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– ¿Qué prisa tiene vuesa merced en irse, apenas ha llegado después de dos meses? Aquí me encuentra sola, esperando lo excusado, porque creo que Quiteria no va a venir nunca más, ¿y no tenéis tiempo más que para coger la puerta y marcharos? ¿Os doy miedo?

– ¿Y yo qué podría hacer?

– ¿No me preguntáis cómo va la hacienda, si salgo de rica y entro de pobre o salgo de pobre y me hago rica? ¿Puedo

Y acaso por darle celos, y cuando el bachiller le prometió guardárselo, le confió Antonia la proposición del señor De Mal

– Apenas dejo el pueblo y todos se desmandan. ¡Viejo asqueroso, liendre, sanguijuela!

Antonia reputó aquellos denuestos de su bachiller como el primer augurio favorable en tres meses. «Le importo», pensó ilusionada, y eso le animó a proponerle lo que en la soledad de aquellos días había pensado tanto:

– Sansón, ya dos veces salisteis a buscar por esos mundos lo que a esta casa se le había ido.

Era difícil adivinar si aquello estaba dicho por la muchacha como una orden, como una súplica o sencillamente como lo que era, apenas una manera delicada de que siguiera apareciendo por aquella casa, aunque don Quijote hubiese muerto.

– ¿Quieres que salga una tercera a buscar lo que se va de esta casa, Antonia?

Se dispuso entonces el bachiller a volver a sentarse en el poyo, pero la muchacha, mirando que la noche era fresca como para estarse fuera, le invitó a que subiese con ella a la sala.

– ;Y estará bien hacerlo, estando como estás sola en casa? -preguntó un Sansón todavía cortado por los patrones eclesiásticos-. Mira que la murmuración tiene mil ojos y espías en todas las esquinas, y tú eres, hoy por hoy, una doncella sin familia.

Se ruborizó Antonia al oír la palabra doncella, y así lo advirtió el bachiller, que recibió contento de ello, aunque no hubiera podido explicar por qué.

Permanecieron los dos un momento sin saber qué decirse, azorados, hasta que al fin Antonia se aventuró a decir:

– ¿Y qué nos importa a nosotros lo que puedan decir? Súbase conmigo, que he de contarle algunas cosas que le admirarán.

Así lo hicieron. Subieron la oscura y pina escalera alumbrándose con el lampión.

Era una estancia amplia, con su estrado y su alcatifa. En una pared había colgada una vieja sarga pintada, como las que se usan en las aldeas; en la otra, solo, un viejo contador, sobre su mesa negra. Ése era todo el ornamento que allí había. Apagó el farol Antonia y encendió una lámpara que dejó sobre la mesa. Su luz, temblorosa y dorada, parecía mantenerles unidos, como apresados en una misma red. Era una luz silente, balsámica y oleosa, la verdadera luz de las confidencias.

– ¡Qué injusta he sido con Quiteria! Ahora lo veo, porque si yo estoy sola en este mundo, sé de sobra que más sola ha de estar ella. En esta casa encontró lo que en la suya no había o no pudieron o no quisieron darle nunca. Pero aún encontró más…

Y en breves palabras le contó al bachiller cómo después de cierta conversación que mantuvo con el ama, ella, Antonia, la había maltratado de palabra y con tal desdén y tal ingratitud que la tenía apenumbrada desde entonces.

– ¡Qué egoísmo el mío y más cuando mi corazón estaba aún más maltrecho que el suyo!

Y se asustó Antonia de haberse referido a su corazón delante del bachiller.

– ¿Y qué quieres decir, Antonia, con eso del corazón maltrecho, que no te entiendo? -preguntó Sansón Carrasco.

Le miró con tristeza Antonia, pero no se atrevió a ir más lejos. Y le estuvo sosteniendo la mirada y llevando a sus ojos un «lee en ellos, bobo, y no creas que estaba maltrecho mi corazón por la muerte de mi tío. Bueno, también; pero de otro modo. Lee la letra pequeña». ¡Qué complicados le parecieron entonces a Antonia sus sentimientos. Pero se alegró de que fuese aquélla la primera vez que Sansón Carrasco, el bachiller que estudiaba para clérigo, le sostuviera la mirada. Aunque al bachiller le habían enseñado a leer Salustios y Horacios, no en los ojos de las jóvenes.

