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Quedaron los presentes muy asombrados con aquellas aclaraciones de don Álvaro Tarfe, que recibieron con murmullos de aprobación, y permanecieron pendientes de lo que dijera don Santiago Mansilla. Pero el joven de la espada de filigrana no acertaba sino a un mirar torvo y a un mascullar razones inaudibles.

Pero nadie se asombró tanto como el bachiller Sansón Carrasco. Oyéndose nombrar como el caballero del vencimiento de don Quijote, dio por bueno y fiel todo el relato de don Álvaro. Conocía también la existencia de aquel segundo libro con el falso Quijote por el propio y verdadero don Quijote que así se lo había confesado a su vuelta, con todas las demás historias a las que se acababa de referir don Álvaro Tarfe, y a éste pensó enterarlo discretamente luego, en un rincón, de quién era él y cuál había sido el fin de don Quijote. Pero no quiso privarse de hacer algunas preguntas al joven don Santiago, para tratar de adivinar a quién había visto él en La Almunia y qué propósitos le movían a ése con tal de usurpar un nombre que no era el suyo.

– Ah. caballeros, cuánto gusto recibo en oíros hablar como lo hacéis…

Todos miraron a aquel joven que aún vestía de estudiante y a quien habían visto entrar hacía un rato. Sansón Carrasco se vio en la obligación de declarar quién era, no diciendo lo que de don Quijote sabia él, y no temió dar su verdadero nombre ya que en la primera historia circulante no aparecía y nadie podría, por consiguiente, reconocerle.

– Me llamo Sansón Carrasco y vengo buscando a cierta persona que se partió de mi lugar hace algunos días, para darle un mensaje en que ha puesto la vida una amiga suya. También yo he leído, amigos, el libro del primero y verdadero don Quijote y lo que sé del segundo, lo sé de oídas. El primero lo encontré sumamente entretenido e impar, como no se ha escrito otro igual en nuestra lengua, y del segundo nada puedo decir, porque como acabo de aclarar, no lo conozco. Pero si lo que don Álvaro ha dicho es verdad, y no lo pongo en duda, y lo dicho por vos, don Santiago, también lo es, sólo puede querer decir que hay ahora sueltos por el mundo dos don Quijote, uno bueno y otro malo, y siendo así que el bueno está recluido en su lugar cumpliendo la penitencia, es el malo quien anda por ahí usurpando su nombre y poniéndole a su nombre andanzas que no merecerían ser tales, sino verdaderas malandanzas. Ahora bien. Pensemos seriamente esta cuestión. Si don Quijote el bueno es quien yo creo que es, no puede haberle vencido nadie ni él se dejaría. De modo que ese que dice haberse retirado descabalgado a su lugar no debía de seísmo el malo, y el que sigue cabalgando no ha de ser sino el bueno. Por eso querría saber, don Santiago, ¿dónde exactamente aseguráis que visteis a don Quijote? Porque si no me desvía mucho de mi camino, allí iré yo por verlo y entrar en el número de quienes se rozaron con su persona. Yo, pues, me declaro del partido de don Quijote visto por última vez en La Almunia de doña Godina.

Don Santiago, aturdido por las palabras de don Álvaro pero enardecido por las del bachiller, cobró el aliento y animó al bachiller a que emprendiese ese camino en busca de don Quijote, y dijo:

– Es todo muy extraño, don Álvaro. Y ahora os diré por qué, Y vos, señor Carrasco, hacedlo, id en su busca, de lo que recibirá don Quijote mucho contento, y sabed que a quien vais a encontrar es al bueno y no al malo. Y decidle también que os cruzasteis con don Santiago de Mansilla la víspera de la entrega de su carta, ya que según tengo entendido ese pueblo llamado del Toboso está muy cerca de aquí.

– Y contadnos, ¿cómo le habéis encontrado de salud y de ánimo? -volvió a preguntar malicioso el bachiller.

