– ¿Por qué te sientes culpable? -me preguntó-. ¿Qué es lo que te está reconcomiendo? ¿Quién ha conseguido que dudes de ti mismo?
– Cuando uno duda de si un libro que lleva meses ilustrando feliz puede atacar cosas que cree sagradas, vive los tormentos del Infierno. Si pudiera ver entera esa última ilustración…
– ¿Y eso es todo lo que te preocupa? ¿Para eso has venido?
De repente me inquieté. ¿Acaso estaba pensando algo tan repugnante como que yo había matado al pobre Maese Donoso?
– Además, los partidarios de destronar al sultán y poner en su lugar al Príncipe Heredero se unen a esas calumnias y andan divulgando que Nuestro Sultán apoya este libro en secreto.
– ¿Cuánta gente cree en eso? -me preguntó con aspecto cansado, exhausto-. Cualquier predicador ambicioso al que le embriaga la poca atención que le prestan enseguida empieza a decir que estamos dejando de lado la religión. Es la forma más segura que tienen de ganarse la vida.
¿Pensaba que había ido hasta allí sólo para informarle de aquel rumor?
– Pobre Maese Donoso, que en paz descanse -dije con voz temblorosa-. Al parecer lo matamos nosotros porque había visto la última ilustración entera y se había dado cuenta de que era una blasfemia. Me lo ha contado en el taller un jefe de sección amigo mío. Y ya sabe cómo son los aprendices y los asistentes; todo el mundo se dedica a los cotilleos.
Continué hablando un rato, cada vez más excitado, siguiendo aquellos razonamientos. No sé cuánto de lo que contaba lo había oído yo mismo, cuánto me había imaginado de puro miedo después de matar a aquel cabrón calumniador y cuánto me estaba inventando mientras hablaba. Esperaba que después de tanto dar vueltas, por fin el señor Tío sacaría aquella última ilustración de doble página, me la enseñaría y yo podría tranquilizarme. ¿Por qué no entendía que sólo así podría librarme de mi miedo de estar hundiéndome en el pecado?
En cierto momento quise sobresaltarle y le pregunté osadamente:
– ¿Puede uno hacer sin darse cuenta una pintura impía?
En lugar de responderme hizo de repente un gesto airoso con la mano, como si en la habitación hubiera un niño dormido y me llamara la atención y yo guardé silencio.
– Está muy oscuro -me dijo como en un susurro-, vamos a encender ese candelabro.
No me agradó en absoluto ver en su cara un orgullo desacostumbrado mientras encendía la vela del candelabro en el brasero. ¿O era una expresión de lástima por mí? ¿Lo había comprendido todo y pensaba que era un miserable asesino, o me tenía miedo? Recuerdo que de repente me pareció que perdía el control de mis pensamientos y que observaba sorprendido lo que estaba pensando en ese momento como si lo pensara otro. La alfombra del suelo tenía algo en una esquina que se parecía a un lobo, ¿por qué no me había dado cuenta hasta ese momento?
– Todos los janes, shas y sultanes que han amado la pintura, las ilustraciones y los libros hermosos, han pasado por tres épocas en su afición -dijo el señor Tío-. Al principio son osados, complacientes y sienten curiosidad. Quieren pinturas para aumentar su prestigio, porque otros van a verlas; es una etapa de aprendizaje. En la segunda encargan los libros que les gustan para satisfacer su propio placer. Como por fin han conseguido disfrutar sinceramente de la contemplación de la pintura, adquieren prestigio y acumulan libros que, tras su muerte, les darán renombre en este mundo. En el otoño de sus vidas no hay ningún monarca que se preocupe ya por su inmortalidad mundana. Con «inmortalidad mundana» me refiero al deseo de que nos recuerden en este mundo nuestros nietos, las futuras generaciones. En realidad los soberanos aficionados a la pintura ya han conseguido esa inmortalidad con los libros que nos han encargado hacer, en los que han hecho constar sus nombres, en algunos de los cuales se cuentan incluso sus propias historias. En su vejez sólo les preocupa asegurarse un buen lugar en el otro mundo. Y todos descubren enseguida que la pintura es un obstáculo para conseguirlo. Eso es lo que más me entristece y más miedo me da. El sha Tahmasp, que era él mismo un maestro ilustrador y que había pasado su juventud en los talleres, los cerró al acercársele el momento de la muerte, expulsó de Tabriz a todos aquellos milagrosos pintores, repartió los libros que había encargado y sufrió ataques de remordimientos. ¿Por qué todos creen que la pintura les cerrará las puertas del Paraíso?
– ¡Ya sabe por qué! Porque recuerdan que Nuestro Santo Profeta dijo que en el Día del Juicio Dios daría el más duro de los castigos a los pintores.
– A los pintores no -dijo el señor Tío-, a los que crean ídolos. Es un hadiz, de Bujari.
– El Día del Juicio se les pedirá a los que han creado esos ídolos que les insuflen vida -continué con mucha precaución-. Pero como serán incapaces de darle vida a nada serán castigados con las penas del Infierno. No lo olvidemos; Creador es uno de los Nombres de Dios en el Sagrado Corán. Sólo Dios es el que crea, el que hace que exista lo inexistente y da vida a lo que no la tiene. Nadie debe intentar competir con él. La pretensión de los pintores de hacer lo que Él hace, de ser creadores como Él, es el mayor de los pecados.
Le dije todo aquello con dureza, como si le estuviera acusando también a él. Me miró a los ojos.
