Aquellos embustes de don Santiago (porque no podían ser sino embustes, ya que él había enterrado al verdadero y único don Quijote, y la broma de que hubiesen enterrado a un don Quijote falso ni siquiera la imaginaba el bachiller, por no tener que admitir que en ese caso él mismo sería igualmente un Sansón Carrasco apócrifo), todas aquellas mixtificaciones admiraron y divirtieron al bachiller. Y puesto que siendo tan discreto y gentil el caballero al que se refería don Santiago, no podría tratarse del necio don Quijote avellanado, m de don Quijote el bueno, por haber muerto, supuso el bachiller que algunos imitadores guasones habían salido por broma y diversión a correr la tierra vestidos en tales disfraces, y con ánimo de tal perfección que se podrían comparar en eso a los comediantes capaces de imitar a la perfección voces y semblantes de gentes conocidas, pareciéndose a los verdaderos más que los verdaderos mismos. Y sin embargo hubo algo que le dejó pensativo al bachiller, y fue que todo lo que acababa de declarar don Santiago de cómo se comportaban don Quijote y su escudero, de cómo al caballero el vencimiento le había vuelto más cuerdo y cómo la retirada le había vuelto más loco al escudero, animando a su dueño en la quimera de llevar vida pastoril, todo aquello él podía darlo por bueno, pues los días que mediaron entre su regreso y la muerte de don Quijote así habían pasado.
Por ver a dónde llevaba todo aquello y qué patrañas se inventaba, siguió el bachiller Carrasco preguntando al alcarreño:
– Y, mi señor don Santiago, puesto que habéis tenido la suerte de tratar a don Quijote en La Almunia de doña Godina no hace ni siquiera una semana, y aunque sólo fuera durante una noche, ¿podéis decirme si os ha contado las nuevas aventuras que han sucedido y que sin la menor duda veremos pronto en libro, como salieron las otras y el propio don Quijote da por hecho?
– Algunas os referiré, y con mucho gusto, que nada me lo da tanto como tratar de esas cuestiones -respondió el hombre-. Pero ya os dije que no se hallará caballero más discreto ni menos vanidoso que él, y si se le pregunta por sus aventuras, se limita a guardar silencio, por no dar a pensar que se envanece o alardea de sus conquistas, y es entonces Sancho Panza quien las refiere, y son en verdad increíbles de no saberles a los dos incapaces de mentir. Y así nos contó el escudero no sólo las aventuras de su primera salida, sino muchas recientes, como que acababa él de dejar, en un lugar llamado Barataría, la gobernación de una ínsula que le proporcionó un duque, admirador de su señor don Quijote, que a los dos, a amo y escudero, los había tenido a mesa y mantel por más de tres semanas alojados en su castillo como a verdaderos príncipes.
Fue oír eso, y el bachiller Sansón Carrasco, que conocía como todos en el pueblo esas nuevas, saltó de la silla y se puso en pie, pues si aquel hombre era un farsante declarando que acababa de encontrarse con don Quijote en La Almunia de Doña Godina, cuando era bien patente y notorio que había muerto hacia tres meses y los mismos llevaba enterrado, no lo era en absoluto declarando que Sancho había sido gobernador, cosa que sólo podía saber de primera mano o por quien conociera tales hechos. Y el mismo efecto hizo tal revelación en don Álvaro Tarfe, que había oído referir aquella aventura gobernadera de labios del propio Sancho. ¿Se habría publicado acaso la segunda parte del verdadero don Quijote y andaba ya por ahí, y ellos no lo sabían? ¿Habría llegado a manos del apócrifo y marfuz Quijote tordesillesco un ejemplar de las nuevas aventuras y se había apropiado de las segundas, como sin escrúpulos se apropió de las primeras, y se habría salido al campo, escapándose de la Casa del Nuncio?
