En 1933, poco después de que le hubieran dado su primer y único trabajo, Phulboni recibió el encargo de viajar a la remota ciudad de provincias de Renupur.
Phulboni trabajaba en una empresa británica muy conocida, Palmer Brothers, que fabricaba jabones y aceites y otros artículos domésticos. La empresa era famosa por su extensa red de distribución, que llegaba hasta las aldeas y ciudades más pequeñas. Cada nuevo empleado de la empresa debía pasar unos años viajando por una región, visitando las tiendas de los pueblos, conociendo a los comerciantes del lugar, sentándose en los puestos de té, visitando ferias y festejos.
Nuevo en el trabajo, Phulboni no había oído hablar de Renupur. Tras hacer algunas consultas, se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que, pese a ser pequeño, el pueblo se ufanaba de tener una estación de ferrocarril. Cada dos días pasaba por allí un tren que unía Calcuta con el mercado algodonero de Barich.
En línea recta, Renupur sólo estaba a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros de Calcuta, pero el viaje era lento y bastante tedioso, pues serpenteaba entre Darbhanga y una amplia franja de la gran llanura de Maithil. Pero, lejos de amilanarse ante la idea de pasarse dos días en el tren, Phulboni estaba ilusionado: le encantaba todo lo relacionado con el ferrocarril, estaciones, locomotoras, guías de horarios, el acre olor a creosota de los coches cama. No había nada que le gustara más que soñar despierto junto a una ventanilla abierta con el viento en la cara. En aquella ocasión estaba especialmente entusiasmado porque le habían dicho que en los bosques cercanos a Renupur había buena caza. Dado su carácter, se había gastado la primera mensualidad en un rifle nuevo de calibre 303. Ahora esperaba con ansiedad la ocasión de utilizarlo.
Era mediados de julio. La época de los monzones había comenzado y la lluvia inundaba toda la parte oriental de la India. Varios ríos de la región, célebres por su turbulencia, se habían salido de su cauce desbordándose por las anchas y lisas llanuras. Aquellas aguas, tan cargadas de amenazas para el sustento de muchos, presentaban un aspecto completamente distinto para el espectador que pasaba en tren, mirando desde la seguridad de un elevado terraplén. Las aguas quietas, remansadas en grandes lienzos plateados bajo el oscuro cielo monzónico, ofrecían un espectáculo fascinante y encantador. Phulboni, criado entre las montañas y las selvas de Orissa, nunca había visto nada parecido: aquella interminable y majestuosa llanura reflejada en los cielos turbulentos.
Antes de arrancar de Dharbanga, Phulboni pidió al revisor que le avisara antes de llegar a Renupur. El viaje duró ocho horas, pero al joven escritor le parecieron unos minutos. Mucho antes de haber saciado su apetito de paisaje, apareció el revisor para avisarle de que casi habían llegado a Renupur.
Phulboni se asombró: mirando por la ventanilla, lo único que veía eran campos inundados, las mansas aguas interrumpidas tan sólo por la cuidadosa geometría de terraplenes y diques.
A lo lejos, una ocasional voluta de humo de leña que ascendía en espiral de un bosquecillo sugería un pueblo o una aldea, pero él no veía señal de que hubiese una aglomeración urbana suficiente para merecer una estación de ferrocarril.
Al manifestar su sorpresa al revisor, Phulboni se enteró, alarmado, de que la ciudad (pueblo, más bien) de Renupur estaba a casi cinco kilómetros de la estación que llevaba su nombre. Renupur no era en modo alguno lo bastante grande o importante para merecer un ramal en la línea férrea que unía Dharbanga con Barich. Los habitantes de Renupur que deseaban coger el tren tenían, en cambio, que hacer el viaje hasta la estación en carro de bueyes. De hecho, la estación de Renupur debía su existencia más a las demandas de la industria mecánica que a las necesidades de la población local. El reglamento de ferrocarriles estipulaba que las líneas de vía única como aquélla debían tener apartaderos a intervalos regulares, de modo que los trenes que circulaban pudieran cruzarse sin contratiempos. Así era como Renupur llegó a ufanarse de tener estación: en realidad era poco más que un cartel en un andén añadido a una vía muerta.
No se trataba más que de burocracia y reglamentos, naturalmente, le dijo el revisor. En aquella línea no existía verdadera necesidad de un apartadero. El suyo era el único tren que utilizaba aquel tramo de la vía. Iba traqueteando, parándose siempre que se presentaba el menor pretexto, hasta que llegaba al final de la línea. Y luego simplemente daba la vuelta y regresaba. Jamás se cruzaba con otros trenes hasta llegar a Darbhanga.
El revisor era un individuo de aspecto extraño. Tenía unas facciones curiosamente contraídas: su mandíbula inferior estaba tan mal emparejada con la superior, que mantenía la boca continuamente abierta en una mueca maliciosa y retorcida. Ahora se echó a reír, con su tono seco y áspero. Asomándose por la ventanilla señaló un tramo de vía que corría paralelamente a la línea principal a lo largo de doscientos metros antes de reunirse con ella. Las vías estaban tan oxidadas y llenas de hierba que apenas eran visibles.
