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Hizo un gesto de protesta Antonia y quiso hablar, pero no la dejó continuar el ama.

– Yo era en realidad la que estaba herida de muerte, la que sufría, la que me moría cada día. Mientras tu tío vivió, incluso en estos dos últimos años de su locura andante, me decía, «Quiteria, ¿qué más me da que no sea tuyo, si como tuyo lo tienes, y lo ves cuanto quieres y hablas con él como no hablaría nadie?». Porque has de saber que desde el primer momento en que lo vi, cuando tenía yo catorce años, se me prendó el corazón con un amor que no ha hecho sino subir de punto desde entonces, hasta que al fin bajó él al sepulcro, y no morirá ese amor sino conmigo, cuando al sepulcro baje yo. Todo lo hallaba yo bueno en él, la apostura, ese reposo al andar, el pensar en aquello que decía, y toda su ciencia. Que fuera, al principio tan callado, tan soñador, siempre en su estudio, sentado delante de la mesa, apoyada la mejilla en la mano, soñando con los ojos abiertos. Y como era una niña, le veía como un príncipe, y yo me creía una princesa, hija de señor muy principal, del rey incluso, que me había llevado a casa de unos labradores para mantener el secreto de mi nacimiento. ¡Las cosas que piensan las chiquillas! Me decía, cualquier día veremos aparecer en el pueblo una carroza, y será mi señor padre y les dirá a todos, esta Quiteria es hija mía. Y así el señor Alonso podrá casarse conmigo. Pero bajaba de mi nube avergonzada, y me decía que era eso soñar lo imposible. En todos los años en que he estado en esta casa ni un solo acto ni una sola palabra se salió de los ¡imites del decoro y de la honestidad, ni por su parte ni por la mía. Yo, porque he sido siempre muy vergonzosa, y él, por estarse embebecido en sus libros a todas horas, y porque quién se iba a enamorar de la pobre Quiteria, y porque al final le dio por decir al muy tonto que se había enamorado de una princesa del Toboso. Eso sí que fue una gran majadería, pues hasta donde yo sé él debió de enamorarse de ésa de oídas. Los míos por él eran, sin embargo, amores muy de veras y muy reales, que me mataban, y al mismo tiempo me daban la vida. Dicen que después de que van enfriándosenos los huesos en el cuerpo, va desapareciendo el amor, pero yo debo de ser la excepción a esa regla, porque cuanto más tiempo pasaba, más parecía quererle yo. No aspiraba a cautivarle, porque si cuando era joven no logré nunca que pusiera en mi los ojos ni me viera como otra cosa que el ama que le llevaba la casa, de talluda no iba a conseguirlo. Me acostumbré a esa vida. Para mí él era la razón de todo lo que yo hacía, le regalaba cuanto estaba en mi mano, lo llevaba limpio como una patena, cuidaba de su ropa como de un tesoro y aunque no fuese de mucho plato, siempre guisé como sé que le gustaba. Hasta los libros se los limpiaba al principio para que no se los comiera el polvo. Pero la locura se le metió un día en la cabeza. Yo imagino que la locura tiene que ser como un potro en la mollera, y allí le coceó los sesos a su antojo, hasta dejárselos picaditos como gazpachos. ¿Y qué me importaba a mí? Cuando murió, creí que me volvía loca de dolor, porque se me iba en un punto mi amo y dueño. Y si al menos hubiera tenido a alguien a quien contarle todo eso. Ni siquiera la confesión. Imagínate qué vergüenza -decírselo a don Pedro, que venía todos los días por casa. Si no lo cuento, reventaré, decía. Pero ¿a quién?;A ti? Nunca me has visto con buenos ojos, por más que yo he tratado de ser tu amiga. Jamás consentiste que fuera tu madre. Cómo me hubiera gustado que me hubieras visto como una madre. Y al fin murió mi buen Alonso. Descansó él, pero me metió en el cuerpo yo no sé qué desasosiego, que me trae enferma. Pensé que acabaría resignándome a esa muerte y sobreponiéndome, pero los días se me hacían más y más largos. ¡Qué suplicio! Y entonces fui a Hontoria. Allí todos me parecieron extraños y sin por qué di en imaginar que si me alejaba de aquí, acabaría por olvidarme de la causa de mi tormento. Pero cuanto más huía, más cerca parecía estar con el pensamiento en esta casa, y más a tu lado y al de todos los recuerdos que aquí se quedaban. He ahí todo mi secreto. Tú, y tengo que decírtelo, si vamos a vivir juntas, no has sido buena conmigo ni lo has sido contigo. Quiero pensar que tampoco fue culpa tuya, sino que en estas cosas de los quereres el corazón anda suelto como un perro, al sol que más calienta. Pero también te digo que la razón de mi huida no fuiste tú, sino él, y que él había muerto, y no lleves mal que una tan pobre mujer soñara con alcanzar mía prenda tan imposible como su hidalguía, pero ya me has oído que el amor es como un pobre perro que va buscando un amo, sin pensar si le conviene o no.

