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No supo Antonia dónde atender en ese discurso, en el que el bachiller le había dicho de corrido tantas más cosas y referido tantas más intimidades que en todos los años que llevaban de vecinos. Así que empezó por aclarar aquella que más le convenía.

– ¿Y le ha dicho ya al señor Tomé Carrasco, vuestro padre, que queréis ahorcar la sotana y todos los planes que acabáis de relatar? -preguntó la sobrina, para quien las historias de su tío eran ya agua pasada y muy pasada.

– Ésa es la cuestión. No sé cómo hacerlo. Después de enterrar a don Quijote les pedí que me mandaran a Sigüenza, donde es obispo un hermano de mi madre. Mis padres creen que he ido allí movido del negocio de ultimar mis órdenes y allanar el camino que me lleve a la capellanía que mi cío prometió a su hermana que me daría. Pero en realidad para lo que allí he ido es para pedirle al señor obispo cartas en las que le explique de buena manera a mi madre que yo no he sido llamado por ese camino, y que mejor seré cristiano a pie que clérigo en una muía, y que como dice san Pablo mejor dejarlo que abrasarse. Conmigo están las cartas. Sólo miro el momento oportuno de entregarlas a mi padre, de quien puede esperarse cualquier tremolina cuando se entere, cosa que no me conviene nunca, pero menos que nunca, ahora, que llevo la cabeza puesta en otro negocio.

Vio Antonia abiertos los cielos para llevar la conversación por donde quería, y le preguntó a boca de jarro:

– ¿La cabeza en otro negocio? En otra dama querréis decir, a quien habréis dejado en Salamanca, y que habrá sido causa de esa mudanza.

– Ay, qué ocurrencia -respondió holgándose de muy buena gana el bachiller-. No hay ninguna que me quisiera a mí.

Y Antonia ya no pensaba en don Quijote ni en Quiteria y le observaba con ojos de novilla.

– No me digáis eso, porque más de una estaría esperando oírle requebrar, eh, tú, morena, para hacerse esclava vuestra sin condiciones.

Si Sansón Carrasco hubiera sabido de la vida tanto como de libros, habría adivinado lo que significaban aquellos puntos suspensivos que pareció dejar colgando Antonia en el aire como un gallardete. Pero el bachiller, que conocía bien la gramática, lo ignoraba todo del corazón de las mujeres, y para desesperación de Antonia, viró el coloquio, y a ella se le puso sobre el corazón una gran pesadumbre, porque no sabía cómo iban a resolverse sus penas. Y cuando ya el bachiller le estaba contando algo de un viaje que pensaba realizar, y viendo que se alejaba de su vida su bien, inopinadamente se puso de pie, y alisándose la saya, rogó al bachiller que se fuera, pues aún le quedaban algunas cosas por hacer. Y lo mismo, Antonia tampoco hubiera comprendido por qué obraba ella tan en contra de sus propios deseos, pues nada ansiaba ella menos que se partiera su amigo el bachiller.

Pensó el joven que la noticia de que se iba a marchar del pueblo la había contrariado. Quizá le recordara a ella la triste vida que le esperaba, y así lo dijo, poniéndose en pie y mirando la puerca.

– No me quiero meter donde no me llaman. Pero se comenta en el pueblo que toda tu hacienda está en manos de los prestamistas y usureros. ¿No tenías otros parientes de tu padre, Antonia? Mándales cartas, marcha con ellos. Vete tú también de aquí, sal de este pueblo o busca aquí marido que te convenga.

¡Cómo se le clavaron en el corazón a Antonia aquellas palabras! ¡Marido que te convenga! Se le encendieron las mejillas y le miró asustada, porque sus pocos años eran suficientes como para saber que lo que le estaba diciendo de otro modo era: lejos de aquí y no conmigo.

– Qué fácil lo veis, bachiller. Bien se nota en ello que sois hombre. ¿A dónde irá una mujer sola sin que le siga la sombra de una sospecha? Y será cosa de familia este no saber decidirse. Más de una vez le dije a mi tío que se estaba volviendo loco por no salir y orearse. «'Olvídese de aventuras, vayase vuesa merced de aquí, ande romero a Roma, y venga nuevo», le dije, aunque otras veces le hubiera pedido que no se fuera.

– De esto venía a hablaros, Antonia, para ciertos papeles que estoy escribiendo, pero veo que tienes prisa.

– Ya no -se precipitó a enmendarse la sobrina y a sentarse de nuevo-, y el diablo se lleve ya esta tarde, echada a perros, y que se queden sin hacer mis labores. Pregunte vuesa merced, que lo que sepa le diré.