-Y ahí tiene el apartadero de Renupur -dijo, acercando la cara a Phulboni y soltándole una rociada de saliva, roja de betel-. Como puede ver, no se utiliza. Dicen que sólo se usó una vez, y de eso hace muchos, muchos años.
Phulboni no le prestó atención: estaba demasiado ocupado limpiándose las manchas de betel de la cara.
El tren se detuvo con un gemido y el revisor abrió una puerta y bajó cargando con el estuche del rifle y la bolsa de Phulboni. Antes de que Phulboni pudiera darle una propina, ya estaba de nuevo en el tren, agitando un banderín verde.
- Espere un momento -gritó Phulboni, desconcertado.
Con un pitido, el tren se fue alejando despacio. Phulboni miró a su alrededor y, para su sorpresa, vio que era la única persona que había bajado en Renupur. Lanzó una última y larga mirada al tren y en una ventanilla vio al revisor, que le observaba con la torcida boca obsesivamente abierta. El tren pitó de nuevo y el rostro extrañamente contraído se perdió en una nube de humo.
Phulboni se encogió de hombros y se agachó a coger el equipaje. Se sintió impaciente por ponerse en camino al pueblo y, de forma instintiva, alzó la mano para llamar a un mozo. Hasta entonces no había notado que no había ninguno a la vista.
La estación era la más pequeña que Phulboni había visto en su vida, aún más que las que a veces se vislumbraban de pronto al pasar medio dormido en un tren a toda velocidad, y que desaparecían de nuevo con la misma rapidez. Porque hasta las estaciones más pequeñas tenían su plataforma, y muchas veces algunos bancos de madera también. Pero el andén de Renupur era un trozo de tierra batida, con la superficie cubierta de hierbajos y unos cuantos adoquines rajados. Dos chirriantes carteles colgaban junto a la vía, separados por unos cien metros, cada uno con la leyenda apenas visible de «Renupur». Entre ellos, sirviendo a la vez de garita de señales y de oficina del jefe de estación, había una destartalada construcción de ladrillo y tejado de hojalata, pintada con el habitual color rojo del ferrocarril. En ninguna parte se veían casas ni cabañas, ni habitantes del pueblo, ni ferroviarios, ni mirones, ni vendedores de comida, ni mendigos, ni viajeros dormidos, ni siquiera el inevitable perro ladrador.
Al mirar en torno, Phulboni se dio cuenta de que no había nadie en la estación, absolutamente nadie. El espectáculo era tan sorprendente que provocaba, literalmente, incredulidad. Las estaciones, según la experiencia del joven escritor, solían estar o llenas o semillenas de gente apiñada. Estaban semillenas cuando uno podía pasar sin impedimento entre la multitud, sin tener que abrirse camino a empujones. En las raras ocasiones en que ocurría eso, uno exclamaba: «¡Pero bueno, si hoy está vacía la estación!», utilizando el término en sentido metafórico, descontando a mozos, vendedores, pasajeros adormilados, parientes a la espera y otras personas que, sin llegar a impedir el paso, estaban presentes de manera innegable. Eso era, según la experiencia del joven escritor, lo que la palabra vacía significaba aplicada a una estación. Pero ¿aquello? Phulboni, pese a sus dotes, era incapaz de pensar en una palabra que describiese una estación literalmente deshabitada y desierta.
Al joven se le cayó el alma a los pies al contemplar aquel lugar desolado. No tenía idea de adónde ir ni cómo. No se veía ni carretera ni camino. La estación, anclada en lo alto del terraplén del ferrocarril, era una islita en el espejeante mar de la crecida.
Le habían hecho creer que habría alguien esperándole en la estación: un tendero o el dueño de algún puesto que comerciara con los productos de Palmer. Pero allí estaba, en Renupur, y por lo que veía, era el único ocupante de la estación. Cogiendo la bolsa, se puso el rifle al hombro y se encaminó hacia la garita de señales para ver si encontraba al jefe de estación. Nada más dar los primeros pasos oyó una voz a su espalda, que gritaba:
-Sahib, sahib.
Dándose la vuelta, vio a un hombre menudo y patizambo que subía gateando por el terraplén. Llevaba un dhoti lleno de manchas y una chaqueta de ferroviario, y traía un jarro de latón cogido por los bordes.
Phulboni sintió tanto alivio al ver a un ser humano que de buena gana lo hubiera abrazado. Pero, consciente de su posición como representante de Palmer Brothers, enderezó la espalda e irguió el mentón.
El hombre alcanzó a Phulboni y le cogió la bolsa.
-Arrey, sahib -se presentó, jadeante-. ¿Qué voy a hacer? Cada vez que vienen las lluvias me pasa lo mismo: al campo y otra vez aquí, no paro. Si como algo, aunque sólo sea un plátano, me entra y me vuelve a salir disparado como una bala de cañón. Es una enfermedad. La que tengo en casa siempre me dice: «Arrey Budhhu Dubey, si fueras una vaca en vez de jefe de estación, al menos podría encender la estufa y hacerte la comida con tu estiércol.» Y yo le digo: «Mujer, piensa un poco antes de hablar. Sólo pregúntate una cosa: si yo fuese una vaca en vez de jefe de estación, ¿qué necesidad tendrías de hacerme la comida?»