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Ya habían venido los criados de don Álvaro a decirle que su caballo estaba listo y pagado el ventero, y que sólo le aguardaban a él para partir, pero no quiso hacerlo el caballero granadino sin despedirse encarecidamente de Sansón Carrasco.

– No se me olvidará vuestro nombre y buscaré donde pueda, a la primera ocasión, ese libro. Y ya sólo quiero saber cuatro cosas, brevemente, si gustáis decirlas. ¿De qué, cómo y cuándo murió don Quijote? ¿Y cuál es el nombre de la aldea, por si algún día quiero presentarme en ella para dar los pésames a su sobrina y al ama, y conocer de paso a tantos y buenos amigos como tuvo?

– Murió de melancolía, porque los médicos no le hallaron ningún mal que le acabara; sabed el cómo también, que fue recobrando su cordura, muriendo cristianamente y confortando a su familia y sus amigos, animando a unos y consolando a todos, y el cuándo fue hace tres meses, y allí quedó enterrado en nuestro lugar. Y para declararos el lugar, os pediré que, mirando el número de locos que allí irían en jubileo antes de que nos diéramos cuenta, debéis jurarme no revelar su nombre a nadie en todos los días de nuestra vida.

Sacudió don Álvaro Tarfe su cabeza, dándole a entender que lo diese por jurado, y allí le dijo el nombre Sansón Carrasco.

– Si alguna vez queréis pasar a hacernos una visita, tendré harto gusto en acompañaros y presentaros a quienes compartieron vida y muerte con el gran caballero. Pero no olvidéis que el nombre de nuestro lugar es hoy mayor secreto que el del Santo Grial, porque depende de ello nuestro sosiego y el no acabar como acabara don Quijote. Y quiero deciros también, para que os asombréis un poco de cómo la vida se encarga de escribir nuestra historia sin esfuerzo, mejor que en la más pintiparada novela, que esa mujer que ahí me espera sentada en el poyo, y que ayer os sirvió la cena, es Quiteria Romero, que fue ama de don Quijote y la persona que tal vez mejor le conociera. Algún día, si pasáis por el pueblo, os contaré su historia, si es que no la leéis antes en cualquiera de los muchos libros que ya estarán ahora imprimiéndose en el mundo con la de don Quijote, en la que por fuerza saldrá entera o a pedazos, como parte principal de ella o como fleco.

No tenía don Álvaro tiempo para quedarse allí sabiendo lo que quizá se supiera a su tiempo, abrazó al bachiller dándole las gracias por tales confidencias, montó en su caballo y celebró que, como había dicho su nuevo amigo, la vida le hubiese compensado poniéndole un día a don Quijote el bueno en su camino.

Se salieron de la venta juntos, los del Tarfe tiraron para Granada, y Sansón y Quiteria hacia su pueblo. Y así, sin más detalles dignos de mención, llegaron a él cuando el cielo tenía ya más de noche que de día, y en el horizonte no quedaban sino brasas nimbadas de un amarillo claro. La visión de los tejados del lugar, entrando en él, arrancó del ama, de fácil y placentero llanto, nuevas y silenciosas lágrimas, que llevaron al bachiller a consolarla.

– No seas una chiquilla. Quiteria. Has hecho el viaje llorando. Deja de llorar, porque éste es un buen día. Piensa en lo que sería de ti por esos mundos. Aquí tienes todo lo que Dios ha querido darte, poco o mucho. Techo, comida, bebida, amigos, ropa limpia y labor en la que ocuparte, y cerca de aquí la que es, para bien o para mal, tu familia. No tienes otra ni ibas a encontrar otra. Deja que los quijotes del mundo lo busquen donde no está, y tú, quédate donde sabes de cierto que estuvo, y donde te van a querer. ¿Qué ibas a encontrar fuera que no tuvieras ya aquí, centuplicado y mejorado? Tú ya has encontrado lo que ahora tantos buscan por ahí peregrinos y descaminados.