– En fin, algún día lo sabrá vuesa merced -dijo muy enigmática Antonia-, y no digo más. Ahora urge traer de nuevo a esta casa a Quiteria, si sigue aún con vicia y si está a la vista, porque si estuviera penando, no podría perdonármelo en todos los días de mi vida.

– De acuerdo, dame unos días -dijo el bachiller- y de la misma manera que me traje a casa al tío, así traeré al ama, si está a la vista, y si no, noticia al menos de donde se halle, tanto si se ha partido al nuevo mundo o al otro.

Y para quitar gravedad a ese propósito, vistió el bachiller esa última frase de cierto tono jocoso.

– ¿Es que van a pasarse vuesas mercedes haciendo burlas toda la vida hasta con la vida del prójimo? ¿No hay jerarquía que les imponga respeto? Y aunque haya sido yo quien le diese la idea, no os quiero oír decir nunca más que Quiteria ha muerto, porque creeré que fui yo la causante. Así que, mozo, un poco más de formalidad.

– Así te lo prometo yo, y levanta ahora esa murria, Antonia. Fuera presentimientos; aire, penas y tristezas, y sacude a escobazos ese moho melancólico que se te está poniendo. Y ahora, y ya que estamos metidos en harina, querría yo saber algunas cuestiones sobre vuestro tío, para ciertos papeles que tengo pensado escribir.

– Ay, uno se nos volvió loco leyendo, y ahora tendremos otro que se volverá loco escribiendo -y no dijo esto Antonia precisamente en tono festivo, sino en otro muy distinto de inquietud.

– No tengas cuidado, que hasta que llegue ese momento hay muchas cosas que tengo pensamiento hacer. Hoy quiero que me cuentes algunas cosas de aquel hombre que se nos ha ido.

– ¿Y qué quiere saber de él quien acaso sea quien mejor lo conoció estos últimos tiempos? ¿O es que acaso quien vence a alguien no necesita conocerlo bien para vencerlo, como vos le vencisteis?

