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– Y cierto es que ninguno de los presentes en aquellas aventaras hubiera podido recogerlas mejor ateniéndose a la verdad, de donde se sigue que en la vida tanto como vivirla está el saber contarla, y felices quienes conocieron la edad de oro, pero más felices aún cuyos nombres fueron sacados de ella y puestos en el mármol de la página de un libro para ejemplo y suspiro de quienes fuesen a vivir en la de hierro, y 51 como don Quijote tuvo su Cide Hamete, daría yo mi hacienda por tener un Amed Marfucio cualquiera que mostrara el florido pensil de mis cuidados.

El académico maese Nicolás, que estaba ya achispado con el vino y amábala retórica, pronunció estas palabras de pie, levantando su jarro de vino, y rizó el rizo, como suele decirse, y añadió de su coleto que no sólo era así, sino que a la mayor parte de las vidas les bastaría con alguien que las metiera en una crónica para no tener que vivirse.

– Y si yo contara -añadió- con la suerte de tener para mí un historiador escrupuloso como Cide Hamete o uno tan clemente como Cervantes, les daría carta blanca para que hiciesen y dijesen de mi vida lo que quisieran, no menoscabando la honra, porque en el haberlo dicho bien estaría ya la verdad que uno, como académico, ha buscado siempre. Y no sería yo quien fuese a sacarles mentirosos. ¿Que decían que yo era un gigante como García de Paredes y más hermoso que Apolo, siendo como soy mantecoso y deslucido? Bueno estaría. ¿Que mi porte era marcial? Bien también. ¿O ruin y estevado? Allá penas.;O que fui amamantado por una loba en el monte Aquilón? Bueno también. ¿O que yo le enseñé a Alonso Quijano a cazar pájaros con liga, como es cierto? Mejor que mejor… Señores, brindemos por don Quijote, que nos ha hecho a todos famosos, pues no hay hombre sin nombre ni nombre sin renombre. ¿No crees Sancho, tú que sabes de refranes?

A Sancho le había dado llorona y no hacía más que suspirar, hipando, entre gemidicos y lloramicos:

– ¿Famosos? ¿Y a quién le importa eso ahora? Un hombre son sus obras, y de nada sirven los libros, si no están sustentados en una verdad. ¿Quién nos dice que no seamos todos nosotros en ese libro como papel mojado?

Nadie hizo caso a Sancho Panza, porque no querían que les aguara la fiesta y porque empezaban a darse cuenta de que Sancho sin don Quijote decía muchas menos cosas graciosas que cuando estaba con él.

Se contaron una y diez veces cien sucesos referidos al recién finado caballero, y cada cual añadía a cada una de ellas matices y nuevos pelos, vistiéndolas y adornándolas hasta la exageración.

Volvieron a referirse los episodios antiguos de los molinos de viento contra los que arremetió don Quijote creyendo que eran gigantes, o el de los carneros que don Quijote tomó por los ejércitos de Alifanfarón, o el de los leones que venían regalados al rey por el general de Oran y que él quiso liberar, y otros nuevos y recientes sucesos, como el de h cueva de Montesinos o el de la ínsula Barataria, este último del que se enteró todo el pueblo, porque lo pregonó la venida del servidor de los duques que trajo a Teresa Panza la sarta de corales y el ruego de que le enviase una arroba de bellotas.

Corría el vino por la mesa y los comensales levantaban sus jarros y tazones, y dirigiéndose a Sancho, le preguntaban joviales:

– ;Y para cuándo emperador, Sancho?

Y el antiguo escudero sonreía un poco bobaliconamente, por no parecer descortés, y acertaba a decir sin saber muy bien lo que decía:

– ¿Y eso a quién le importa ahora?

Y si en la historia era un molino el que le había volteado a don Quijote, allí se dijo, y todos hicieron como que lo creían, que se lo habían pasado de aspa en aspa lo menos veinte molinos, puestos en la cuerda de un teso, peloteado de uno a otro como si el hidalgo fuese un muñeco de trapo. Y si a Sancho le habían manteado, se exageró tanto el lance que parecía que, de tan alto como había subido, pudo tocarle las cuernos a la luna, lo cual contribuyó a que al propio Sancho se le olvidase por un momento toda la tristeza en que le había sumido la muerte de su amo, y él mismo se animó a relatarles a sus vecinos algunos de los curiosos lances de cuando fue gobernador, como cuando tuvo que juzgar el caso de aquella mujer que variaba en la cama a su marido con un vecino, a cambio de las vacas de éste, o el caso más agudo de aquel que quería saber si mentía o decía verdad cuando decía que mentía.