Se quedó Antonia suspendida, y tanto como la naturaleza de aquella revelación le admiraba que hubiera podido mantenerla el ama en secreto tantos años, sin que nadie advirtiera nada. Y aunque ella sabía todo lo que quería Quiteria a su tío, y de ello habían hablado una vez después de muerto él, pensaba que era de otro modo muy distinto aquel amor.

– Me dejas, Quiteria, de una pieza, como se dice. Válganle Dios, si yo ni nadie en este pueblo hubiera podido adivinar nada de lo que estás contando. Y quiero decirte una cosa: ojalá mi tío hubiera sabido corresponder a tus sentimientos, porque de haber sido así, lo tendríamos ahora vivo entre nosotros, lirondo y cuidando de sus hijos, porque eres buena y a cualquier hombre le convendrías. Sé muy bien de qué hablas cuando dices que el corazón de una mujer es un perro que va buscando amo, y que a menudo, después de hallarlo, cuando es tarde, cae en la cuenta de que no le conviene. Espera a oírme y compara mi pena con la tuya, y a lo mejor me compadeces luego, pues por lo que veo, voy yo a recorrer, uno por uno, tus mismos pasos, sólo que a ti te cupo el consuelo de poner los ojos en quien te superaba mucho y yo en quien siendo mi igual podría corresponderme si quisiera, y no lo hace, y si a mi tío tú te hubieras atrevido a abrirle tu corazón y mi tío te hubiera rechazado, no habrías visto en ello desdén o un alma empedernida, sino los buenos usos que rigen nuestra república, que dice que si quieres bien casar, casa con tu igual, y ni hidalga con villano, ni villana con hidalgo.

Iba a decirle Quiteria que andaba muy confundida en eso de los casamientos, ya que ejemplos de bodas desiguales los había por todas partes, y felicísimos, y seguiría habiéndolos le pesare lo que le pesare a la república y al refranero, y que en lo otro, en lo de haberse declarado a su tío, iba errada también porque se había declarado a él cierto día, no hacia ni dos años, y don Quijote la rechazó muy caritativamente. Pero consideró Quiteria que quizá en otra ocasión acabaría de revelarle a Antonia toda la verdad de su triste caso, porque ni los secretos están hechos para revelarse todos de una sentada ni los caminos de la reconciliación han de hacerse de una galopada, sino al paso, y dejó que la muchacha continuara con lo que estaba diciendo:

– Ay qué desdichada soy, Quiteria, y cómo agradeceré que hayas vuelto y pueda enseñarte mi corazón, que sí no le da el aire, se me va a pudrir en su retrete. Tú tuviste la mala fortuna de ir a enamorarte de quien te excedía en linaje, y yo la de hacerlo de quien siendo mi igual me rechazaría también, si por casualidad un día llegara a sus oídos lo que siento por él.

– No es justo que te compares conmigo, Antonita. Eres joven, eres tan hermosa que por aquí pasan en procesión todos los mozos del pueblo para verte. Podrás elegir donde quieras. Eres hija de quien eres y sobrina de quien acaso esté llamado a ser el más famoso hijo de este pueblo por las cosas que he visto estos dos meses, estás sana y tienes ahora, para ti sola, sin que nadie mande en ella, una buena hacienda.

– Ay, no, Quiteria, no digas que buena, porque no sabes tú

Y en pocas palabras le contó cómo estaba ya todo en manos del señor De Mal, quien esperaba un sí en la iglesia para sacarlas de pobre.

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