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Llovía mucho cuando salieron al porche de columnas de la vieja y destartalada mansión. Las farolas de neón de la calle Robinson tenían un resplandor nebuloso y verduzco, como luces de acuario. Urmila y Sonali se pusieron el sari por la cabeza al salir al pórtico y ver la lluvia torrencial. Murugan echó a correr por el camino de grava. Al llegar a la verja se detuvo a mirar a las dos mujeres, que seguían esperando indecisas en el porche.

-Vamos -gritó con todas sus fuerzas, apremiándolas-. Venga, vámonos.

Su voz llegó al porche como incorpórea, zarandeada por el viento y amortiguada por la lluvia. Urmila tiró del brazo de Sonali y ambas se lanzaron a la carrera, vacilantes al principio, y luego más aprisa, en pos de Murugan, mientras éste corría calle abajo a toda velocidad, hacia el portal del número ocho.

Torciendo a ciegas por la verja del edificio de la señora Aratounian, Murugan chocó de frente con algo que estaba en medio del estrecho camino de entrada. Se incorporó y vio que en medio del paso había dos carritos de bambú, bloqueando la entrada. Parecían tiendas de campaña, cargados hasta arriba con montones de objetos diversos y cubiertos con una lona traslúcida bien estirada.

Murugan se frotaba las rodillas, maldiciendo, cuando Sonali y Urmila le alcanzaron. Urmila pasó rápidamente de costado entre los carritos, llegó a la entrada y se dirigió al ascensor. Cuando estaba en medio del vestíbulo, tenuemente iluminado, vio a dos hombres en cuclillas junto a las escaleras, en camiseta y lungi, que fumaban biris. A su lado había un mueble grande, un pesado aparador de caoba.

Urmila se detuvo en seco, mirando sucesivamente a los hombres y al aparador. Los hombres le devolvieron la mirada sin perder la calma, mientras el humo de los biris ascendía sobre sus cabezas en dilatadas espirales.

Sonali se detuvo al lado de su amiga.

-¿Qué ocurre?

-Eso es de la señora Aratounian -dijo Urmila, señalando el aparador-. Lo tenía en el cuarto de estar. Me acuerdo bien.

-Tienes razón -dijo Murugan-. Anoche lo vi allí.

Dirigiéndose a los dos hombres, Urmila dijo, en hindi:

-¿De dónde han sacado eso?

Uno de ellos movió el pulgar por encima del hombro, señalando la escalera. Un momento después oyeron un fuerte estrépito, seguido de gritos y gruñidos. Tres hombres con el torso desnudo aparecieron por el recodo de la escalera cargando con un enorme sofá de cretona estampada.

-¡Eh! -exclamó Murugan-. Eso también es de la señora Aratounian; ayer estuve ahí sentado viendo la tele.

Alzando la voz, Urmila inquirió:

-¿Qué está pasando aquí?

Uno de los hombres hizo puntería con la colilla del biri y, con un golpecito del dedo, lo lanzó a un rincón. Luego, sin prisa, se puso en pie y se estiró.

-Que alguien se muda -dijo entre un bostezo, apoyando el hombro en el aparador-. Y nosotros nos llevamos los muebles.

-¿Quién se muda? -preguntó Urmila.

El hombre se encogió de hombros y se recostó aún más sobre el aparador.

-¿Cómo quiere que lo sepa?

Urmila fue corriendo al ascensor y abrió la puerta, haciendo señas a Murugan y a Sonali de que la siguieran. Entraron apretándose junto a ella y Urmila pulsó el botón del cuarto piso. Ninguno dijo una palabra mientras el viejo ascensor subía despacio por el hueco de la escalera.

El ascensor se detuvo y Urmila salió. Al mirar a la puerta de la señora Aratounian, se detuvo en seco.

La puerta estaba de par en par, sujeta con un ladrillo. Del piso salía luz a raudales, dando un falso lustre a las estropeadas y polvorientas tablas del rellano. En la pared, junto a la puerta, donde antes colgaban las placas, había ahora dos rectángulos descoloridos.

Lo que había más allá de la puerta atrajo irresistiblemente su mirada. El vestíbulo estaba vacío; el cúmulo de objetos y las baratijas habían desaparecido. Las paredes estaban enteramente desnudas. Mientras estaban allí parados, mirando, salieron dos hombres con dos sacos de yute al hombro: llenos a reventar.

Murugan fue el primero en reaccionar. Cruzó corriendo la sala de estar y se precipitó a la habitación donde había dormido la noche anterior. Lo siguió Urmila, caminando como en trance, con Sonali pegada a sus talones.

