Se encomendó el bachiller a que don Álvaro acabara leyendo la segunda verdadera historia, cuando fuese publicada. «Cuando se publique -pensó el bachiller-, estará en ella recogida lo sucedido esta noche en esta venta, y la verdad saldrá sin menoscabarse ni menoscabar a nadie, dejando a cada uno de nosotros donde cada cual ha querido ponerse», y de ese modo decidió no decir nada a nadie sobre si mismo y de cómo él, si, había sido no sólo amigo verdadero de don Quijote, sino quien le había vencido en Barcelona.
Terminaron de cenar los caballeros, se dieron las buenas noches, los que tenían aposento se recogieron en él y el bachiller esperó a que la casa se quedara sosegada para hablar con el ama.
El fuego languideció, y de blandones, velones y candiles sólo permanecía encendida una pequeña candileja, en un vaso de barro, sobre un generoso lecho de aceite.
Apareció Quiteria secándose las manos en el mandil.
– ¿Qué hace vuesa merced tan lejos de nuestro lugar y por qué no me ha permitido que le hablara sino a hurto? ¿Huye
– No huyo, tú eres la huida y vengo en tu busca -declaró el bachiller-. Mañana te vuelves conmigo al pueblo. Y no quería que me descubrieras, porque ya has visto el revuelo que ha organizado nuestro buen don Quijote, que se diría que por allí donde ha pasado o a donde llega su historia escrita, levanta los cascos de la gente y les hace disparatar tanto como disparató él.
Y a continuación pasó a relatarle todas las razones, sin olvidar palabra, que le había encomendado Antonia que le dijera, los agravios de toda una vida y el desabrimiento que se traía con ella la muchacha desde que había desaparecido.
Quiteria se desbordó llorando con tanto ahínco que se hubiera dicho que llevaba todo aquel tiempo de su fuga esperando un momento favorable para poder hacerlo. Sansón Carrasco dejó que se desahogara, mientras se enjugaba las lágrimas con la punta de la saya. Cuando al fin recobró el aliento, dijo:
– No puede ser. Aquí me quedaré, yo ya no puedo volver, y si lo hiciera, me moriría. Mi intención era llegar hasta Sevilla y buscar el modo de llegar a La Asunción de Perú, pero al pasar por esta venta, me enteré que con todo este trajín de mi buen señor Quijano, necesitaban quien les ayudara a asistir tanto bureo. Sabido esto, hablé con el ventero, el ventero con su mujer. Me preguntaron si estaba limpiares dije que sí. Volvieron a preguntarme cómo era que andaba sola por los caminos, sin maleta ni alforja, y les dije la verdad, que me había pasado la vida sirviendo en la casa de un hidalgo que acababa de morir. Dios mío, y si mi amo supiera de qué hidalgo se trataba, me pondría en un cadalso para que me vieran bien de lejos, como atracción de feria. Le dije que no venía huyendo, sino buscando ganarme el sustento, y que era cierto que no traía maleta por pobre, a lo que me dijeron que no sabían ellos que los pobres trajeran una borrica tan buena, y quisieron saber si la había robado, y les dije que no, y que en la primera ocasión que se me presentara, mandaría por alguien que la tornase. Y quisieron saber si era a mi familia a quien había que tornarla, y dije que no, porque no tenía familia.
– ¿Y en eso dijiste la verdad, Quiteria? -le interrumpió el bachiller-. ¿No tienes familia en Hontoria, no fuiste precisamente el día de tu fuga a verla? ¿No te ha dicho cien veces Antonia que tu casa es la suya, y que allí debías de quedarte?
– Si lo piensa, y no lo piensa, ya me lo habría hecho saber en todos estos años -admitió pesarosa el ama. entre sollozos-.Y vos no podéis hablar, porque no la conocéis. Antonia es mala, caprichosa, cruel, antojadiza, y si con el amo era ya ingobernable, sin él será una tirana. Es avara y nada compasiva. Ninguno de nosotros tiene la culpa de que su madre se muriese, de que su padre huyera y de que la niña no se haya criado en un palacio. Mientras vivió su tío, me obedecía o fingía respetarme. Pero muerto él, ¿qué me espera a su lado? Me han tratado en esta venta con más respeto el tiempo que llevo en ella, que en la casa donde he pasado veintisiete años desde que murió mi amo.
