CAPÍTULO TRIGÉSIMO SÉPTIMO
Se volvieron a su posada, dejaron allí los obsequios del librero Cuesta y después de comer en un figón cercano, pasearon la Corte aquella tarde y el célebre Mentidero, admiraron sus edificios, palacios e iglesias, se asombraron de ver a tantos hombres importantes en sus coches y a tantas mujeres embozadas en su belleza, hallaron incontables el número de los pajes y criados y el de las mujeres públicas, mesones y casas de juego solapadas, y hasta vieron en su jaula, en el Retiro, los dos leones que el gobernador de Oran mandó al Rey, y a los que don Quijote retó a combate desigual, venciéndolos por hastío del contrincante.
– Vámonos pronto a nuestro pueblo, señor bachiller, que no está hecha para mí la ciudad ni este andar de un lado para otro sin saber por dónde. La visita esta mañana a las Cervantas me ha entristecido lo indecible y el saber que hay por ahí corriendo un fin de Sancho Panza me tiene el ánimo encogido, y ya empiezo a sentirme mal por todo el cuerpo, que me duele aquí, y aquí y aquí…
Y se iba señalando Sancho todos aquellos puntos en los que le punzaban sus males imaginarios y por donde barruntaba se le iba a meter la muerte con su aguda segur.
– ¿Y advertiste, Sancho, la tristeza de aquellas tres mujeres? Hubiera asegurado que se necesitan tanto como se detestan, y que se quieren tanto como se aborrecen. ¡Y aquellos aposentos, sin una alcatifa, sin un repostero, sin otro adorno que las estridencias de la calle y aquel olor hediondo del guisote!
La pesadumbre de no haber hallado con vida a Cervantes se quitó con la alegría de dejar atrás Madrid, y las apreturas y estrechos callejones de la ciudad hicieron mucho más limpios y manifiestos los estrechísimos caminos de su regreso, porque ninguno de los dos sabía qué les esperaba.
– Mira, Sancho, que no sé qué pasará a mi vuelta. Casado estoy con Antonia, pero mi padre no lo sabe, y temo que cuando lo sepa, cometerá cualquier desaguisado. Ni toleró a don Quijote ni mira con buenos ojos a la sobrina ni va a aceptar que yo me haya casado con tal prisa.
Llegaron al pueblo por la mañana y allí se despidieron, con promesa de juntarse aquella tarde y de que contara Sansón a Sancho en qué había parado el negocio con su padre, y Sancho a Sansón lo de su tesoro.
Y si lo del tesoro de Sancho lo llevó en secreto, lo mismo que su hallazgo, para alborozo propio y de Teresa, lo de Sansón y Antonia fue tan público y notorio que en apenas dos horas había hecho ya el recorrido por todo el pueblo de casa en casa, con las palabras terribles del señor Tomé Carrasco, quien colérico echaba a su hijo de la casa, lo desheredaba y se comprometía personalmente para escribirle al conde, con el fin de que éste expulsara de su servicio a quien no sabiendo guardar la honra de su padre raramente podría guardar la del conde.
Volvió Sansón a casa de Antonia, dispuesto a contarle lo ocurrido con su padre, y lo que encontró fue cosa bien diferente.
Gritaba como un desaforado el señor De Mal.
– Ay, ramerísima, ¡cómo me has tenido engañado estos meses! ¡Y yo, cómo me creí todas tus vagas promesas! Ahora lo veo bien claro, no querías sino jugar con este viejo. Pero te lo advertí; de no ser mi esposa, lo perderás todo, no te dejaré ni una miserable vedija en el colchón. Vete, júntate con ese mozo del bachiller Churrasco, mira a ver de dónde va a sacar él los torreznos con que regalarte, y luego ven a contármelo.
El bachiller, que se oyó nombrar de tal modo por el escribano, quien no se había percatado de su entrada, dijo:
– Señor escribano, vaya con pie más atentado en eso de motejar ala gente, y sálgase de esta casa, y pleitee cuanto quiera, que acaso le suceda como al viejo del cuento, a quien su mucha lascivia tanto como su poco juicio llevaron en volandas a la sepultura, y si pensasteis que una doncella como Antonia, lozana como una rosa, iba a acabar en los brazos de un viejo desdentado y pestífero como vos, es que conocéis poco del mundo.