– Te equivocas en eso, Antonia -respondió Sansón-, porque quien dispone las cosas de este mundo es el azar, unas veces, y otras, el destino, triunfos que baraja un ciego, y a ese ciego lo llamamos tiempo. ¿No me entiendes? Apenas pude tratar a tu tío más que un año, y siempre a salto de mata, según lo consentía su humor voltario. Estaba yo en Salamanca, estudiando. Tenía de él un recuerdo claro, de su figura, de su gravedad, de su terneza para tratar a los muchachos que lo seguíamos admirados. Quién sabe si los recuerdos los ha hermoseado ya ese ciego que te digo, llamado tiempo. La verdad es que si hubiera vivido más en el pueblo, habría sido amigo suyo. Sólo cuando el año pasado volví, y vio él lo mucho que había leído y mi afición a las novelas, se franqueó conmigo y me honró con sus sueños y su ciencia, que era aguda, aunque estuviera loco. Si bien cada día que pasa empiezo yo a poner más y más en duda esto. Ya sabes lo que se dice, todos somos locos, los unos por los otros, y el loco por la pena es cuerdo. No he conocido a nadie más consternado y triste que aquel hombre. Y he de confesarte algo que ni mis padres saben. Les escribí desde Salamanca. Les conté que había estado enfermo y que me convenía volver al pueblo a mejorarme. La vida de estudiante es pésima y lo de mi mal no fue del todo cierto, aunque estuve allí enfermo de una fiebre nerviosa. La verdad fue otra, sin embargo. Por aquellos días me había encontrado un libro, el más hermoso de cuantos yo haya leído, el más gracioso y el más triste, el más levantado a las alturas y el que mejor corre sobre la tierra, el que más juiciosas palabras contiene y el que inventa las más disparatadas historias, el único hasta entonces que me sació la sed, despertándola, de modo que cuanto más leía, más quería leer, y si llegaba al final, me desesperaba y quería volver al principio, porque aquello no tuviera fin nunca, que en eso es un libro como la vida misma; quiero decir, que no habrás visto tú a nadie que llegando a viejo, y por mal que haya pasado la vida, no quiera volver a vivirla, incluso por los mismos angostos barrancos. Y vi que igual que yo me embebecía con su historia, los niños la manoseaban, los mozos la leían, los hombres la entendían y los viejos la celebraban, y que todos encontraban en ella la medida de sus deseos, el molde de sus sueños, la vereda de sus ahíncos, la cumbre de sus desvelos. Y que como vestido mágico a todos les sentaba bien. Al melancólico le alegraba, al alegre le espumaba el ánimo y se lo reposaba, al despierto le apaciguaba y al torpe le daba luces. Todos hallaban en él el modo para mirar las cosas no con tanto despego, y esta gran enseñanza: que es difícil equivocarse poniéndose del lado del menesteroso, del débil, del pequeño, del pobre, del enfermo, del loco, del huérfano, del galeote, de la doncella, haciéndolo con dignidad y sin menoscabo de su honra, porque el poderoso ya tiene de suyo leyes y cortesanos que lo guardan y defienden. Aquél fue un gran día para mí, fue mi Damasco en el que caí de mi caballo, sí no estuviera mal traída esta imagen aplicada a un medio clérigo que entonces comprendió que ya nunca lo sería entero. Recuerdo que venia yo del estudio del gran López Corbacho, y entré, como tantas veces, en casa del librero Hernán Rato, en la Calle de los Libreros de Salamanca. Había recibido Rato esa misma semana algunos libros nuevos, entre ellos ese de Cuesta en el que se cuentan las dos salidas que tu tío había hecho la primera vez. En cuanto puse los ojos en ese Quesada o Quijada, como se le llamaba, me dije, éste no puede ser otro que mi paisano y tu tío, Alonso Quijano: Y así lo confirmé cuando empezaron a desfilar por sus páginas todos los vecinos que yo conocía, Pedro Alonso, el cura, el barbero, Sancho, que tanto ha trabajado para mi padre y a quien yo conozco desde muchacho, Teresa y Sanchica Juan Haldudo y su rabadán Andrés, con todas las otras cosas que en el libro se cuentan. Y qué envidia sentí de don Pedro el cura y del barbero, cuando se salieron a buscarle a Sierra Morena. ¡Con qué gusto les habría acompañado yo a esa aventura, y cómo no estaría yo ahora de ancho y gustoso viendo mi nombre impreso para toda la eternidad! Pues no has de dudar, Antonia, que ese libro llegará más lejos de donde ninguno de nuestros linajes pueda llegar, perdidos por el camino o devorados por la tierra como el Guadiana. No puedes figurarte la alegría y la ilusión, cuando se está lejos de casa, de ver en letras negras registrar personas, casas y hatos de tu mismo lugar. Me bebí el libro en dos noches completas y en el día que ellas emparedaban, que no le valieron fiebres nerviosas y penurias, y a la mañana siguiente, tras la segunda noche, escribí a mi padre pidiéndole licencia para venirme aquí con el secreto propósito de conocer a quien ya había probado las mieles de la celebridad. ¡Y lo que debe de ser morirse y dejar tras sí una cola de luz, como el cometa! Sabía que más pronto que tarde volvería don Quijote a las andadas y yo me quedaría sin haberle arrimado toda mi admiración y mi respeto, así como mi entusiasmo por la historia de sus aventuras, aunque entonces no había concebido el deseo de arrancarle de aquella vida que tantas mofas le proporcionaban. Eso vendría luego. Me pregunté cómo sería de discreto quien de loco decía tales cosas, y cuando ya lo vi por mis propios ojos y a sabiendas de que arrancándole de aquella vida de aventuras acortaba su majestuoso viaje por los Campos Elíseos de la fama, salí a buscarle después de no pocos combates habidos en mi ánimo, porque lo mismo un día pensaba que había que dejarlo suelto, y al otro, que había que traerlo entre barrotes, como lo enjaularon el cura y el barbero. Porque toda la pena que me daba saber las locuras que había cometido arremetiendo contra los comerciantes toledanos, o los rebaños de borregos o los molinos de viento, lo borraba el contento de oírles a Sancho Panza y a él concertar razones tan peregrinas o ingeniosas, según pintaran las cosas. Fue un arrebato el querer volverme aquí, un repente superior a todo. Contaba también con convencer a mi padre de que lo mío no eran las cosas de iglesia. Venía resuelto a que me diese su bendición para acabar mis estudios y acabados buscar empleo con algún señor de la guerra, porque yo, al igual que don Quijote, sentía entonces, enardecido por la lectura de tantos hombres ilustres, la llamada de las armas, el fuego de las aventuras y las ansias de ver mundo tanto como las letras, porque a quien se le ha ventilado la cabeza con otros aires, este de aquí le parece poco y áspero.

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