Quiteria no decía nada y le dejaba hablar, gustosa de oír lo que quería oír. Pero su corazón le hacía otras preguntas que ella enterraba como en ceniza, tanto le quemaban las entrañas. ¿Cómo iba a recibirle la niña Antonia? ¿Le trataría en adelante como le trataba antes, o peor, a causa de aquella huida? ¿Desabrida, áspera, cardosa? Todos iban a querer saber por qué había huido. ¿Les diría la causa verdadera? ¿Iba a poder confesarles que una vez muerto su don Quijote no la retenía nada en aquella casa? ¿Y que saber que ya nunca vería en ella al que había sido su sol, la había enloquecido de dolor? «Ay -pensaba Quiteria-, si llegase a saberse que la desgarbada, la altaricona, la poco hermosa Quiteria llevaba enamorada de mi señor Quijano media vida.» La de chacotas que sufriría, las cencerradas que se armarían debajo de su ventana, las risas que movería, las chuflas que los muchachos artillarían a su paso. No iba a poder salir de casa: «Ahí va -dirían- la loca Quiteria, más loca que el loco de su señor». ¿En qué pensaba cuando dejó entrarse esos amores? ¿Y cómo iba una mujer recatada y honesta a descubrirles su dolorido sentir?

Encontraron la casa del hidalgo reposada y el portalón cerrado. Llamó Sansón Carrasco y esperaba Quiteria muy agitada la aparición de su ama. Tardó Cebadan un rato en abrir y no supo qué decir al ama ni cómo conducirse con ella, pero aún tuvo tiempo de mirar mal al bachiller, al tiempo que llevó a Rocinante y a la borrica a la cuadra. Al momento apareció Antonia en el patio, y corrió a abrazar a Quiteria, pero antes de que las dos mujeres llegaran a tocarse, ya lloraban, y llorando siguieron abrazadas un buen rato.

Y aquel lloro inaudito de Antonia lo tuvo Quiteria por un buen augurio, mientras miraba a Sansón, arrepentida sin duda de los pésimos conceptos en que tenía la víspera a Antonia, y como si le estuviera pidiendo: «Todo lo que le dije ayer a vuesa merced de esta niña, olvidadlo; fue un repente».

– Bien, señoras -dijo un Sansón Carrasco bien humorado, que trató de apaciguar las emociones-. sosiéguense, y miren de preparar algo de cena, aunque sea fiambre, que vengo hambriento, y en mi casa ya no habrá nadie levantado.

A ello se aprestó Antonia, que no consintió que Quiteria se levantara y la ayudara, porque tenía ella ese gusto en servirla. Se admiró tanto el ama con aquel cambio, que ni siquiera se atrevió a protestar. ¡Ser servida ella por Antonia! ¿Cuándo se había visto? Sólo después de un rato de ver trajinar a la muchacha en la cocina, se levantó Quiteria, y llorando y riendo al mismo tiempo, que no se sabía si quería llorar o si quería reír, obligó a Antonia a sentarse con el bachiller, mientras ella experimentaba el placer de volver a encontrar en su sitio cada uno de los platos, vasos, cubiertos y cazuelas que tan familiares le habían sido durante los últimos veintisiete años,

Cenaron los viajeros unas tajadas de abadejo frías y dos rajas de queso, después de ¡o cual dejó a las dos mujeres solas con una noche por delante que se presentaba larga la en confidencias, y se fue a su casa.

Volvió la casa a reposarse, dormían las bestias y el ganado en establos y caballerizas, fermentaba el mosto en las tinajas, se secaban el orégano y muchas otras alcamonías montunas en unos ramitos que alguien había suspendido bocabajo de una viga, y los gallos y los perros respetaban el sueño de las cosas muertas.

– Déjame que te cuente -empezó diciendo Quiteria.

Estaba frente a ella Antonia y tomaba sus manos como cuando era niña, aquellas manos descomunales entre las cuales desaparecían las suyas.

Habían acercado dos sillitas de enea junto al fuego de la chimenea. Ardían dos tueros de encina con llama difícil y menuda. No había alrededor ceniza. Todo en aquel hogar estaba limpio, barrido, fregoteado. Decía mucho aquel fuego de las economías estrictas de la casa. Fue Antonia a buscar una capellina de lana y se la echó sobre los hombros al ama. Mientras lo hacía, la mano de Quiteria, áspera, maltratada por tantos años de lejías, trébedes y penalidades, buscó la de su querida niña.

– Todavía me acuerdo cuando tu tío y yo fuimos a buscarte a Madrid. No eras más grande que un gazapo. Y has crecido tan deprisa que me cuesta creer que ya seas una mujer. Tú y yo nunca hemos hablado de nuestras cosas. Me heriste con tu despego. ¿Por qué nunca me has querido, Antonia? ¿Qué culpa tengo de no ser tu madre? ¿Qué culpa tuvo el señor Quíjano de no haber sido tu padre don Felipe?

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