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La fotografía de la tarjeta de identidad había empezado a cobrar forma cabeza abajo en medio del cuarto de estar. El primer detalle que apareció fue una parte del cabello, cuidadosamente recortado, pero bastante ralo y descolorido: sin duda una cabeza de hombre. Surgieron luego unos ojos negros y brillantes. Se le ocurrió a Antar preguntarse si sería egipcio, quienquiera que fuese: podría haberlo sido, aunque igualmente podía ser indio, paquistaní o sudamericano.

Pero una vez que se dibujaron las mejillas, la nariz y la boca, Antar ya no tuvo duda alguna. Siempre se le había dado bien adivinar el origen de la gente, era algo de lo que se sentía orgulloso, una habilidad que uno adquiría cuando se pasaba la vida trabajando en un organismo mundial. Aquel hombre era indio, de eso estaba seguro.

La imagen había adquirido grandes dimensiones, y tremolaba un poco, como una bandera al viento. Era un rostro lleno, en forma de luna, con las mejillas hinchadas como las de un trompetista y el mentón prominente y agresivo terminado en una perilla pulcramente arreglada. Fue la nariz lo que hizo vacilar a Antar: de boxeador, hundida en el puente. Parecía fuera de lugar en aquella cara redonda, bien alimentada. Y en cierto modo le resultaba conocida.

Se levantó de la silla y dio un paso atrás: resultaba extrañamente desconcertante mirar una imagen plana, bidimensional, en una proyección de tres dimensiones. Se movió a un lado y luego a otro, fijando la mirada en la boca de la imagen. Observó que tenía los labios ligeramente abiertos, como a mitad de una frase. En su memoria empezó a formarse un recuerdo: el de alguien entrevisto en ascensores y pasillos, un hombrecillo rechoncho y barrigudo, siempre impecablemente vestido con trajes de rayas finas, pantalones bien planchados, camisas almidonadas, siempre abotonadas en la muñeca, incluso en los días más calurosos del verano. Y sombrero; siempre llevaba sombrero. Por eso había tardado tanto en reconocerlo. Nunca le había visto el pelo; solía ir con la cabeza cubierta: no era de extrañar, en realidad, con un pelo así.

La imagen se hizo más clara en la mente de Antar: se acordaba de haberlo visto pavoneándose con aire atareado por los pasillos, los zapatos repiqueteando en el mármol, con carpetas encajadas bajo el brazo; recordaba un acento ilocalizable, ni americano ni indio ni nada parecido, y una voz fuerte, vibrante, llenaba ascensores atestados y resonaba por el encerado vestíbulo de Alerta Vital, dejando un rastro de miradas divertidas y un murmullo de preguntas: «¿Quién coño es ése?», y «Pero ¿no lo conoces? Es el mismísimo señor…».

Recordó un encuentro, una conversación en algún sitio, años atrás. Pero justo cuando empezaba a delinearse, el recuerdo se disolvía.

El nombre: ésa era la clave. ¿Cómo se llamaba?

Empezó a aparecer, unos segundos después, despacio, letra a letra, y entonces Antar se acordó de pronto. Y corriendo, cuando no tenía delante más que cuatro letras, se precipitó al teclado de Ava y lo escribió, justo con una orden de búsqueda.

Se llamaba L. Murugan.

La primera búsqueda no dio resultado, de modo que Antar envió a Ava a toda prisa a los amplios archivos del Consejo, donde se llevaba el registro de todas las antiguas organizaciones mundiales. Pasaron diez minutos hasta que los sistemas de seguridad le dejaron entrar en el área reservada, pero una vez allí fue cuestión de segundos.

Sonrió cuando apareció antes sus ojos el anticuado documento: un carácter diminuto, la letra árabe ‘ain, parpadeó en la parte superior de la pantalla, encima del encabezamiento «L. Murugan». Conocía aquel símbolo: él mismo lo había puesto allí. En la oficina habían hecho un fondo común en el que se aceptaban apuestas para ver quién utilizaba más la función de correción ortográfica. Cada uno había concebido su símbolo particular para señalar su trabajo. Él escogió el ‘ain porque era la primera letra de su nombre, ‘Antar.

Pero el expediente le sorprendió: esperaba algo más extenso, más voluminoso; recordaba haberle incorporado un montón de datos. Lo recorrió rápidamente, yendo derecho al final.

Al llegar a la última línea se recostó en el asiento, frotándose la barbilla. Ahora lo recordaba: lo había escrito él mismo sólo unos años antes.

Sujeto desaparecido desde el 21 de agosto de 1995, decía, se le vio por Ultima vez en Calcuta, India.

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