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CAPÍTULO VIGÉSIMO SEXTO

Se fue Sancho a su casa y prometió Sansón Carrasco llevarle el ejemplar del Ingenioso don Quijote de la Mancha en cuanto lo rescatara de la casa del hidalgo.

Y a casa del hidalgo marchó el bachiller Sansón Carrasco. Tres meses hacía, día más día menos, que don Quijote había muerto y dos semanas fue el tiempo que duraron las lecciones de Sancho y que Antonia Quijano llevaba sin ver a Sansón Carrasco.

Se cruzó Sansón Carrasco en el zaguán con el escribano señor De Mal, que salía de la casa con tan pésimo humor que ni siquiera se entretuvo en saludarlo con algo más que un buenos días y un adiós.

Imaginó Sansón que el señor escribano habría estado tratando de la hacienda y de las deudas que la tenían en sitio.

Sintió Antonia la voz de su bachiller preguntando a Matías Bamentos, el nuevo gañán, quién era él y dónde estaba ella y el ama Quiteria. Le explicó el muchacho, de unos doce años, canijo y algo tartamudo, con la cabeza pelona y la rara costumbre de querer taparse las narices con los morros al ponerse a hablar, que él era el nuevo criado de casa, y que el ama vareaba un colchón en el patio y que Antonia suponía que se encontraba en la casa, porque no la había visto salir, pero que no sabía a ciencia cierta dónde se encontraría, cuando vio el bachiller que bajaba a la carrera la muchacha colocándose las tocas y sofocando el incendio que se le había prendido en las mejillas.

– Ay, señor bachiller, y qué caro se vende vuesa merced en esta casa. Y tú -ordenó al nuevo gañán- no te me quedes ahí parado como un pasmarote, y vete a hacer lo que tengas que hacer. ¿Y a qué se debe esta visita y a esta hora?

– i Y Cebadón?

– No convenía, y se le ha dado licencia.

– No me apena, que cada día que pasaba, parecía que se insolentaba más y más. Y el señor De Mal, ¿mirando por vuestra hacienda?

La venida del mozo había puesto de tan excelente humor a la sobrina, que en apenas segundos había ya olvidado ésta los propósitos que habían traído al escribano esa mañana, como otras, a casa de don Quijote. Le había dicho: «Mira, Antoñita, que no soy uno de esos viejos a los que las promesas de una doncella avisada como tú pueden traer eternamente de la Ceca a la Meca. Si antes de un mes no me das una respuesta terminante y ésta es la que yo deseo, que es hacerte mi esposa, procederé con los alguaciles, vendré, ocuparé la casa y os dejaré en la calle a ti y al ama. Así que nada de tretas; que todos conocemos las argucias de Penélope».

Apesarada con aquellas advertencias, oyó al bachiller hablar con el nuevo gañán, y todos sus pesares se desvanecieron, hasta el punto de ironizar sobre el asunto.

– ¿Que si el señor De Mal mira por mí hacienda? ¡Si yo le contara! Pero dejemos de hablar de ese pájaro de mal agüero, y dígame qué de bueno trae vuesa merced a casa, y a esta hora.

– ¿Lo dices, Antoñita, porque vais a comer?

– No, por tanto. Y ordenaré a Quiteria que ponga un plato más en la mesa y que os fría unos huevos recién puestos esta mañana por mis gallinas, antes de que se las lleven los usureros, leguleyos y rábulas y aún, si me decís que sí, corro a decirle a Matías que mate dos buenos conejos y hasta el buey, para corresponder a tan gran honor.

– Para estar perdiéndolo todo te veo de muy buen humor.

– ¿Querría que llorara? Llévese esta hacienda el demonio, que de menos nos hizo Dios a todos.

No se le pasó por alto a Sansón Carrasco la excitación y contento que llevaban a Antonia de un lado para otro de la cocina, ni la locuacidad que su presencia le había arrancado.

– No hay para tanto, y te prometo -le dijo el bachiller- que sabremos entre todos sacarles los picos de la tajada a todos esos buitres, y yo vendré a comer con vosotras cuando me digáis, que veo que aquí empieza a usarse el modo palaciego, y no sólo despedís al criado, sino que lo cambiáis por otro mejor.

