Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Probémosles que no les tenemos miedo -le dije audazmente-. Saque la última ilustración y mostrémosla.

– ¿Y no demostraría eso que nos importan sus calumnias al menos tanto como para tomárnoslas en serio? No hemos hecho nada por lo que tengamos que temer. ¿Hay acaso otra cosa que justifique tus miedos?

Me acarició el pelo como un padre. Temí que volvieran a brotarme lágrimas de los ojos y lo abracé.

– Sé por qué mataron al pobre iluminador Maese Donoso -dije inquieto-. Maese Donoso, calumniándole a usted, al libro, a nosotros, iba a conseguir echarnos encima a los hombres de Nusret, el predicador de Erzurum. Había decidido que aquí no se hacían más que impiedades siguiendo las instrucciones del Diablo y había comenzado a contarlo por todas partes y a incitar contra usted a los demás ilustradores que trabajan en el libro. No sé por qué hizo eso de repente. Quizá por celos o quizá tentado por el Diablo. Los demás ilustradores que trabajan en el libro también estaban al tanto de lo decidido que estaba Maese Donoso a destruirnos. Como puede suponer, todos se asustaron y empezaron a alimentar sospechas, como yo. Uno de ellos se dejó llevar por el pánico una noche en que Maese Donoso le estaba presionando y provocándole contra usted, contra nosotros, contra el libro, las ilustraciones, la pintura y contra todo en lo que creía y mató a ese miserable y lo tiró al pozo.

– ¿Miserable?

– Maese Donoso era un traidor con muy mala idea y muy mala leche -le respondí-. ¡Un hijo de mala madre! -grité, como si lo tuviera frente a mí en aquella habitación.

Se produjo un silencio. ¿Tenía miedo de mí? Yo mismo me daba miedo. Era como si me hubieran poseído la ambición y la inteligencia de otra persona, pero era una sensación agradable.

– ¿Quién es ese ilustrador que se ha dejado llevar por el pánico como tú y como el pintor de Isfahán? ¿Quién lo mató?

– No lo sé -respondí.

Pero quise que comprendiera por la expresión de mi cara que le estaba mintiendo. Me daba cuenta de que había cometido un grave error viniendo hasta aquí. Pero tampoco iba a dejar que me dominaran los sentimientos de culpa y de arrepentimiento. Podía ver que el señor Tío sospechaba de mí y eso me complacía y me daba fuerzas. Pensé a toda velocidad que si ahora comprendía que yo era un asesino y le daba miedo, entonces sacaría para enseñármela la última ilustración, que yo ahora quería ver no tanto para saber si era realmente una impiedad como por pura curiosidad.

– ¿Acaso es importante saber quién mató a ese degenerado? -le dije-. ¿No hizo un buen trabajo el que lo quitó de en medio?

Me dio valor el que no pudiera mirarme directamente a los ojos. Eso es lo que le pasa a la gente importante que se cree mejor y más ética que uno cuando sienten vergüenza de ti, que no pueden mirarte a los ojos. Quizá porque están pensando en denunciarte y entregarte al verdugo para que te torture.

Fuera, justo delante de la puerta, unos perros empezaron a ladrar como si estuvieran rabiosos.

– Vuelve a nevar -dije-. ¿Dónde están todos a estas horas de la noche? ¿Por qué se han ido abandonándolo solo en casa? Ni siquiera han dejado una vela encendida.

– Es muy raro, mucho -me respondió-. No lo entiendo.

Era tan sincero que lo creí por completo y volví a sentir en lo más profundo que lo quería a pesar de que me burlara de él cuando estaba con los otros ilustradores. Me resulta imposible saber cómo comprendió al instante que se elevaban en mi corazón un cariño y un respeto excesivos por él, pero en ese momento me acarició de nuevo el pelo con aquel irresistible afecto paternal. Sentí que la manera de pintar del Maestro Osman, inspirada en los antiguos maestros de Herat, no tenía futuro alguno. Era un pensamiento tan feo que me dio miedo de mí mismo. A todos nos ocurre lo mismo después de alguna catástrofe: con una última esperanza rogamos por que todo siga como antes sin que nos importe parecer ridículos o estúpidos.

– De todas formas, sigamos ilustrando el libro -le dije-. Que todo siga como antes.

– Hay un asesino entre los ilustradores. Continuaré el libro con el señor Negro.

¿Me estaba provocando para que lo matara?

– ¿Dónde está ahora Negro? -le pregunté-. ¿Dónde están su hija y los niños?

Me daba la impresión de que aquellas palabras me las había puesto en la boca una fuerza ajena a mí, pero no podía contenerme. Ya no había manera de que pudiera ser feliz en el futuro ni de que pudiera alimentar ninguna esperanza. Sólo me quedaba ser inteligente y sarcástico, aunque detrás de aquellos dos duendes siempre divertidos, la inteligencia y el sarcasmo, podía sentir la presencia del Diablo, que los gobernaba y que se iba infiltrando en mi corazón. En ese preciso momento, los malditos perros que había más allá de la puerta del patio empezaron a aullar enloquecidos como si hubieran olido sangre.

¿No había vivido aquel instante mucho tiempo atrás? En una ciudad muy lejana, en un tiempo que ahora me parecía muy remoto, mientras fuera nevaba aunque yo no pudiera verlo, a la luz de las velas, intentaba demostrarle llorando mi inocencia a un viejo chocho que me acusaba de haber robado pintura. Entonces, justo como estaba ocurriendo ahora, también habían comenzado a aullar como si hubieran olido sangre unos perros que había más allá de la lejana puerta del patio. También el señor Tío tenía una barbilla arrogante, como aquel tipo arrugado y malvado, y, lo comprendí porque por fin clavó su mirada en la mía despiadadamente, tenía la intención de aplastarme. En ese momento revivía aquel terrible recuerdo neto pero descolorido de cuando era un aprendiz de diez años de la misma manera en que habría podido representarme en la mente una pintura con las líneas muy definidas pero un tanto desteñida.

Y mientras me levantaba, rodeaba al señor Tío, que seguía sentado, y cogía de entre los tinteros familiares que había sobre la mesa de trabajo, algunos de vidrio, otros de porcelana, otros de cristal de roca, aquel nuevo de bronce, enorme y pesado, el ilustrador laborioso que había en mi mente, y que el Gran Ilustrador Osman nos había enseñado a ser, me pintaba de forma neta y descolorida como si lo que hacía y lo que veía no fuera algo que estaba viviendo en ese instante sino un lejano recuerdo. En los sueños nos vemos desde el exterior y sentimos un escalofrío, y yo, con un escalofrío parecido y con el tintero rechoncho de boca estrecha en la mano, dije:

– Cuando tenía diez años y era aprendiz vi un tintero parecido.

– Es un tintero mongol de hace trescientos años -me respondió el señor Tío-. Negro me lo ha traído de Tabriz. Sólo se usa para la tinta roja.

Por supuesto, era el Diablo el que me tentaba para que en ese preciso instante descargara el tintero con todas mis fuerzas sobre los sesos aguados de ese viejo chocho tan pagado de sí mismo. No le hice caso. Y con una esperanza estúpida, dije:

– Yo maté a Maese Donoso.

Comprendéis por qué lo dije esperanzado, ¿no? Esperaba que el señor Tío me comprendiera y me perdonara. Y que me temiera; y que me ayudara.

55
{"b":"93926","o":1}