En Chowringhee el taxi empezó a ir muy despacio. Cada vez que se volvía a mirar, Murugan estaba seguro de ver al chico de la camiseta estampada en medio del tráfico, corriendo entre los coches. Pero cuando el taxi torció hacia la avenida del Teatro ya no había rastro de él. Los puños de Murugan empezaron a abrirse.
A medio camino de la avenida del Teatro, Murugan vio en la acera un vendedor de sandalias de goma y paró el taxi. Tardó varios minutos en escoger unas, pero al ponérselas se sintió mucho mejor. Subió de un salto al taxi y, con un gesto, ordenó al conductor que siguiera, impaciente por volver a la pensión de la calle Robinson.
La pensión era algo por lo que debía felicitarse. Estaba en la calle en que Ronald Ross había vivido en la época que pasó en Calcuta. Ross se había alojado en la pensión «sólo para europeos» del número tres; la Pensión Robinson, donde se hospedaba Murugan, estaba en el cuarto piso del número veintidós.
La había encontrado por pura casualidad en una sobada lista mecanografiada del servicio de información turística del aeropuerto. La mujer que atendía el mostrador había tratado de dirigirle a hoteles de cinco estrellas, como el Grand y el Taj. Manifestó cierta vacilación cuando él se decidió por la Pensión Robinson. Hacía poco que la habían incluido en la lista, le explicó; no podía responder de ella, no conocía a nadie que hubiese estado. Sería mejor que fuese a un hotel.
-Pero ahí es precisamente donde quiero ir -repuso Murugan-. A la calle Robinson.
No tenía idea de cómo podía ser, desde luego, y se alegró al ver que la calle era frondosa y relativamente tranquila, flanqueada por amplios edificios modernos de pisos y viejas mansiones coloniales. El número veintidós era una de las construcciones más antiguas, un sólido edificio de cuatro pisos lleno de elegantes balcones con columnas: probablemente una de las casas más señoriales de la calle, con su fachada dórica ya deteriorada y descolorida, el yeso de los muros ennegrecido por el moho.
Subió al cuarto piso en un ascensor semejante a una jaula que subía traqueteando por el hueco de una serpenteante escalinata de madera de teca. Cuando el artefacto se detuvo, Murugan salió al rellano pisando con cautela las astilladas tablas del entarimado. Un rayo de sol que entraba por el agujero de un vitral iluminaba un pequeño letrero al lado de una puerta alta que había a su derecha. Decía: Pensión Robinson. Debajo había una placa con el nombre de N. Aratounian.
Arrastrando tras él la maleta de cuero, Murugan se dirigió a la puerta y llamó al timbre. Varios minutos después oyó pasos al otro lado. Luego la puerta se abrió y se encontró ante una mujer mayor de cara cenicienta, con una bata deshilachada y zapatillas de goma.
-Hola -dijo Murugan, tendiéndole la mano-. ¿Tiene alguna habitación libre?
Sin hacer caso de su mano, la mujer le miró de arriba abajo, frunciendo el ceño tras sus bifocales de montura dorada.
-¿Qué desea usted? -inquirió en tono brusco.
-Una habitación -contestó Murugan, dando unos golpecitos con el dedo en el cartel de la puerta-. Esto es una pensión, ¿no?
La señora Aratounian echó la cabeza atrás para observarle a través de la mitad inferior de las gafas.
-Me parece que no se ha presentado usted.
-Me llamo Murugan. Pero puede llamarme Morgan.
-Será mejor que entre, señor Morgan -dijo la señora Aratounian, aspirando aire por la nariz-. Lo tengo todo ocupado, pero le enseñaré la habitación de reserva. Ya decidirá si quiere quedarse o no.
Condujo a Murugan por un anticuado salón, atestado de mesitas llenas de tapetes, fotografías con marcos de plata y figuritas de porcelana. Abriendo una puerta, le introdujo en una amplia y luminosa habitación de techo muy alto. En medio del suelo de mármol había una cama con mosquitera, desamparada como una balsa a la deriva. Justo encima, colgado de un gancho metálico, pendía un ventilador de pala larga y forma abombada.
Al fondo del dormitorio había un pequeño balcón. Cruzando el cuarto, Murugan salió, se apoyó en la balaustrada y miró a uno y otro lado de la calle: desde el cementerio bordeado de árboles de Loudon hasta el tráfico de la calle Rawdon, a su derecha. Haciendo pantalla con las manos, atisbó en diagonal hacia el número tres de la calle Robinson. Entrevió una enorme y anticuada mansión colonial, circundada por altos muros y rodeada de palmeras ornamentales. Observó que la parte delantera de la casa estaba cubierta de andamios de bambú y que en el camino de entrada había desordenados montones de ladrillos y cemento.
Murugan agitó el puño: la ubicación era tan buena como había imaginado.
-Me la quedo -anunció a la señora Murugan.
Arrojó el equipaje sobre la cama, se dio una ducha y salió a buscar el monumento de Ross.
