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– Déjelo estar, señor bachiller. Lo que a vos parece haceros gracia a mí me hace daño. ¿Os holgaría de la misma manera si en vez de mi tío fuese el señor Tomé Carrasco el que empezara a desvariar? Para mi no es don Quijote, entended-lo, para mí es sólo un pedazo de mi vida, y mi carne y mi sangre, la única que me unía a este mundo, porque pensar en la parentela de mi padre, son gollerías. Y así os respondo a lo que decíais antes. ¿Es vuesa merced, por casualidad, como una e esas dueñas que no pueden hilar su copo sin sacar a plaza las desdichas ajenas? Además, no creo que nadie pudiera responderle a eso. ¿Cuándo empezó a ser loco? Las cosas no empiezan a suceder en un punto, sino que vienen de atrás con su cortejo, y rodadas. Hasta los mismos súbitos relámpagos parecen siempre dejarse ver en el cielo unos segundos antes de que el ojo los vea, y aún quedan entre las nubes uno o dos segundos después de haber sucedido, y lo mismo ocurre con la nieve, que siempre que se pone a nevar, parece que ya estaba nevando antes, con ese silencio de la nieve, sin antes ni después.

– No quería ofenderte. Acabo de confesarte cómo y qué hondamente me concierne todo lo de tu tío. Si no tuviera en la cabeza pergeñado mi propio libro, no probaría a remover tanta desdicha. Pero, dime, ¿no hubo un día, un solo día, en que el ama o tú dijerais, «el amo, mi tío, se está volviendo

– Ahora que vuesa merced lo dice, sí. Hubo un día en que mi tío se lo pasó en el desván, y por más que le llamamos para que bajase a almorzar, no lo hizo, sino a la tarde, cuando se estaba poniendo el sol. y no bajó solo, sino cargado con un montón de armas. Antes había hecho cosas que juzgamos extravagancias. Miradas a la luz de su locura, ya no nos parecieron sino de loco. A partir de ese día dejó incluso lo que de más sagrado había en su jornada, que era leer sus libros, y se dedicó a recomponer, cinchar, amolar y reparar sus armas. Las untaba con aceite y fabricó con unos cartones una media celada, a falta de una de encaje, y se paseaba por el patio vestido con una armadura para ejercitarse y acostumbrarse a ella, haciendo aspavientos y levantando los codos, por ver si le asentaba. Y si hasta entonces su cabeza regía normalmente, en días, en muy pocos días, se le fue del todo. De eso nos dimos cuenta ya

cuando se salió por la primera vez, o sea, cuando ya nadie podía remediarle. Y lo gracioso es que aunque nos había amenazado cien veces con escaparse, el día que se fue, lo hizo con tal sigilo que no lo conocimos sino hasta pasadas ya unas horas. Y ni siquiera aquella primera vez pensamos que fuese tan grave la cosa, puesto que algunas veces, al irse de caza, se quedaba en el monte durmiendo, si el tiempo acompañaba. Pero a la mañana siguiente le teníamos en casa almorzando. Recuerdo que Quiteria dijo, «esta chiquillada la ocasionan estos calores insufribles de julio; hasta yo misma estoy a punto de enloquecer». Porque la verdad es que aquellos días en los que don Quijote se salió al campo, hasta las bestias estaban inquietas e irritables.Las mulas coceaban el suelo de las caballerizas, los perros gruñían a quien se les acercaba, y la gente se enganchaba por cualquier bagatela. Y así fue como, sin decir nada a nadie, como hacía cuando llevaba sus galgos a cazar, se salió de casa en el mayor secreto. Ensilló a Rocinante y desestimó el macho, mucho mejor. Debió parecerle poco apropiado ir montado un caballero como él en mulo, asiento de villano, de comerciante o de clérigo. Quizá pensó que si se lo llevaba, causaría un grave perjuicio a la casa. Ató los perros al rejo de un arado que había en el patio, para que no le siguieran, cerró con llave el aposento de los libros, tomó la lanza y todas las otras armas que había estado preparando, y caballero de su quimera nos dejó varados a los demás en la nuestra.

El bachiller iba anotándolo todo, y procuraba no perder una sola palabra, mientras decía entre dientes: «Estos pequeños detalles no los recogió la historia de Cide Hamete, por ser poco significativos, pero son justamente los que a mí me interesan. Encuentro en ellos tanta o más enjundia que en los otros».