– De lo primero, algo achacoso, por los duros trabajos que dice llevar adelante, pero de lo segundo nadie podría hallar un caballero más espumoso en medio de sus melancolías que él, ni a nadie mas hablador ni tan entretenido, y tampoco menos presumido y ufano, pues aunque en todas aquellas comarcas había quienes conocían sus historias, jamás se le veía sacar provecho de ninguna, al contrario que los soldados fanfarrones, ni aumentaba hablando de ellas la calidad o cantidad de sus enemigos por sobresalir de ellos en sus victorias, antes al contrario, gustaba referirse sobre todo a aquellas otras ocasiones en las que las circunstancias y los encantadores le habían jugado la mala pasada de confundir sus enemigos con molinos de viento o con rebaños de ovejas, sin que él pudiera adivinar el modo de contrarrestar tales ilusiones malignas, y atended, don Álvaro, porque aquí viene lo que al principio tanto me ha desconcertado de toda vuestra historia. Porque entre las cosas de las que le encontré quejoso a don Quijote fue, en efecto, de ese sosias que le ha salido, y al que habéis aludido, y que va emparejado por el mundo con otro Sancho haciendo sandeces y ensartando aventuras tales y tan desustanciadas que ni están sustentadas en razón m en el ingenio, ni en el valor ni en la audacia, ni en el ideal ni en la fe, sino en la pura y llana tontería. Y me dijo, en efecto, que ese don Quijote mendaz que iba por el mundo usurpando su nombre era el mismo que había historiado el tal autor tarragonino. Pero que él era el único y verdadero don Quijote de la Mancha de quien habló Cide Hamete Benengeli y que dio a conocer el señor Cervantes en volumen ya famoso, como habría de serlo la segunda y verdadera historia de sus hazañas, cuando se publicara.

No pensaron ni el bachiller Carrasco ni don Álvaro que las cosas fuesen a ponerse de ese modo, ni que fuera don Santiago un consumado embustero, de modo que sólo preguntando pensó nuestro bachiller que llegaría a menos movedizas verdades, y así quiso saber igualmente si en las pláticas que había mantenido don Santiago con don Quijote, le había mencionado éste el lugar de donde era, y la gente que en él había dejado, entre otras, sobrina y ama, y una hacienda que había de ser abultada para permitirle llevar esa vida ociosa, y si se había acordado de preguntarle la razón por la cual el autor de su historia no quiso acordarse del lugar de donde había salido para alcanzar eterna fama.

– Nada me dijo de ese nombre ni a mí se me alcanzó a preguntárselo, pero sí mencionó todo el tiempo perdido en tal lugar, lamentándose de no haberlo abandonado mucho antes, cuando aún era mozo, dejando para la vejez trabajos que quizá debería haber acometido de joven, y así yo diría que se le veía con una sed infinita de aventuras, temiendo que su tiempo era breve, y que sabido eso, no le quedaba mucho que perder. Y ahora que aludís a ello, de nadie de los de su pueblo habló, ni tampoco de su familia. Nunca mencionó quiénes son o fueron sus padres ni el ama ni la sobrina, que aparecen en la relación de sus hechos. Se diría que sólo le preocupaba su vida andantesca, como si hubiese empezado a ser persona únicamente en el momento en que salió de allí, y no antes. Un hombre con dos vidas. Una, antes de hacerse caballero, de la que poco o nada recordaba o de la que nada tenia que decir; y otra, aquella que llevaba a la sazón, la buena, la breve, la penosa, la difícil vida de los caballeros andantes.

Ya las palabras de don Santiago habían encendido una controversia, y la reunión se tajó en dos, partidarios de un don Quijote y de otro, como de una cuestión teológica, con argumentos que hacían buenas las dos verdades, cosa imposible, porque sólo una de las dos podía serlo, si acaso no eran las dos

Se refirió a continuación el encantador de gatos a la relación que entre don Quijote y Sancho tenían.

– Yo creía -prosiguió don Santiago, cuando se hubo apaciguado el concilio-, por lo leído, que el caballero don Quijote no siempre era considerado con su escudero, y que se pasaba el día reprendiéndole y amonestándole, y mandándole callar y corrigiendo sus palabras y sus modales, y que el escudero unas veces de grado y otras con disgusto, acataba tales trepes con la sumisión de un buen criado. Pero se diría que ahora llevan su suerte a la par, más como compañones de la misma milicia que como señor y vasallo, y parece que hablan los dos de las mismas cosas y comparten los mismos puntos de vista, como si don Quijote hubiera contagiado su locura a su escudero, y éste todo su buen sentir y decir al caballero, de modo que si ya en la primera parte que conocemos confortaba y entretenía asistir a sus coloquios, ahora embelesan de tal modo que yo les pondría a decir lo que quisieran y a hablar de lo primero que se les viniere a las mientes, porque todo parecen ellos resolverlo a las mil maravillas.

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