Con una señal de seguridad del código Dakala, Antar envió un mensaje a la sede central del Consejo para comunicarles que había encontrado la tarjeta de identidad de un empleado de Alerta Vital desaparecido desde el 21 de agosto de 1995. Luego se recostó en la silla y se puso a recorrer el expediente que Ava había extraído de los archivos del Consejo. Querían que lo devolviese en una hora más o menos, y él tenía que leerlo por si a la oficina central se le ocurría encargarle algún trabajo de seguimiento. Por su aspecto, calculaba que tardaría unos veinte minutos, lo que le dejaría el tiempo justo para dar el paseo hasta Penn Station antes de la cita para cenar con Tara.
En unos minutos descubrió que el expediente consistía sobre todo en reseñas y recortes de periódicos que se habían publicado en el momento de la «desaparición» de L. Murugan. En su mayor parte, se limitaban a reproducir las habladurías que habían circulado por la oficina. En aquella época, recordó Antar, todo el mundo suponía que la «desaparición» era un eufemismo para no decir suicidio.
Algunos recortes se referían a la búsqueda, evidentemente no muy metódica, que la policía india emprendió inmediatamente después de la «desaparición»: no era difícil comprender que ellos, al igual que los colegas de Murugan en Alerta Vital, habían decidido utilizar esa palabra como un eufemismo.
Fue el último documento del expediente lo que llamó la atención de Antar. Se trataba de un artículo procedente de una fuente inesperada, el boletín interno de Alerta Vital. Tenía ese tono de recordatorio, sobriamente respetuoso, de una necrológica, aunque el autor tenía la cautela de aludir a Murugan como «desaparecido» y no como «difunto». Empezaba con la habitual nota anecdótica, refiriéndose a él como «Morgan», «el nombre con el que le conocían sus amigos». Le describía como «un gallito vanidoso»; hablaba, no sin afecto, de su combatividad, de que no podía resistirse a la discusión, de su verborrea; de las muchas aportaciones que había realizado como archivero principal de Alerta Vital. Mencionaba su infancia «universal», que había pasado deambulando por las capitales del mundo con su padre, un tecnócrata, y se refería brevemente a su afición a las películas hollywoodienses de serie B y a las antiguas series americanas: «el único punto firme, como para tantos otros, de una existencia itinerante, cosmopolita».
Cuando estudiaba en la Universidad de Siracusa, proseguía el artículo, descubrió la gran pasión de su vida: la historia médica de la malaria. Pasó varios años enseñando en una pequeña universidad al norte de Nueva York, y en esa época cultivó un creciente interés por un aspecto muy concreto de su especialidad: la historia de los orígenes de la investigación sobre la malaria. Después, ya trabajando en Alerta Vital, había aprovechado cada momento libre para proseguir esa vía de investigación, con frecuencia en detrimento de su propia carrera. En aquellos años no publicó casi nada, pero afirmó muchas veces, con su habitual desparpajo, que disfrutaba de la afortunada situación de ser el primero en su ámbito gracias a ser el único que lo cultivaba.
A ese tema dedicó sus trabajos de investigación Ronald Ross, el poeta, novelista y científico británico.
Nacido en la India en 1857, Ross recibió el Premio Nobel en 1902 por su trabajo sobre el ciclo vital del parásito de la malaria. En la época se había dado ampliamente por supuesto que aquel descubrimiento trascendental conduciría a la erradicación de la que posiblemente era la enfermedad más antigua y extendida del mundo: expectativa que, lamentablemente, se vio frustrada de un modo lastimoso, tal como Alerta Vital descubrió a sus propias expensas. Era sabido que, en sus infrecuentes momentos de seriedad, Murugan admitía que su interés por aquel tema un tanto oscuro había tenido un origen biográfico. La última fase crucial de los trabajos de Ronald Ross se había realizado en Calcuta, en el verano de 1898. Murugan había nacido en esa ciudad, aunque se marchó de allí a una edad muy temprana.
Ese vínculo biográfico posiblemente tuvo algo que ver con el carácter obsesivo que revestía el interés de Murugan por la malaria. En 1987 comunicó a algunos amigos que finalmente había escrito un resumen de sus investigaciones en un artículo titulado «Algunas discrepancias sistemáticas en la descripción del Plasmodium B de Ronald Ross». Aunque algunos de sus colegas manifestaron interés, ninguno llegó a ver ese artículo. Murugan recibió unos informes preliminares tan negativos en la prensa especializada a la que lo remitió, que decidió revisarlo antes de ponerlo en circulación.
