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»¿Veis esta página? -dije mucho después de medianoche y en esta ocasión ambos corrieron de inmediato con candelabros en la mano-. Desde Herat hasta aquí, desde los tiempos del nieto de Tamerlán hasta ahora, este libro ha cambiado diez veces de dueño en ciento cincuenta años -los tres juntos leímos, todo aumentado por mi lente, las firmas, las dedicatorias, las frases con la fecha y los nombres de sultanes, encajados unos sobre otros o entre los demás, que en la vida real se habían estrangulado entre ellos y que llenaban cada esquina de la página del colofón-. Este libro fue terminado, con la ayuda de Dios, en Herat por el calígrafo Sultán Veli, hijo de Muzaffer el de Herat, en el año ochocientos cuarenta y nueve de la Hégira para Ismet-üd Dünya, esposa de Muhammed Cûki, victorioso hermano de Baysungur, señor del Mundo -luego leímos que había pasado a manos de Halil, el sultán de los Ovejas Blancas, después a las de su hijo Yakup Bey, de él a los sultanes uzbecos del norte, y de aquellos sultanes uzbecos, cada uno de los cuales se había entretenido feliz con el libro durante un tiempo sacando un par de ilustraciones y añadiendo un par de otras, incorporando entusiasmados desde el primero los rostros de sus hermosas mujeres y escribiendo orgullosos sus nombres en el colofón, pasó a manos de Sam Mirza, conquistador de Herat y hermano del sha Ismail, que regaló el libro a su hermano con una dedicatoria distinta, y el sha Ismail se llevó el libro a Tabriz y lo preparó como regalo e hizo escribir una nueva dedicatoria, pero después de que fuera derrotado en Çaldiran por el sultán Selim el Fiero, que en Gloria esté, y de que su palacio de Los Ocho Cielos en Tabriz fuera saqueado, el libro cruzó desiertos, montañas y ríos con los soldados del sultán victorioso y llegó a Estambul, a esta sala del Tesoro.

¿Hasta qué punto compartían Negro y el enano el entusiasmo y el interés de un anciano ilustrador como yo? Cada vez que abría un nuevo volumen y pasaba las páginas sentía en mi corazón la profunda tristeza de miles de ilustradores distintos en temperamento y carácter que se habían quedado ciegos demostrando su talento trabajando al servicio de crueles shas, janes y señores en cientos de ciudades. Pasando avergonzado las páginas de un primitivo libro que mostraba técnicas e instrumentos de tortura sentí las palizas que todos nos habíamos llevado en nuestros años de aprendices, los reglazos en nuestras mejillas hasta que se quedaban hechas un puro moratón y los golpes con tinteros de mármol en nuestras cabezas afeitadas. No sé qué hacía aquel libro miserable en el Tesoro de la casa de Osman, un libro encargado a ilustradores deshonestos capaces de pintarrajear aquellas ilustraciones a cambio de un puñado de monedas de oro para viajeros infieles que lo usarían para demostrar a sus correligionarios lo crueles y despiadados que éramos en lugar de mostrar que la tortura es una práctica que necesariamente debe hacerse en presencia de un cadí para asegurar la justicia de Dios sobre la Tierra. Me sentí avergonzado por el evidente y retorcido placer que el ilustrador había obtenido pintando todas aquellas imágenes de hombres sufriendo bastinados, palizas, crucifixiones, ahorcamientos, suspendidos boca abajo, colgados de ganchos, empalados, atados a la boca de un cañón que luego se disparaba, atravesados por clavos, ahogados, con la garganta cortada, dados de comer a los perros, azotados, metidos en sacos, metidos en presas, sumergidos en agua fría, con el pelo arrancado, los dedos rotos, despellejados poco a poco, con las narices cortadas y los ojos arrancados de sus cuencas. Sólo los que son como nosotros, sólo los auténticos ilustradores que a lo largo de todos sus años de aprendizaje han sufrido crueles bastinados, palizas gratuitas, puñetazos para que el maestro nervioso que ha trazado mal una línea pueda tranquilizarse, golpes con palos y reglas durante horas para que el diablo de nuestro interior muera y se convierta en el genio de la pintura, sólo alguien así puede obtener un placer tan profundo pintando escenas de palizas y torturas y colorear los instrumentos con unos colores tan despreocupadamente alegres como los que usaría un niño para decorar su cometa.

Los que contemplen de lejos nuestro mundo sin entenderlo demasiado, como aquellos que contemplen dentro de unos siglos las pinturas de los libros que hemos ilustrado, aunque tengan el deseo de acercarse a él y comprenderlo, si no demuestran la paciencia necesaria, quizá puedan llegar a sentir la vergüenza y la felicidad, el dolor profundo y el placer de la mirada que yo sentía mirando ilustraciones en la fría sala del Tesoro, pero no nos llegarán a comprender del todo. Mientras mis ancianos dedos, que habían perdido toda sensibilidad con el frío, pasaban las páginas, mi vieja lente con mango de nácar y mi ojo izquierdo se deslizaban sobre las ilustraciones como una cigüeña migratoria que ha podido ver de todo viajando por el mundo, sin sorprenderse por el paisaje que había bajo ellos pero observándolo admirados, aprendiendo cosas nuevas. Gracias a aquellas páginas que durante años nos habían sido ocultadas, algunas de ellas legendarias, me enteraba de qué había aprendido qué ilustrador de quién, en qué talleres y bajo la protección de qué sha se había formado por primera vez eso que ahora llaman estilo, al servicio de quién había trabajado qué ilustrador legendario o, por ejemplo, que las rizadas nubes a la manera de los chinos, que yo sabía que se habían extendido por todo el país de los persas desde Herat por influencia china, también se habían utilizado en Kazvin, y de vez en cuando suspiraba con un cansado «¡Ay!», pero el dolor que sentía en lo más hondo, la tristeza y la vergüenza que tanto me cuesta compartir con vosotros tenían más que ver con los sufrimientos y las humillaciones que padecían los hermosos ilustradores de cara de luna, ojos de gacela y cuerpo de junco, la mayoría de los cuales habían sido azotados por sus maestros cuando eran aprendices, con el entusiasmo y la esperanza que sentían, con la proximidad de corazón que vivían con sus maestros y su amor mutuo por la pintura y con el olvido y la ceguera a los que llegaban al final de sus días.