– Ahora te ciega el rencor, Quiteria. No hay nadie que sea tan malo como lo pintas, y las personas cambian. Antonia es muy tierna, y está asustada. ¿Y no tienes madre y hermanos en Hontoria? De acuerdo que no quieras volver con Antonia, si tan mal te va con ella; pero vuelve con tu familia. ¿Cómo vas a terminar tú de moza de mesón?
– Allí son tan pobres que ni siquiera podría ganarme el sustento, aun queriendo. Las penas que se le reservan a una mujer sola e infortunada, más vieja que joven, más fea que hermosa, más callada que graciosa, más áspera que dulce, nadie las sabrá nunca del todo. Fui a ver a mis hermanos, es cierto, y a mi madre, y no llevaba pensamiento ninguno, m de estarme en mi casa ni de ir por los caminos. Sólo quería ventilarme la cabeza. Allí me recibieron los míos con los brazos abiertos, y mi hermano me dijo, ésta es tu casa y si a ella quieres volver, te recibiremos con los brazos abiertos, pero corren malos tiempos y tarde o temprano habrás de buscarte donde ganarlo, porque aquí nos juntamos demasiadas bocas. Y así es la verdad, porque aquélla es casa donde se comen los piojos. Cómo me apenó oírles decir aquello. «He venido con lo puesto -les dije-, y con lo puesto me iré esta tarde. Necesitaba un poco de sosiego. Allá se ha quedado todo lo mío, que me basta y me sobra, porque mi amo don Quijote tampoco se ha olvidado de mí en su testamento.» Y fue cosa triste que los mismos que hasta ese momento no tenían sitio donde tenerme, en cuanto oyeron la palabra testamento, quisieron saber por menudo lo que me había dejado, porque no se habrá visto a nadie que lleve mejor cuenta de los caudales ajenos que a los pobres. Les dije que quiso mi amo satisfacer todo el salario que se me debía por el -trabajo realizado en todos estos años, y que añadía veinte ducados para que me hiciera un vestido.
– Ah, ya entiendo -exclamó el bachiller-. Ahora se me alcanza la razón de la disputa. Habéis reñido tú y Antonia a cuenta de esa herencia, que no te habrá podido satisfacer, porque no le queda ya en el arca ni un maravedí.
– No queráis saber más de lo que pasó. Jamás disputé con Antonia por un ochavo, ni lo haría. ¿En qué se mejora una desgracia por vestido de más o de menos? El caso es que me dolió saber que en la casa donde no tenían ni cama ni mesa ni plato un minuto antes, se me abrían de pronto todos los aposentos cuando supieron que acaso viniera con dineros. Les dije que me había llegado a Hontoria no para quedarme sino por ver a mi madre, que me habían dicho que había estado enferma, y cuando salí de mi pueblo, y sin saber por qué, me puse en camino. Ya sólo tenía deseos de alejarme de allí, y por primera vez comprendí muy bien a mi señor Quijano y lo que debió de sentir, porque a medida que iba dejando atrás lo que yo ya conocía, fue algodonándoseme el alma, pues nadie puede ser más feliz que aquel que con libertad hila sus pasos.
– ¿Tan mal te trataron en tu casa, Quiteria?
– No me haga decir más de la cuenta ni quiera saber más de lo debido, porque cada hombre ha de llevarse a la nimba secretos que ni harían bien a nadie si los supiese, ni mejorarían en nada, sacándolos de su corazón, a quien los guarda en él. Decid a Antonia que agradezco sus intenciones, pero que aquí me quedo, y vos no olvidéis lo que os digo: no es buena esa muchacha y si su tío hizo locuras, las que hará ella dejarán pequeñas las de él, porque las cosas vienen de lejos cuando son graves.