Pero resultó que el artículo revisado no corrió mejor suerte que el original. El nuevo trabajo llevaba el desafortunado título de «Una interpretación alternativa de la investigación sobre la malaria a finales del siglo xix: ¿existe una historia secreta?» Recibió una crítica aún más hostil que la primera versión, y sólo sirvió para que tildaran a Murugan de excéntrico y chiflado.
En 1989 Murugan escribió a la Sociedad de Historia de la Ciencia para proponer que en su siguiente congreso estableciese una comisión técnica para estudiar las primeras investigaciones sobre la malaria. Cuando vio rechazada su propuesta, envió por correo electrónico mensajes de páginas enteras a los miembros del comité de examen, atascando sus buzones. Un año después, la Sociedad tomó la medida sin precedentes de rescindir su afiliación, advirtiéndole que emprenderían acciones legales si intentaba asistir a futuras reuniones. A partir de entonces Murugan renunció a exponer públicamente sus argumentos.
En general, los colegas de Murugan en Alerta Vital consideraban que su «investigación» era una afición inofensiva, si bien le exigía tiempo: nadie se lo reprochaba salvo cuando le distraía de su trabajo habitual. Pero pronto resultó evidente para los que le conocían bien que había encajado muy mal el ostracismo a que lo había condenado la comunidad científica. En realidad ésa podría haber sido la causa primera de su conducta cada vez más imprevisible y obsesiva. Fue hacia esa época, por ejemplo, cuando empezó a hablar abiertamente de su concepto de «Otra mente»: la convicción de que una o más personas habían interferido sistemáticamente en los experimentos de Ronald Ross para orientar la investigación de la malaria en un determinado sentido al tiempo que la apartaban de otros. Su defensa de esa extraña hipótesis le condujo a un progresivo alejamiento de muchos amigos y colegas.
Murugan creía que los avances realizados en la investigación de la malaria o paludismo a principios de los años noventa -tales como los estudios inmunológicos de Patarroyo y los singulares progresos en las investigaciones sobre las variaciones antigénicas del parásito Plasmodium falciparum- constituían la mayor conquista en la materia desde los trabajos de Ross, casi un siglo antes. Murugan estaba convencido (y trataba de convencer a los demás) de que tales adelantos servirían para justificar el trabajo de toda su vida. El momento decisivo se presentó en 1995, cuando empezó a hacer labor de pasillos para que le enviaran a Calcuta, sede de los descubrimientos de Ross: tenía especial interés en llegar allí antes del 20 de agosto, fecha que Ross había designado como «Día Mundial del Mosquito» para conmemorar uno de sus hallazgos.
Lamentablemente, Alerta Vital no tenía oficina en Calcuta, y en modo alguno podía justificar el hecho de abrir una simplemente por consideración a Murugan. No obstante, cuando resultó evidente que Murugan estaba resuelto a ir aunque le costara el puesto, algunos miembros de la organización se reunieron para elaborar un pequeño proyecto de investigación que le permitiese pasar cierto tiempo en Calcuta, si bien con un salario ampliamente reducido. Para gran satisfacción de Murugan, el papeleo se concluyó justo a tiempo para que pudiera llegar a Calcuta el 20 de agosto de 1995.
Más tarde, después de la «desaparición» de Murugan, hubo quienes trataron de culpar a Alerta Vital por permitir su marcha. No obstante, la realidad era que la organización había hecho todo lo posible por disuadirle. Los representantes del departamento de personal, por ejemplo, habían mantenido varias reuniones con él en julio de 1995, poco antes de su marcha, para intentar convencerle de que abandonara el proyecto. Pero el proyecto ya se había convertido en una idea fija para Murugan, y nadie podría haberle hecho desistir de su propósito.
«Por lo tanto», proseguía el artículo, «resulta innecesario culpar a los aliados de Murugan en Alerta Vital por los tristes acontecimientos de agosto de 1995: más prudente sería unirse a ellos en el dolor por la pérdida de un amigo irreemplazable».