Al cabo de un rato, hasta Sancho olvidó la pena que sentía. Porque, sí, acababa de morirse don Quijote, y, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama, y, pese a su dolor, se regocijaba Sancho Panza en una casa que estaba, tras el entierro, alborotada y llena de afanes.

Hasta el ama Quiteria o Antonia, que tanto habían deplorado las locuras de su amo y de su tío y tanto las habían combatido, tenían que hacer esfuerzos para no quedarse oyendo aquella montaña de disparates y acababan por aceptarlos con una risa indulgente, como travesura de un niño que tanta más gracia hace cuanto más aspada e inocua es.

El bachiller Sansón Carrasco, acaso el que llevaba la voz cantante en aquel póstumo homenaje a don Quijote, se dio cuenta de ello, y se atrevió a decirle al ama:

– Quiteria, se diría que todo lo severa que fuiste con tu amo en esta vida, lo eres ahora piadosa con su memoria, y hasta yo aseguraría que te resultan graciosas las mismas locuras por las que hace dos semanas te llevaban todos los demonios. Y a ninguno se nos ha despintado de la memoria el recio rapapolvo que no hace m horas echaste a todo el mundo. a cuento de esas locuras. ¿Tan pronto se te han olvidado las cosas que decías?

– ;Y qué, si así fuera, señor bachillerillo? -respondió crispada.

Todos rompieron a reír de ver aquella suspicacia.

– No he terminado aún -prosiguió ella, rehaciéndose-. Desde luego, siempre quise a mi amo mejor que loco, cuerdo, y me dolía que vuesas mercedes le espolearan sus desvaríos, pero no soy tan mala como para preferirlo muerto a loco, y fíjense en lo que voy a decir: si por mí fuera, le retornaría a la vida aunque con ello volviera a perder la cordura que recobró los últimos días, y Dios me perdone esta blasfemia. Y claro que me río de esos disparates. ¿Cómo no había de reírme, si no los habrá tan graciosos en ninguna parte ni criatura tan inocente ni menos lesiva que él? Sólo que ahora ya no pueden hacerle daño, ni nadie se le reirá en las barbas, ni le faltarán al respeto. ¿Y qué es este nuevo uso de llamarle a todas horas don Quijote, cuando él era y no podía ser otro que el señor Quijano? ¿Qué es eso de llamarle con su nombre de loco, cuando tenía uno bien cristiano de cuerdo? El día en que nos dijo a todos, ya soy cuerdo, y enterró todas sus locuras pasadas, sabed, señores, que ahorcó su nombre de don Quijote, y harían vuesas mercedes muy mal si siguiesen llamándole como a él no le gustaría que lo llamaran ya más, de haber vivido. Ay, y qué bueno era y cómo nos trataba entre los algodones de su finura.

Y llegado a este punto el ama dio un profundísimo gemido y rompió a llorar desconsolada y súbitamente. Se tapó la cara con una rodea, dio media vuelta y salió de la sala.

Nadie entendió tan brusco cambio de humor, ni cómo se había pasado de las risas y el jolgorio al rompimiento de lloro.

La salida inesperada del ama les estropeó a todos el banquete, y no hubo nadie tan poco piadoso que no pensara si la habían ofendido o en qué, y a todos se les acordó que estaban allí porque había muerto un hombre, y no estaba bien no honrarle con alguna seriedad y más reposo.

De todos modos, Sansón Carrasco, el mis malicioso de todos, trató de descargar la culpa y dijo no hallar entre las cosas que allí se habían dicho ninguna que le faltara el respeto a la memoria del finado ni a ninguno de los deudos. Antes al contrario, todos los presentes lo tenían por una bellísima persona que harto bien había muerto mirando los últimos meses de vida que había llevado. Así que se sorprendieron de ver llorar al ama, pero no se hubieran extrañado de haber sabido las razones por las que lloró y sus sentimientos hacia su señor.

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