Un momento después un aullido resonó en la habitación de Murugan:

-Todas mis cosas han desaparecido. Todo: mi ordenador portátil, mi ropa, mi maleta de Vuitton, todo… -Volvió a salir corriendo, frenético-: Hasta la cama y la mosquitera han desaparecido; todo…

A su espalda se oyeron pasos por el corredor que llevaba a la cocina. Los tres se volvieron al unísono y se encontraron ante un individuo delgado, con gafas, y camisa y pantalones raídos. Llevaba un lápiz tras la oreja, y en una mano tenía un sujetapapeles y un montón de documentos grapados. En la otra, un puñado de cacahuetes.

Les lanzaba una mirada iracunda, con los ojos enormemente agrandados por las gafas.

- ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí? -inquirió, con un parpadeo confuso.

-¿Y quién es usted? -replicó Urmila-. ¿Y qué está haciendo en el piso de la señora Aratounian?

El hombre se irguió y le aparecieron unas arrugas en la frente. Sus ojos pasaron coléricamente de Urmila a Murugan. Luego miró a Sonali y sus facciones se ablandaron. Alzó el brazo despacio, temblando, desperdigando cacahuetes por el suelo. Se quedó con la boca abierta y se le agrandaron aún más los ojos, que parecían derramársele por encima de las gafas.

- Pero si… -balbució, señalando en su dirección con el índice extendido-. Pero si usted…, usted es…, usted es Sonali Das.

Sonali le respondió con un movimiento de cabeza y una sonrisa distante. El hombre tragó convulsivamente, con la nuez oscilando como el flotador de una caña de pescar.

- ¿Sabéis quién es? -preguntó a los demás, farfullando de agitación, soltando una fina rociada de saliva en su dirección-. Es Sonali Das…, la gran actriz… Nunca soñé…

Se puso a brincar sobre la punta de los pies, con el rostro rebosante de placer y entusiasmo.

-Ah, señora -dijo a Sonali-, en el Círculo Cinematográfico Bansdroni vemos sus películas al menos dos veces al año. Debido a mi insistencia, si me permite decirlo; soy tesorero, cofundador y secretario. Pregúntele a cualquiera de Bansdroni y le dirán: Bolaida no deja pasar un año sin proyectar por lo menos dos veces cada película de Sonali Das. Una vez incluso presentaron una moción de censura sobre eso, pero…

Se interrumpió, falto de palabras, los ojos llenos de lágrimas.

-Ay, Madame Sonali -prosiguió-, para mí es usted más grande que Anna Magnani en Roma città aperta; más grande que Garbo en La dama de las camelias; más grande incluso que…

Tragó saliva, como haciendo acopio de valor.

-Sí -concluyó, con cierto aire temerario-. Lo diré, ¿por qué no? Más grande aún que la incomparable Madhabi en Charulata.

Sonali le contestó con una sonrisa azorada.

Murugan no pudo contenerse más.

-¿No podemos dejar todo ese rollo de club de admiradores para después? -estalló, agitando el puño.

El hombre retrocedió, golpeándose el cráneo con los nudillos, como para despertarse de un sueño.

-Lo siento -se excusó-. No he debido dejarme llevar por el entusiasmo.

Urmila le dio unas suaves palmaditas en el hombro.

-No importa -le aseguró-. Tiene usted toda la razón sobre Sonali-di . Pero de momento tenemos otra cosa en que pensar. Hemos venido a ver a la señora Aratounian. ¿Puede decirnos dónde está?

-¿La señora Aratounian? -repitió en tono soñador el hombre de las gafas, volviendo a mirar a Sonali-. Se ha ido.

-¿Adónde? -preguntó Murugan.

- Se ha marchado, simplemente. -El individuo de las gafas se encogió de hombros, perdiendo interés en la conversación. De pronto se le ocurrió algo, se volvió a Sonali y, con el rostro iluminado, le sugirió-: Quizá accedería usted a presentarse en nuestro Círculo. ¿Es posible, señora?

Sonali le contestó con un gesto ensayado que no significaba ni confirmación ni negativa.

Murugan cogió al hombre por el brazo y lo zarandeó con fuerza.

-¡Después! -gritó-. Ya tendrá tiempo de hablar de eso. Primero díganos: ¿dónde está la señora Aratounian? ¿Y dónde están sus cosas; sus muebles, sus plantas y todo? ¿Y dónde están las mías: mi maleta, mi ordenador y lo demás?

El hombre se desprendió de los dedos de Murugan con un resoplido de fastidio.

-A propósito, no hace falta que alce la voz -le advirtió.

-Lo siento -dijo Murugan-. Sólo quería llamar su atención antes de que se despistara otra vez. Como iba diciendo: ¿dónde está todo: mis cosas, sus cosas?

Tras los destellos de las gafas, el hombre lo miró con expresión perpleja.

-¿Es que no lo sabe? Lo ha vendido todo. Al New Russell Exchange. Por eso he venido: yo soy el encargado de recogidas y tasaciones.

-Pero si esta mañana estaba todo aquí -gritó Murugan, sin aliento-. Anoche dormí en esta casa, ¿sabe usted? Cuando he salido esta mañana no faltaba nada. No puede haberlo vendido todo hoy.

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