– Le esperamos Quiteria y yo -continuó diciendo la sobrina- todo el día. Quiteria que le conocía de lejos, decía, «en cuanto le apriete el hambre y la sed, volverá. Y no se ha llevado dineros, porque no los había. Ayer mismo le pedí dos cuartos para comprar un trozo de carnero, y no los tuvo» Y ya al día siguiente esto no era lo mismo, le faltaba como su espíritu a la casa, el jugo como quien dice. Solía levantarse mi tío de siempre, desde que yo recuerde, no muy temprano, cuando Juan Cebadón, o el mozo que entonces sirviera en casa, ya había asistido el ganado, y mucho después de que el ama Quiteria, la primera en ponerse en danza, hubiera encandelado el fuego, rezado sus oraciones, dispuesto las cosas del desayuno, metido el pan en el horno, si había amasado, o hecho la colada, si tocaba ese día, o fregado los suelos. Se levantaba don Quijote ni tarde ni pronto, porque ni era madrugador ni era remolón, cuando no decidía salir al campo a cazar, que entonces salía antes que el sol y que ninguno, o si se había quedado toda la noche leyendo, en cuyo caso se levantaba cerca del mediodía. En su aposento se lavaba la cara y las orejas en un aguamanil, porque era muy pulido para su persona, se vestía allí mismo ropas más viejas que nuevas, y todavía a puerta cerrada daba cuenta de sus devociones, para llegar a continuación a la cocina, donde, de pie, como si tuviese prisa, comía con desparejados dientes un regojo de pan, sobrante de la cena, mojado en leche, con su nata. La mañana se le iba en no se sabe qué. Se daba una vuelta por las caballerizas, hablaba con el mozo, barzoneaba por el pueblo, a veces se metía en el mechinal del barbero, más para alargar la mañana que por pelarse, intentaba enseñarle una o dos palabras al cuervo de maese Nicolás, coloquiaba con unos, con otros, se interesaba por los negocios del común y de los particulares, trataba de rentas, se ajustaba con pastores, se enteraba del precio de las cosas con talabarteros, con guarnicioneros, con boteros, con herreros, discutía con alguno sobre el mal paso de los tiempos y la marcha de la monarquía del mundo, cosas de las que los hombres reciben tanto gusto en tratar, y a eso del mediodía volvía a casa para hacer un almuerzo frugal, del que daba cuenta solo y deprisa en la sala, mirando a la pared. No era laminero ni gargantón, quiero decir, que no hacía melindres con la comida, todo le daba lo mismo, guiso nuevo o ropa vieja, ni era tampoco tragaldabas que comiera mucho, sino más bien tirando a poco, y siempre lo mismo, olla de vaca o de carnero, menos los duelos y quebrantos de los sábados y las lentejas viudas de los viernes, alguna tajada de abadejo o el broche de una truchuela, o su caldo de hierbas, o sus granzas calientes en invierno, su escudilla de almendrada y el huevico mejido. Se reposaba luego una hora así lloviese o hiciese sol, en verano o en invierno, encerrado en su aposento y más que durmiendo, soñando en el sonsueño, porque nunca se dormía del todo. Se echaba sobre la cama, y tapado hasta la nariz con una frazada, allí digo yo que se dedicaría a fantasear la realidad con la imaginación en carne viva. Pensaría, supongo, en lo que era su vida y en lo que su vida debería haber sido, en lo que pensó para ella, cuando era joven, y en lo que se había convertido. Y a veces salía de aquellas siestas con el ánimo desmazalado y sombrío y nos repetía lo que cantas otras veces nos decía al paso, «cualquier día ya no me veis el pelo, porque sería una cosa bien triste que yo me terminara sin haberme ventilado un poco, loco de tanta tristeza como se respira en esta casa; qué tristes sois las dos. Quiteria -decía al ama-, cuánto has trabajado, cómo te has estropeado».Y a mí me decía, «Antonia, ¿y a ti con quién te casaremos? ¿Quién te va a querer con ese carácter que tienes de ortiga, de cardo, de zarza?».Y le preocupaba lo que de él quedaría en esta vida. Esto último sacaba de si a Quiteria, la única que podía levantarle la voz sin que se lo tomara a mal. Le decía a veces Quiteria, «señor tonto, ¿cómo que qué va a quedar de vuestra merced en este mundo? Lo que de todos, un montón de huesos, y trabaje para que queden por lo menos limpios». Tenía muy mal genio y no le gustaba que sobre ese particular nadie le llevara la contraria ni que tampoco le discutiera nada, y le decía a Quiteria, «¿Serás acémila? ¿Y qué sabes tú de estas ansias de no morir del todo?». Y entonces Quiteria le decía que condenaría el alma por esa soberbia, y que si tanto quería pasar a las lenguas de la gente, que lo industriara a través de los altares, haciéndose santo y dando mejor vida a quienes tanto le querían. Pero en el fondo mi tío era un hombre tranquilo y resolvía tantos sinsabores encogiéndose de hombros, y riendo. Nos tomaba el pelo y decía, cuando estaba de humor: "¡Mira que sois corderas! ¡Todo os lo habéis creído!». Y era entonces cuando pensábamos que una locura se le iba y otra se le venía. Pero luego, cuando se volvió loco del todo, ya no chanceaba y le costaba reírse, y ay del que se tomaba a chirigota esas ínfulas suyas de remediar el mundo y socorrer a los menesterosos. Se violentaba y arrollaba a quien se le pusiera delante. Pero se le iban esos accesos, y resultaba el hombre más bueno que un bernardo. Había gastado como quien dice toda la vida en pensar esas cosas, sin haber llegado a ninguna conclusión, pero no se desesperaba. «Ah -solía decir-, no es fácil saber lo que tenemos que hacer, lo que se pide de nosotros. Y con todo, yo haré lo que de mí esperan los siglos venideros.»

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