Y como «a sal de mi casa y qué queréis de mi mujer, no hay que responder», el escribano bufó como un gato tiñoso, y dejó aquel aposento con el puño levantado y poniendo al cielo por testigo de toda la cólera con que pensaba azufrar a la estirpe de los Quijano.
Ya solos, y apaciguada la casa, el bachiller dijo a Antonia:
– Nada tengo que hacer en este pueblo. Marchémonos de aquí y busquemos fortuna en otra parte.
– Hablemos con don Pedro -le dijo la muchacha-. El comprenderá, y aunque el testamento de mi tío fue muy claro, sabrá como hombre justo dejarnos ¡o poco que nos queda, y defender la hacienda del señor De Mal y todos los otros buitres. De aquí somos y aquí nos quedaremos.
– Eso no va a poder ser, aunque don Pedro quisiera. El testamento de tu tío era bien claro, y si don Pedro como albacea estuviera dispuesto a pasar por alto aquella manda, yo, que también soy albacea del mismo testamento, no lo consentiría. Pero si has de quedarte más tranquila, manda a llamar a nuestro amigo el cura.
No fue necesario ir a buscar a don Pedro, porque hasta don Pedro llegaron aquellas alarmantes noticias de lo que había sucedido en casa de los Carrascos.
Encontró a los jóvenes apesarados e indecisos.
– Antonia, al casarte con Sansón, lo has perdido todo. Así lo dejó advertido tu tío. Ni siquiera es necesario hacer averiguación si tu marido entiende o no de novelerías, porque es bien notorio que no sólo sabe lo que sean esas novelerías, sino que las protagoniza. Las últimas voluntades de don Quijote son sagradas, y al casarte con Sansón te has visto honrada, pero pobre; y si no lo hubieras hecho, acaso conservaras tu hacienda, pero habrías perdido la honra. En el primer caso es posible que la pobreza te hubiera encaminado ala deshonra, y en el segundo no es difícil, tal y como están las cosas, que hubieras acabado perdiendo la hacienda después de haber perdido la honra. Yo, como amigo de tu tío, ya no sé qué aconsejarte. Por mí, mientras puedas, quédate en esta casa, que algo se nos ocurrirá, pero quiero que sepas que el señor De Mal dice tener los escritos que le harán entrar en posesión de las que considera ya propiedades suyas. Piensa incluso, después de haber oído el otro día a ese Ginés de Pasamonte, según ha dicho, abrir en la casa una posada, a la que llamará de Don Quijote, y prosperar a costa del nombre de quien fue su amigo, traicionando el acuerdo según el cual ninguno de nosotros revelaría jamás a extraños el nombre del pueblo que fue cuna de aquel hombre ilustre.
– De menos nos hizo Dios, don Pedro -dijo Sansón-, La hacienda de Antonia se ha quedado entre los dedos de los abogados y del escribano. Que les aproveche. Somos jóvenes aún y por delante se alarga siempre un camino que no alcanzan a acabar los ojos. Mi padre me ha negado mi hacienda, pero mi madre me ha dado sus joyas, en las que mi padre no tiene jurisdicción, y al otro lado del Océano hay un mundo que nos espera. Aquí ya se ha visto hasta dónde podíamos llegar, que esta república española o vuelve locos a sus mejores hombres o les hace pobres, y siendo pobres, acaban enloqueciendo, porque todos los avasallan y no hallan mas valedores que entre los locos. No tenga cuidado, y dénos sus bendiciones. Espero un hijo y él va a darnos las fuerzas que nos faltan. Es demasiado viejo este mundo para remediarlo. Allá nos aguarda uno bien nuevo donde acaso, como quería nuestro amigo, no exista ni tuyo ni mío.
Llegó en ese momento, enterado, Sancho, y el señor barbero, a quienes en pocas palabras se puso al corriente de la decisión tomada.
– No entiendo nada de lo que está sucediendo en este pueblo, que se diría que lo han tomado al asalto todos los demonios y lo están sacudiendo como un olivo. ¿Y no diréis que al venir me he encontrado a Cebadón borracho que me ha asaltado diciendo que se iba a llevar por delante a todos los de esta casa, incluido vos, señor bachiller, y que no cejará hasta levantar de esta casa lo que es suyo? No ha olvidado todavía que lo echasteis por holgazán y chicharrero, todo el día cantando; ni siquiera dejó de cantar el mismo día que murió don Quijote.