordenas, tú no eres nada mío, tú en esta casa no mandas».

En esos días que don Quijote andaba un si es no es que se moría, Antonia Quijano pensó que de morirse su tío, cambiarían algunas cosas en aquella casa. Ella era la sobrina, ella era la dueña, ella iba a ser la señora, ella daría las órdenes, y en su corazón se esponjó ese sueño secreto.

Pero la sobrina sabia que mientras don Quijote siguiera vivo, él era el dueño de todo aquello, y seguirían haciéndose las cosas tal y como él había dispuesto siempre que se hicieran.

Así pues cuando Quiteria le pidió que se acercara al aposento de don Quijote, Antonia obedeció.

Llevaba enfermo don Quijote nueve días y nadie sabía de qué. «Desabrimientos, penas, disgustos… ¿quién no los tiene? Tonterías», había contraatacado Quiteria, y trató de restablecer la salud de su amo con las yemas de una docena de huevos cada mañana. Pero tales cuidados se mostraron ociosos, porque se moría sin querer probarlas. Sólo pasaba caldos o una o dos cucharaditas de granzas calientes. Y cosa extraña, sin haberse quejado de nada en ningún momento. Ni entonces, que estaba postrado en el lecho, ni en todos los años de su vida. Ni un resfriado, ni un dolor de cabeza, ni desarreglos en la orina, ni el estómago delicado, ni el hígado colérico como cabría suponer en una constitución biliosa como la suya. El mucho ejercicio, en inacabables jornadas de caza y la moderación rigurosa en el comer y en k bebida (y nunca vino, sino aguapié, y muy rebajado), lo había hecho invulnerable a los achaques, como uno de esos cristos de palo de los altares en los que no puede meterse la carcoma.

Los últimos tres meses había llevado la durísima vida de los caballeros andantes, había dormido a la intemperie, le habían molido los huesos o se los habían sacado de su coyuntura, había comido pésimamente o no comido o a deshora, se había pasado las noches en vela, había perdido más de la mitad de los dientes y muelas, arrancados de cuajo en las refriegas y lances propios de su orden, había adelgazado una arroba más, lo cual casi era milagro porque no se hubiera podido adivinar de dónde se había quitado aquellas libras de carne, y nunca se había sentido más joven ni más entero, para sus cincuenta años. No, jamás se quejó de ninguna dolencia física don Quijote, y ni aun de las otras, porque sabía que la queja trae descrédito siempre para el quejoso. Se dolía, eso sí, de amores. Pero la queja de amores la encontraba él muy poética y decorativa, y sabía que en ella el exceso redunda siempre en pro del que se queja. Podría haber dicho lo que aquel alférez: «Yo no me quejo, sino que me lastimo». El caso es que se estaba muriendo, sin pronunciar un ay, y eso es lo que tenía engañados a casi todos, que confiaban en que saliera adelante.

De aquellos nueve, días los seis primeros había sufrido el enfermo de calenturas, y los otros tres había estado destilándosele la salud en desmayos y sobresaltos que lo mismo lo sacaban de esta vida que lo volvían a traer a ella por horas. En uno de esos raros momentos de consciencia aprovechó para hacer testamento y confesarse, como se ha dicho, después de dar gracias al cielo una y mil veces de haberle devuelto el juicio y de poder morir cuerdo como Alonso Quijano el Bueno, cuando habría podido desdicharse Dios sabe por qué andurriales como don Quijote de la Mancha, el Loco.

Esa fue la gran novedad, ésa fue una felicísima noticia, desde luego, que a todos sus amigos y a la sobrina y al ama contentó lo indecible: don Quijote había recobrado el juicio. Al mismo tiempo a algunos, como a Sancho o al bachiller Carrasco, esa mejoría, en cambio, les pareció sospechosa y les llenó de tenebrosos presentimientos, porque empezaron a ver que su amo y amigo, como también iba confirmando el médico, se moría sin remedio, y dieron en pensar que acaso se moría por cuerdo, cuando de loco había sobrevivido a tantos asaltos inesperados y desiguales.

Conviene decir también que cuando don Quijote dijo, «ya no estoy loco», casi todos pensaron, al menos al principio: ahora es cuando más loco está, porque ésa es una manía que les entra a los locos, la de decirle a todo el mundo que ya han cobrado el juicio. Pero no, todo lo que habló a continuación y en los raros momentos que le dejaban los desmayos era de una admirable sensatez.

Entró, pues, la sobrina, como le había ordenado Quiteria, en el aposento donde dormía su tío, pensando, por supuesto, que sólo estaba dormido.

; Y cómo supo que don Quijote había finado?

Era una muchacha, pero eso no obstaba para que hubiese visto ya morir a mucha gente, de la noche a la mañana, por un cólico, por un aire traidor, por unas bascas negras, por unas súbitas calenturas, por un ahogo, por un sarpullido, niños. hombres, mujeres, viejos. Cuando menos se pensaba, caían enfermos y a los dos días los llevaban al cementerio. Todo el mundo se había acostumbrado a la muerte, pero a Antonia le angustiaba ver a su tío enfermo. El olor de la muerte le asustaba. La muerte olía de una manera acre, a vejez, a orines retestinados, a leche cortada, a almidón, a almendras amargas, a vinagrillo, a pozo alunado, a lobo muerto, a milanera, a sangre seca, a cenizos. No le gustaba entrar en el aposento del agonizante. Deseaba quedarse en la cocina, prefería que fuese el ama quien se ocupara del aseo y las comidas de su río. Y de hecho era el ama quien corría con tales trabajos, pero le había enviado a ver si dormía, y ella obedeció.

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