Eso había sido unas horas antes, pero ahora la calle Robinson tenía un aspecto completamente diferente. Estaba atestada de coches, de arriba abajo: no los habituales Ambassador y Marutis, sino grandes y caros vehículos japoneses y alemanes. Los coches vomitaban hombres con dhotis y kurtas almidonados y mujeres enjoyadas con saris deslumbrantes. Se estaba celebrando una boda en los jardines de un gran edificio de apartamentos. La música resonaba estrepitosamente bajo el toldo a cuadros de un vívido pandal. Sobre la entrada, en un arco brillantemente iluminado, había una leyenda escrita con flores: «Neerah se casa con Nilima». Había luces en todas partes menos en la casa del número tres, que en contraste parecía sumida en un pozo de oscuridad, aunque estaba junto al edificio donde se celebraba la boda.
De camino a la pensión, Murugan se detuvo frente a la puerta del número tres. Lo único que alcanzaba a ver de la mansión eran los altos muros, llenos de pintadas y carteles pegados; el resplandor de las luces circundantes parecía adensar las sombras en torno al recinto. Al acercarse a las puertas de hierro, vio que estaban cerradas con una pesada cadena. Llamó con fuerza a la verja, por si dentro había un vigilante que le dejara pasar. No hubo respuesta. Retrocediendo, Murugan alzó la vista a la silueta de la mansión que se perfilaba en el vacío: de cerca era mucho más imponente de lo que parecía.
De pronto hubo un corte de energía y las luces se apagaron en toda la calle. Siguió un instante de absoluta calma; todo pareció callarse, salvo el chicharreo de las cigarras de los árboles cercanos y el bramido de conchas marinas a lo lejos. En aquel momento Murugan oyó el suave campanilleo de platillos metálicos, que sonaba en algún sitio de la casa. Alzó la vista hacia las ventanas cerradas con postigos, y vio un oscilante rectángulo anaranjado que se materializaba en la oscuridad.
Dio un respingo, asustado, y volvió a mirar. No era más que el tenue resplandor de una chimenea, que se filtraba por los mellados bordes de una ventana podrida. Entonces, con un ruido estrepitoso, se encendió un generador en el edificio de al lado, donde se celebraba la boda, y la interrumpida canción de una película rechinó unas octavas mientras un tocadiscos volvía despacio a la vida.
Murugan estaba ahora seguro de que la mansión no estaba vacía: por lo que se oía, allá dentro se estaba celebrando alguna especie de ceremonia. Se acercó a la verja y sacudió las cadenas. Para su sorpresa, se cayeron del portón; se habían olvidado de poner el candado.
Murugan empujó la puerta y entró. Estaba oscuro, pero en la cadena del llavero llevaba una pequeña linterna. La sacó, la encendió y enfocó delante de él. El rayo de luz descubrió montones de ladrillos y cemento, apilados en el camino de entrada. Había un porche de columnas al final del curvo camino, cubierto con un entramado de bambú. Más allá, Murugan vio una puerta que conducía al interior de la casa, oscura como boca de lobo.
Al avanzar por el camino de entrada se le metieron fragmentos de gravilla y cemento en las sandalias de goma. Se los quitó sacudiendo los pies y subió al porche. Conducía a un amplio vestíbulo. Enfocó a la oscuridad con la linterna. La línea de luz se deslizó por montones de colchones y mosquiteras, ordenadamente colocados en los rincones.
Hizo bocina con las manos y gritó:
-¿Hay alguien?
Su voz se perdió entre el ensordecedor estruendo del generador cercano. Miró alrededor, siguiendo las inestables sombras que se deslizaban por la cavernosa oscuridad del vestíbulo. Entonces sus oídos percibieron un ruido, un sordo golpeteo, como un tambor. Parecía sonar en el interior de la casa, pero era difícil estar seguro por el generador y los estrepitosos altavoces.
Estaba a punto de adentrarse más en el vestíbulo cuando en la puerta apareció la luz de otra linterna.
-¿Quién está ahí? ¿Kaun hai? ¿Qué hace usted aquí? -oyó que gritaba una voz airada.
Giró en redondo y su linterna alumbró a un hombre con un gorro nepalí que corría hacia él haciendo gestos coléricos con una porra de chowkidar.
Murugan le saludó alzando dos dedos, afectando una tranquilidad que no sentía.
-Pues echando un vistazo -contestó.
El vigilante nepalí agitó la porra ante las narices de Murugan, le hizo dar la vuelta y empezó a empujarle hacia los escalones del porche.
-Sólo estaba mirando -protestó Murugan mansamente-. No he tocado nada.
El vigilante empezó a lanzar una larga perorata; Murugan sólo entendía fragmentos aislados: le decía que estaba prohibida la entrada, que dentro había obras.
En medio del camino de entrada, el vigilante alzó el brazo y señaló iracundo a un ancho cartel de hojalata. Estaba clavado al tronco de un árbol, junto al camino. A Murugan le extrañó no haberlo visto al entrar. Decía: Emplazamiento del Hotel Robinson: propiedad particular; prohibido el paso; propietario y constructor, Romen Haldar, S. L.