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– Mira la hermosura de la mano -le dije-. Es de Behzat.

Mi mano, por sí sola, cogió la de Negro como si cogiera la de uno de aquellos guapos aprendices de piel suave y sedosa, a cada uno de los cuales tanto había amado en mi juventud. Su mano era lisa y firme, más cálida que la mía y la parte venosa de la muñeca donde se unía con el brazo era como a mí me gustaba, delicada y ancha. Cuando era joven, antes de coger la mano de un aprendiz para decirle cómo debía sostener el pincel, le miraba con cariño a sus ojos atemorizados y dulces. Fue así como miré a Negro. En sus pupilas vi la llama de la vela del candelabro que tenía en la mano.

– Nosotros, los ilustradores, somos todos hermanos. Pero ahora todo se está acabando.

– ¿Cómo?

Había dicho aquel «todo se está acabando» como un gran maestro que se hubiera entregado durante años a un jakán o a un príncipe, que hubiera creado maravillas en su taller a la manera de los maestros antiguos y que incluso hubiera conseguido que el taller tuviera un estilo y quisiera quedarse ciego sabiendo que, después de que el jan que le protegía hubiera perdido todas las batallas, los nuevos señores que seguirían a las tropas saqueadoras que habían entrado en la ciudad dispersarían el taller, desencuadernarían los volúmenes y mezclarían las páginas y lo despreciarían y destruirían todo, incluyendo aquellos pequeños detalles en la pintura en los que creía, que él mismo había descubierto y a los que quería como si fueran sus propios hijos. Pero a Negro tendría que explicárselo de otra manera.

– Esta imagen es la del gran poeta Abdullah Hatifi -dije-. Hatifi era un poeta tan grande que cuando el sha Ismail entró en Herat y todo el mundo fue a adularlo, él no se movió de su casa y fue el sha Ismail quien acudió a visitarlo a su casa en las afueras de la ciudad. Sabemos que es la imagen de Hatifi no por la cara pintada por el Maestro Behzat, sino por la inscripción que hay bajo la imagen, ¿no?

Negro me miró asintiendo con sus hermosos ojos.

– Al mirar el rostro del poeta en la pintura -proseguí-, vemos que es una cara cualquiera, como cualquier otra. Si el difunto Abdullah Hatifi estuviera aquí ahora no podríamos identificarlo por la cara de esta ilustración. Pero sí por toda ella: en la atmósfera de la pintura, en la postura de Hatifi, en los colores, en la iluminación y en la hermosa mano pintada por el Maestro Behzat hay algo que nos dice enseguida que se trata de la imagen de un poeta. Porque en nuestra pintura el significado precede a la forma. Ahora, como en el caso del libro que Nuestro Sultán encargó a tu difunto Tío, cuando se empiece a pintar imitando a los maestros francos e italianos, se acabará todo este universo de significado y comenzará el reino de la forma, que con el estilo de los francos…

– Mi difunto Tío ha sido asesinado -me interrumpió groseramente Negro.

Acaricié la mano de Negro que sostenía entre las mías con el mismo respeto con que habría acariciado la pequeña mano de un joven aprendiz destinado a pintar maravillas en el futuro. Durante un rato estuvimos observando con respeto Y en silencio la maravilla de Behzat. Luego Negro apartó su mano de las mías.

– Hemos pasado muy deprisa, sin poder mirarles los ollares, por los caballos castaños de la página anterior.

– Ahí no hay nada -le respondí y, para que lo viera, abrí la página anterior. No había nada extraordinario en los ollares de los caballos.

– ¿Cuándo encontraremos caballos con los ollares extraños? -me preguntó Negro como un niño.

Pero, cuando en cierto momento entre la medianoche y el amanecer el enano y yo encontramos en el interior de un baúl de hierro que había bajo unos montones de sedas y rasos verdes el legendario Libro de los reyes del sha Tahmasp y lo sacamos de allí, Negro se había acurrucado en una alfombra roja de Usak y se había dormido con su bien formada cabeza apoyada en un almohadón de terciopelo bordado con perlas. En cambio para mí el día acababa de comenzar según comprendí en cuanto vi de nuevo, después de años, el legendario libro.

El libro era tan grande y pesado que entre Cezmi agá y yo sólo podíamos levantarlo a duras penas. Al tocar el volumen que hacía veinticinco años sólo había podido mirar de lejos, noté que las tapas, por debajo de la piel, eran de madera. Veinticinco años atrás, cuando murió el sultán Solimán el Magnífico, el sha Tahmasp se sintió tan alegre de haberse librado de aquel soberano que había conquistado tres veces Tabriz, que envió al sultán Selim, su sucesor, camellos cargados de regalos, un magnífico Sagrado Corán y este libro, el mejor de su tesoro. El libro, junto con la embajada persa formada por trescientas personas, fue primero a Edirne, donde el nuevo sultán pasaba el invierno cazando, y cuando llegó a Estambul con el resto de los regalos a lomos de camellos y mulas, nosotros cuatro, el Gran Ilustrador Memi el Negro y tres jóvenes maestros, fuimos a verlo antes de que lo encerraran en el Tesoro. Aquel día, en el que fuimos corriendo a Palacio como cuando los habitantes de Estambul van a ver un elefante traído de la India o una jirafa que ha llegado de África, supe por el Maestro Memi el Negro que el gran maestro Behzat se había trasladado en su vejez de Herat a Tabriz pero que no había colaborado en aquel libro porque se había quedado ciego.