De cuajo se le arrancaron las ganas de diversión al bachiller Carrasco, y si alguna de sus bromas y enredos había imaginado para desengañar y correr a don Santiago, se lo pensó mejor. Se dijo: «Aquí hay industria, y no acierto a ver de qué clase; o engaño, y no sé con qué objeto, porque a nadie beneficia; o ha querido el cielo, y tampoco se me alcanza a descubrir la razón, propalar la enfermedad de don Quijote y contagiar con ella a todos los desdichados de la tierra», y asi se atrevió a preguntar Sansón Carrasco, con mucha menos pompa y más grave continente:
– ;Y decís, señor don Santiago, que al fin Sancho ha logrado su ínsula y que ya obtenida ha renunciado a ella? ¿Cómo puede ser una cosa así, después de lo que penó por alcanzarla?
– Yo no sé sino lo que él me dijo, que el gobierno no era para él y que más había nacido para ser libre que para sujetarse y quitarles la libertad a los demás, como quería quitársela de comer a su gusto un tal doctor Tirteafuera, que lo mantuvo en tan estrechas hambres mientras duró su gobierno que a punto estuvieron de llevárselo consumido al otro mundo, y que no sabía si se llamaba Tirteafuera de suyo, por ser del lugar de ese nombre, o porque se pasaba todo el día estorbándole, cada vez que le presentaban un manjar, con un tirte afuera, o sea, un quita allá.
Se quedó pensativo Sansón Carrasco dándole vueltas en la cabeza a todas aquellas cosas que acababan de relatarse, sin ganas ni siquiera de seguir lo que había empezado como un vaniloquio y era ya cuestión de metafísica, y por temor acaso de estar en un coloquio con el mismo Satanás, conocedor de tantas cosas ocultas e imposibles, guardó silencio.
Entró en ese momento el ventero con un cofín lleno de higos, y le anunció al bachiller, y a todos los presentes, que sus cenas estaban en camino, y ni siquiera había terminado de decirlo, cuando vieron aparecer a la criada que traía una gran fuente, lo que fue recibido por todos los presentes con patente alborozo, menos por Sansón Carrasco, que se quedó mudo por la sorpresa de reconocer en aquella sirvienta al ama Quiteria.
Al ver al bachiller, a punto estuvo ella de que se viniera al suelo la fuente en la que humeaban media docena de manos de vaca. Se llevó disimuladamente el bachiller su dedo índice a los labios, dando a entender al ama que no descubriese quién era, y por gestos la hizo saber que de allí a un rato, cuando pudieran encontrar mayor sosiego, hablarían a solas.
Y puestas las cosas en aquel término, dudó el bachiller Sansón Carrasco durante la cena si declararle a don Álvaro Tarfe con la mayor discreción quién era o no, asi como la muerte de don Quijote. Porque las verdades que creyó oírle referir quedaban en entredicho con las mentiras oídas a don Santiago, y amigo de burlas como era, empezó a sospechar que quizá fuera todo una combinación para reírse a su costa. Había oído allí tantas verdades y mentiras por junto y al revoltillo, que si unas cosas le admiraban, otras le ponían en guardia.
Vio el joven Carrasco a! caballero granadino trasegar en silencio su cena, sin hablar con nadie, pensando acaso en todo lo que se había hablado, y si por un lado le resolvía a desvelar quién era el hecho de que no tuviese a don Quijote por alguien que había quebrantado un juramento, no haciendo con ello honor a su nombre, por otro, el buen juicio le aconsejaba quedar tapado en aquella reunión y que no le tuviesen a él mismo por otro de aquellos orates que al parecer empezaban a multiplicarse por la Mancha con los propósitos más pintorescos, como era bien notorio por las muestras que en aquella venta se habían dado a conocer. Meditaba: «Si le digo que don Quijote ha muerto, el honor de mi amigo habrá quedado a salvo, y no irá contando don Santiago por ahí que conoció una vez al verdadero don Quijote, y que éste resultó más falso que el primero; pero me tendría a mí por loco, y no está claro que me creyese, puesto que parece cierto que él en La Almunia ha estado con un don Quijote que él tiene por verdadero, con lo cual seguirá asegurando que el don Quijote bueno, el mío, el nuestro, el que se nos ha muerto, era tan malo como el malo; y si no digo nada, mi reputación no habrá sufrido nada, pero habré consentido que la fama de don Quijote empiece a resquebrajarse y acabará viniéndose abajo como una pared apandada.