Despabiló la torcida de la lámpara y pidió a Sansón que. oh gran dispendio, echara dos ceporros en el fuego en vez de uno.

– ¿Nunca admitió don Quijote su locura? ¿Nunca se acercó a ti y te dijo: sobrina, me parece que no rijo?

– ¿Habéis visto vos a nadie que diga «estoy loco»? Todos los delitos pueden cantarse en el potro, pero si amenazas a un loco arrancarle un brazo si no confiesa su locura, te ofrecerá el otro incluso para probar que no lo es. «Admitamos que estoy loco», me dijo cierto día mi tío, pero «¿quién es el tonto que quiere volverse loco?», y a continuación me refirió lo que acabo de referiros del potro y el brazo. Y le- causaba mohína que todos le creyeran loco y que no viéramos cosas que para él eran tan claras, y conjugaciones de encantadores tan manifiestas. Él estaba por encima de todas estas razones materiales que le decíamos yo y el ama, y a las dos nos aseguraba que iba a ser difícil que se le entendiese ni en este tiempo moderno ni por quienes únicamente miran por su provecho, y que nunca había habido en el mundo más hospitalario tiempo que el pasado, ni caballeros más enamorados ni damas más virtuosas a quien servir. Pero yo le rebatía y le decía, mire señor tío que le he oído decir cien veces que a vuesa merced sólo le interesa ponerse en ocasiones y peligros para cobrar eterna fama y nombre, y no arreglar los asuntos desmangados de la vida ni socorrer viudas y huérfanos y necesitados, y que en lo suyo hay mucho más de vanidad que de caridad, más el propio relumbre que sacar de las sombras a los ajenos. Esto le enfurecía especialmente y me llamaba necia y me decía que si yo no sabía que todas las cosas señaladas empiezan por poco y que el hombre no hace nada noble que no tenga en el arranque su impulso de egoísmo, y que así era cierto que buscaba eterno renombre, pero que la suerte de los caballeros iba emparejada al infortunio de los más necesitados, y que le importaba un bledo que le comprendiéramos o no, porque su corazón lo movía el noble impulso de hacer el bien para lograr tal fama y el de lograr tal fama haciendo el bien, y que lo mismo le daba cómo y en qué orden se hicieran las cosas si las cosas quedaban hechas, los tuertos enderezados, las viudas desagraviadas, los huérfanos socorridos y las injusticias del mundo reparadas y su fama cumplida. Y que una de las cosas, me dijo, que más contento debía de dar a un hombre virtuoso y eminente era verse, en vida, andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa.

Sacó el bachiller su librillo de memoria que siempre traía consigo en la faltriquera y un tintero talaverano, tapado con un corcho. Mojó la péñola y garrapateó todas esas razones que desmenuzaba la sobrina.

– ¿Y a qué viene ahora, señor Sansón, toda esta colada quijotesca? Yo diría de mi tío lo que del Cid se dijo, que hasta muerto viene a ganar batallas, porque no se hace ota cosa, o a mí me lo parece, que hablar de él a todas horas.

– ¿Dónde se va a hablar de don Quijote, sino en su casa, y en su pueblo? ¿Eso te molesta?

– Molestarme no, pero aquí hemos quedado otras criaturas a las que no nos ayudará mucho perder el tiempo hablando de quien ya podrá socorrernos poco. Y mejor hubiera hecho no muñéndose tan presto cuerdo, teniendo en cuenta que esperó mucho estando loco, porque nos hubiera ayudado a enderezar el entuerto en el que dejó su hacienda. Y ésta sí que hubiera sido gloria perdurable, si en vez de ir a buscar aventuras por ese mundo, las hubiera sabido encontrar aquí procurando nuestra ventura.

– ¿No te das cuentas, Antonia, de que tu tío se volvió loco precisamente por no saber ver lo que tenía delante? Él era hombre de inacabable visión y de amplios mundos. No era hombre de rincón, sino de orbe, no era hidalgo de patio, sino patricio de logia pública, y le sentaba mejor un mal camino, pero largo, que los cortos corredores de un palacio, y mucho más feliz estaba en campo abierto y pobre, que en estancia cerrada y bien repostada; y con más provecho comía las ensaladas de las veredas y bebía el agua de las fuentes, que las ollas sazonadas o los redomados vinos. Y a todo esto, dime, si te acuerdas, ¿cuándo conocisteis que tu tío empezaba a marchar mal de la cabeza?

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