Para nosotros, ilustradores otomanos que por entonces nos quedábamos admirados con libros mediocres que contenían siete u ocho pinturas, ver aquel libro con doscientas cincuenta enormes ilustraciones era como pasear por un palacio magnífico mientras todos duermen. Contemplamos sin hablar y con una sensación de silenciosa reverencia las increíblemente ricas páginas del libro como si contempláramos el Jardín del Edén que, como resultado de un milagro, se hubiera aparecido ante nosotros por un breve instante.

Y los siguientes veinticinco años los pasamos hablando de aquel libro encerrado en el Tesoro.

Veinticinco años más tarde, abrí en silencio, como si abriera la enorme puerta de un palacio, la gruesa tapa del legendario Libro de los reyes , pero mientras pasaba las páginas, que producían un agradable susurro, se despertó en mi interior, más que admiración, un sentimiento de tristeza.

1. No podía concentrarme en las pinturas a causa de las murmuraciones que aseguraban que todos los maestros ilustradores de Estambul habían robado algo de las páginas de aquel libro para utilizarlo.

2. No podía prestar toda mi atención a las maravillas que aparecían en una de cada cinco o seis ilustraciones (¡con qué decisión y qué gracia golpeaba Tahmuras con su maza de guerra las cabezas de los demonios y gigantes que más tarde, en tiempo de paz, le enseñarían el alfabeto, griego y todo tipo de lenguas!) porque estaba atento a que quizá podía encontrarme por casualidad con una mano pintada por Behzat en algún rincón.

3. Los ollares de los caballos y la presencia de Negro y el enano me impedían entregarme por completo a lo que estaba viendo.

Era una enorme suerte el poder mirar hasta hartarme aquel libro legendario que había encontrado como resultado de una oportunidad que Dios me había concedido generosamente antes de que descendiera sobre mis ojos el telón de terciopelo de la oscuridad, esa gracia divina que se me iba acercando como a todos los grandes ilustradores, pero también era una pena que sólo pudiera observarlo con la mente en lugar de con el corazón. Para cuando las luces del amanecer alcanzaron la sala del Tesoro, cada vez más parecida a un frío mausoleo, había podido ver cada una de las doscientas cincuenta y nueve (no doscientas cincuenta) ilustraciones de aquel libro inigualable. Las observé con la mente, así que voy a clasificarlas como si fuera un sabio árabe, tan aficionados a los razonamientos:

1. No pude encontrar un caballo con los ollares parecidos a los que había dibujado el infame asesino; ni entre los caballos de todos los pelajes que se encontró Rüstem mientras perseguía a los cuatreros en Turan; ni entre los caballos maravillosos de Feridun Sha, que cruzaron a nado el Tigris aunque el Sultán de los árabes se había negado a darle permiso; ni entre los tristes caballos grises que contemplaban cómo Tur, hermano mayor de Ireç, le cortaba a éste la cabeza de manera alevosa y traidora porque le tenía envidia ya que su padre le había dejado a su hijo menor Irán, el más hermoso de todos los países, mientras que a él le había cedido el lejano país de Rum ya su otro hermano el aún más lejano país de la China; ni entre los caballos del heroico ejército de Alejandro, provisto de armaduras, escudos de hierro, espadas inquebrantables y brillantes cascos y que incluía auxiliares jázaros, egipcios, beréberes y árabes; ni tampoco en el legendario caballo que mató de manera inesperada y obedeciendo a la justicia divina al sha Yazdgird a la orilla del lago verde cuyas aguas medicinales tan bien le iban a la perpetua hemorragia nasal que tenía como resultado de haberse opuesto al destino que Dios le tenía reservado; ni entre los cientos de caballos, legendarios y verdaderos, pintados todos por sólo seis o siete ilustradores; pero ante mí tenía más de un día para examinar el resto de los libros del Tesoro.

2. Hay una afirmación que ha sido objeto de cotilleo entre los maestros ilustradores los últimos veinticinco años: que un ilustrador, con un permiso especial del sultán, había entrado en esta inaccesible sala del Tesoro, que había encontrado este libro prodigioso, que había copiado en su cuaderno de modelos muchos ejemplos de caballos, árboles, nubes, flores, aves, jardines y escenas de guerra y amor y que luego los había utilizado en su propio beneficio… Eso era lo que decían los demás, envidiosos, cada vez que un ilustrador pintaba algo sorprendente y extraordinario. Y también para desprestigiarlo un tanto como un trabajo a la manera de los persas, de Tabriz. Por aquel entonces Tabriz no formaba parte de los territorios de Nuestro Sultán. Cuando se había referido de otros, yo mismo había creído esa calumnia, que cuando se dijo de mí me hizo sentir una justa ira y un secreto orgullo. Ahora, de una manera extraña, me daba cuenta con tristeza de que los cuatro ilustradores que aquel día de hace veinticinco años miramos una sola vez el libro nos lo habíamos grabado en la memoria y que a lo largo de estos veinticinco años habíamos ilustrado los libros de Nuestro Sultán recordando y alterando lo que teníamos en la mente. Lo que me entristecía no era la crueldad de los suspicaces sultanes que no sacaban éste y otros libros de su Tesoro para mostrárnoslos, sino lo limitado que era nuestro propio universo pictórico. Tanto los grandes maestros de Herat como los nuevos maestros de Tabriz, los ilustradores persas siempre han pintado escenas más perfectas y maravillosas que nosotros, los ilustradores otomanos.

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