Con esa tristeza y esa vergüenza me introducía en un universo de sentimientos gráciles y delicados que mi alma estaba olvidando en silencio debido a que llevaba años pintando para Nuestro Sultán escenas de batallas y celebraciones. En un álbum vi a un muchacho persa de labios rojos y cintura estrecha que, como estaba haciendo yo en ese momento, sostenía un libro en su regazo y recordé algo que han olvidado todos los shas apasionados por el oro y el poder, que toda la belleza es de Dios. En una página de otro álbum contemplé con lágrimas en los ojos a dos jóvenes enamorados extraordinariamente hermosos, pintados por un joven maestro de Isfahán, y recordé el amor por la pintura de mis propios apuestos aprendices. Una bella muchacha, delgada como un junco, de labios de fresa, ojos almendrados y nariz chata contemplaba admirada, como si mirara tres hermosas flores, las tres pequeñas y profundas marcas de amor que un joven de pies pequeños como ella, piel transparente, delicado y poco musculoso, se había hecho para demostrar la fuerza de su amor y la reverencia que sentía por la muchacha quemándose el delicado y adorable brazo cuidadosamente remangado, cuya piel despertaba en uno el deseo de besarla y morir.

Mi corazón se aceleró y comenzó a latir de una manera extraña. Al mirar las pinturas medio indecentes hechas con tinta negra venidas de Tabriz que mostraban a apuestos jóvenes de piel de mármol y muchachas delgadas de pechos pequeños, en mi frente comenzó a acumularse el sudor en gruesas gotas, tal y como me ocurría cuando las veía en los primeros años de mi aprendizaje, sesenta años atrás. Recordé la profundidad de pensamiento y el amor por la pintura que había sentido cuando, tras haber dado mi primer paso en la maestría y unos años después de casarme, vi al hermoso joven de cara de ángel, ojos de almendra y piel de rosa que había sido traído al taller como candidato a aprendiz. De repente noté con tal fuerza que la pintura no tenía nada que ver con la tristeza y la vergüenza sino con aquel deseo que estaba sintiendo y que era el talento del maestro ilustrador el que convertía ese deseo en amor a Dios primero y luego en amor por el mundo como Él lo ve, que me pareció haber vivido como una victoria feliz del placer todos los años que me había pasado echando joroba ante el tablero de pintura, todas las palizas que me había llevado para aprender mi arte, la decisión de quedarme ciego pintando, todos los sufrimientos que había padecido y hecho padecer por la pintura. Como si mirara algo prohibido, estuve largo rato observando en silencio aquella maravillosa ilustración con ese mismo placer. Mucho después, todavía seguía observándola cuando una lágrima se desprendió de mi ojo, rodó por mi mejilla y se perdió en la barba.

Al ver que se acercaba uno de los candelabros que erraban con lentitud por la sala del Tesoro aparté el álbum y abrí al azar uno de los volúmenes que poco antes el enano había dejado junto a mí. Éste también era un álbum preparado especialmente para los shas: vi dos ciervos enamorados en la linde de un prado y a los chacales mirándolos con una envidia hostil. Pasé la página: vi caballos castaños y alazanes como sólo podrían hacerlos los antiguos maestros de Herat, ¡qué hermosos! Pasé la página: vi la imagen de un secretario estatal sentado de manera arrogante; era una pintura de hacía setenta años y no pude descubrir de quién se trataba porque se parecía a cualquiera. Iba a seguir cuando el tono de la ilustración y la manera de estar pintada en varios colores la barba del hombre sentado me trajeron algo a la memoria. Mi corazón latió a toda velocidad, reconocí la mano maravillosa que había pintada, mi corazón lo había sentido antes que yo, sólo él podría haber hecho una mano tan prodigiosa. Era de Behzat, el gran maestro de la pintura. Me dio la impresión de que una luz surgía de la ilustración y me golpeaba en la cara.

Anteriormente ya había visto algunas ilustraciones hechas por el gran maestro Behzat, pero, quizá porque no las había observado solo sino con algunos viejos maestros hacía años, o quizá porque no estábamos del todo seguros de que pertenecieran al gran Behzat, ninguna me deslumbró como ésta.

Me pareció que la pesada oscuridad que hedía a moho de la sala del Tesoro se iluminara. En mi mente se unieron aquella mano magníficamente pintada y el extraordinario y delicado brazo marcado con las señales de amor que había visto poco antes. Le di las gracias a Dios por haberme mostrado aquellas maravillas antes de quedarme ciego. ¿Cómo sé que me quedaré ciego dentro de poco? ¡No lo sé! Por un momento noté que podría comunicarle aquella intuición a Negro, que se me había acercado con el candelabro en la mano y que ahora observaba la página que yo estaba mirando, pero de mi boca salió algo distinto:

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