– ¿Crees que eso es lo que estamos haciendo?
– Nunca -sonreí-. Pero eso fue lo que empezó a pensar el difunto Maese Donoso cuando vio completa la última ilustración. Decía que pintar según la ciencia de la perspectiva y seguir las maneras de los maestros francos eran tentaciones del Diablo. Al parecer en esa última ilustración se ha pintado el rostro de un mortal siguiendo las técnicas de los francos de tal manera que el que la ve tiene la impresión de que es real y no una pintura y despierta el deseo de postrarse ante ella, tal y como ocurre en las iglesias. Decía que la perspectiva era una tentación del Diablo no sólo porque hace que el punto de vista de la pintura descienda del de Dios al de un perro callejero, sino porque además al usar las técnicas de los francos estamos adulterando nuestra sabiduría y nuestro talento con los de los infieles y así perdemos nuestra pureza y nos convertimos en sus esclavos.
– No existe nada puro -replicó el señor Tío-. Cada vez que se crean maravillas en la ilustración, en la pintura, cada vez que en un taller aparece una obra de una belleza tal que nos humedece los ojos y nos pone la piel de gallina, sé que allí se han unido dos cosas distintas que nunca antes habían estado juntas para que esa maravilla pueda aparecer. Le debemos Behzat y toda la hermosura de la pintura persa a la mezcla entre la árabe y la china y mongola. El sha Tahmasp unió en sus más bellas pinturas el estilo persa con la sensibilidad turcomana. Si hoy todo el mundo se hace lenguas de los talleres que Ekber Jan tiene en la India es porque ha animado a sus artistas a que adopten los estilos de los maestros francos. Tanto el Oriente como el Occidente son de Dios. Que Él nos proteja de aspirar a la pureza sin adulterar.
Todo lo que tenía de dulce e iluminada su cara a la luz de la vela lo tenía de oscura y terrible su sombra en la pared. A pesar de lo razonable y lo cierto que era lo que decía, seguía sin creerle. Como suponía que sospechaba de mí, yo también sospechaba de él y me daba la impresión de que de vez en cuando prestaba atención a la puerta del patio como si esperara a alguien que le pudiera librar de mí.
– Me has contado la historia del jeque Muhammed, el pintor de Isfahán, de cómo quemó la gigantesca biblioteca porque allí había pinturas suyas de las que había renegado y de cómo se quemó en ella torturado por los remordimientos -me dijo-. Y yo voy a contarte una historia que no conoces relativa a esa leyenda. Sí, el artista se pasó los últimos treinta años de su vida buscando sus pinturas. Pero en los libros en cuyas páginas rebuscaba vio, más que sus propias pinturas, imitaciones inspiradas en él. En los años posteriores pudo darse cuenta de que dos generaciones de pintores habían adoptado como modelos aquellas pinturas de las que él había renegado y que se las habían grabado en la memoria, más que aprendiéndoselas, convirtiéndolas en parte de sus almas. Y el jeque Muhammed, mientras buscaba sus propias ilustraciones para destruirlas, vio que los artistas jóvenes las habían reproducido admirados en multitud de libros, que las habían usado para ilustrar otras historias, que estaban en la memoria de todos y que se habían propagado por el mundo entero. Lo comprendemos a lo largo de los años, observando libro tras libro e ilustración tras ilustración: un buen pintor no se limita a permanecer en nuestras mentes con sus prodigios, sino que además acaba por cambiar el paisaje de nuestra memoria. Una vez que se han grabado de esa manera en nuestra alma el talento y las obras de un pintor, se convierten en el criterio de belleza para el mundo entero. El pintor de Isfahán no sólo fue testigo al final de su vida de cómo se multiplicaban sus obras mientras las quemaba para destruirlas, sino que comprendió que todos los demás veían el mundo como él mismo lo había visto en tiempos y encontraban feas las cosas que no se parecían a las pinturas que había hecho de joven.
Fui incapaz de refrenar la admiración y el deseo de gustarle al señor Tío que se elevaban en mí y me arrojé de rodillas a sus pies. Mientras le besaba las manos aparecieron lágrimas en mis ojos y noté que le estaba otorgando a él el lugar que el Maestro Osman había ocupado antes en mi corazón.
– El ilustrador -continuó el señor Tío con el tono de alguien satisfecho de sí mismo- pinta sin temer nada, atendiendo a su conciencia y de acuerdo con las normas en las que cree. No le importa lo que digan sus enemigos, los fanáticos ni los envidiosos.
Pero el señor Tío ni siquiera es un ilustrador, pensé mientras besaba llorando sus manos cubiertas de lunares y manchas. De inmediato me avergoncé de lo que había pensado. Era como si alguien me hubiera metido a la fuerza en la mente aquella idea demoníaca e insolente. A pesar de todo, vosotros mismos sabéis que lo que pensaba era cierto.
– No les tengo miedo a ellos -siguió-, porque no temo a la muerte.
¿Quiénes eran «ellos»? Asentí con la cabeza como si entendiera lo que había dicho. Vi que justo a su lado tenía un antiguo volumen del Libro del alma de El Cevziyye. Este libro, que narra los avatares por los que pasa el alma después de la muerte, les encanta a los que desean morir. Sólo vi un objeto nuevo desde la última vez que había venido entre todos aquellos cortaplumas, palilleros, tinteros, escribanías y cajas de cálamos que llenaban bandejas y que cubrían la caja de pinturas y el baúl: un tintero de bronce.