Entró Quiteria a saludar al bachiller, y vio Sansón que todo lo secas y abruptas que habían sido las relaciones de las dos mujeres hasta entonces, se habían vuelto suaves y tiernas, como si al fin aquellos dos seres desvalidos hubiesen comprendido que no tenían en esta vida otra familia que la que ellas dos pudieran darse, de modo que cada una vivía en un desvelo perpetuo por la otra, y todo eran regalos, melindres y confites Y si este hecho de la intimidad de la sobrina y el ama hubiese sido del conocimiento de quienes andando el tiempo quisieron llevar a los altares a don Quijote, lo habrían considerado el segundo milagro del hidalgo, y ni el propio Sansón Carrasco pudo creerlo, ni ninguno de los que conocían al ama y a la sobrina, cansados de verlas en k perpetua discordia. Aunque aquel tan extraño avenimiento tenía su explicación.

Pero ¿cómo podría contarle precisamente ella a Sansón Carrasco lo que pasó aquel día, el siguiente de que llegara Quiteria de vuelta de su fuga, que la oyó ésta sollozando tras la puerta, y entrando, la halló desnuda, subida a un altísimo trono, fabricado con dos sillones, desde donde iba a lanzarse sobre un haz de ortigas que había esparcido al pie? Bastó ver lo aparatoso de aquella fábrica, para que Quiteria comprendiera al punto lo que estaba sucediendo, y que no era otra cosa que la de desprenderse del vientre aquella semilla que ya había arraigado en él. Se arrojó la niña a los brazos del ama y le contó todo lo que había sucedido con Cebadón el día en que ella se había partido para Quintanar.

Consoló como pudo Quiteria a una desconsolada Antonia, culpándose el ama por haber dejado a aquella cordera sola con el lobo metido en la majada. Le decía a Antonia, «ya había notado algo que no me gustaba en este mozo tan jactancioso», y de paso se culpaba Quiteria de no haberse quedado aquel día en casa, porque de ese modo según ella la virtud de la doncella no se habría echado a perder, aunque sin declararlo, también Antonia se culpaba por no haber sabido defenderla con mayor determinación, vencida que fue de su propio miedo, si acaso no de su curiosidad o de su candor.

– ¿Estás segura? -le preguntó Quiteria, cuando se hubieron serenado y después de cubrir sus carnes amoratadas por el frío.

Se refería el ama a si estaba Antonia segura de haber quedado preñada de Cebadón, y Antonia asintió con la cabeza. Tan seca tenía la boca que las palabras no le salían.

– No temas. Respóndeme una cosa más. ¿Te forzó, como me has dicho?

Movió Antonia la cabeza de una manera que siendo más sí que no, lo mismo podía ser no que sí.

Quiteria, que había determinado no escandalizarse de nada, siguió su interrogatorio.

– ¿Tú le quieres?

Antonia volvió a negar con la cabeza, esta vez vivamente, y aquel gesto no daba pie a ninguna ambigüedad. Parecía muda.

– ¿Y te ha dicho que te quiere?

La muchacha, con gran pesadumbre, y sacudiendo la cabeza admitió que así era.

– Bien, en ese caso, todo está arreglado. Te casarás con él.

– ¡No!

Y esa palabra sonó como un tajo que le partía en dos el pedio.

– Aunque quisiera, ama -continuó diciendo Antonia-, sería para mí la peor de las condenas. Y sé bien que muchas querrían tenerlo por mando, pero la sola idea de ser suya me produce bascas. Y ni siquiera estoy segura de que él quisiera hacerme su esposa, de saber que nada llevaré yo como dote, que todo se lo quedará el escribano.

– No te preocupes por eso, niña. Engaño por engaño. Y hablando de otra cosa. ¿Le has dicho algo de todo esto a alguien? ¿Lo sabe el bachiller?

Volvió a negar vivamente Antonia.

– Si lo supiera me moriría.

– ¿Y Cebadón?

– Ése sería el último en saberlo.

– Bien, algo habrá que hacer -admitió al cabo de unos instantes Quiteria, aunque su voz titubeante delataba que era ella la última persona que sabía qué es lo que debería hacerse en aquel suceso-. Mañana mismo despediremos a Cebadón, y ya se proveerá.

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