-El silencio de la ciudad -decía- ha sido mi sustento a lo largo de mi vida de escritor: me ha mantenido vivo en la esperanza de que a mí también me reclamaría cuando se me secara la tinta. Durante más años de los que alcanzo a recordar, he vagado por la oscuridad de las calles, buscando la invisible presencia que reina sobre ese silencio, intentando que me aceptara, rogando que me llevara al otro lado antes de que se me acabara el tiempo. Sé que ha llegado el momento de la travesía, y por eso estoy aquí ahora, delante de vosotros: para rogar, para suplicar a la dueña de ese silencio, a la más secreta de las diosas, que me conceda lo que durante tanto tiempo me ha negado: que se aparezca ante mí…
Urmila miró hacia la puerta por encima del hombro. Vio que Murugan había entrado y estaba a su lado, tratando de avanzar por el pasillo. Se acercó un acomodador, linterna en mano. Echó un vistazo a la tarjeta de prensa de Sonali y luego a la de Urmila y les hizo un gesto para que pasaran. Caminando por el oscuro pasillo, Urmila volvió a mirar atrás. Sintió alivio al ver que el acomodador sacaba sin contemplaciones a Murugan de la sala.