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Cuando volvió a abrir los ojos, Urmila estaba tendida a la sombra del porche de columnas de la mansión de Haldar. Veía borroso y le daba vueltas la cabeza. Una silueta confusa se inclinaba sobre ella y más allá había como una docena de rostros nebulosos, mirándola con ansiedad. Una voz le gritaba al oído; no entendía lo que le decía, tenía un acento raro. Alguien la abanicaba con un periódico; otra persona le ofrecía un vaso de agua. El chowkidar estaba en un plano medio, gesticulando y discutiendo con alguien que no alcanzaba a ver.

Poco a poco, a medida que se le aclaraba la vista, percibió que la gran mancha que tenía delante era un rostro, la cara de un hombre, de barba corta y bien arreglada. Le resultaba un tanto familiar.

-¡Señorita Calcutta! -La sacudía del hombro-. Vamos, despierte. ¿De dónde ha sacado esto? Tengo que saberlo.

-¿El qué? -preguntó ella. El hombre agitaba algo ante sus narices, pero no veía lo que era.

-Estas hojas -dijo el desconocido con impaciencia-. Lo que ha traído; estos papeles.

Retirándole la mano con un gesto, Urmila se incorporó.

-¿Quién es usted? -preguntó-. ¿Por qué me grita así?

-¿No se acuerda de mí? -dijo el hombre, mirándola perplejo-. Nos conocimos ayer, en el teatro.

-¿Cómo que nos conocimos? -repuso ella-. No sé cómo se llama usted, ni quién es, ni a qué se dedica ni nada.

-Me llamo L. Murugan. Trabajo en Alerta Vital. -Murugan sacó la cartera y le entregó una tarjeta, añadiendo-: Yo sí sé quién es usted. No recuerdo exactamente su nombre, pero sé que trabaja en la revista Calcutta.

-Eso es lo único que necesita saber -replicó ella-. Y ahora le ruego que me explique qué está haciendo aquí.

-¿Yo? -dijo Murugan-. Quería pedir autorización al señor Haldar para visitar su casa de la calle Robinson, así que pensé en venir a presentarme.

-¿Y por qué me grita?

-Tengo que saber de dónde ha sacado esto. -Le mostró los arrugados fragmentos de las fotocopias que ella había encontrado en el envoltorio del pescado-. ¿Me lo puede decir?

-¿Cómo se atreve? -exclamó Urmila, abalanzándose sobre su mano y arrebatándole los papeles-. Son míos. Me pertenecen.

-No son suyos -objetó Murugan, cogiéndolos-. No tienen nada que ver con usted.

-Son míos y pienso conservarlos -insistió ella, haciendo con ellos una pelota y metiéndosela en la pechera de la blusa.

-Oiga -dijo Murugan, haciendo rechinar los dientes-. ¿Ha encontrado algo que podría ser la clave de uno de los misterios del siglo y lo único que quiere es librar una batalla por su custodia?

Urmila empezó a levantarse, despacio.

-¿Por qué le interesan tanto esos papeles? Sólo valen para la basura.

-Muy bien -dijo Murugan-. Le ahorraré la molestia de tirarlos por la taza del retrete. Devuélvamelos.

-No hay por qué excitarse -dijo ella en tono frío.

Logró ponerse en pie y lanzó una mirada inquisitiva a los rostros que la rodeaban.

-¿Dónde está mi pescado? -preguntó, sin dirigirse a nadie en particular.

Le devolvieron el húmedo envoltorio. Cogiéndolo con firmeza, echó a andar por el sendero hacia la puerta. Murugan corrió tras ella.

-Espere -dijo, tratando de serenarse-. Oiga, ¿qué es lo que quiere? ¿Dinero o algo así?

Ella le dirigió una mirada desdeñosa y siguió andando.

-Entonces, ¿qué?

- Quiero saber lo que hay en esos papeles.

Murugan la cogió del codo.

-Mire, ni siquiera me ha dicho su nombre -protestó Murugan en el tono más conciliador que pudo adoptar-. Lo único que sé es que trabaja en Calcutta.

-Mi nombre no le incumbe -replicó ella, librándose de su mano con una sacudida del brazo-. Y le ruego que no me toque.

-Ah, de manera que va a seguir en esa actitud -dijo Murugan, levantando la voz-. ¿Y cómo voy a llamarla, entonces, ya que no se me va a conceder el honor de que me la presenten? ¿Señorita Calcutta? ¿Quizá simplemente Calcuta, o sería eso demasiado íntimo? ¿Le parece demasiado afectuoso? Su marido podría sospechar algún acto dudoso, un comportamiento equívoco, una conducta indecorosa y secreta…

-No estoy casada -repuso fríamente Urmila.

-Ah, mejor que mejor: acaba de alegrarme la vida, Calcuta, voy a contar los segundos hasta que termine lo sospechoso y empiece lo equívoco, pero antes de que nos pongamos a gemir con nuestros actos indecorosos, déjeme decirle algo, Calcuta, permítame introducir algunas referencias en su base de datos; déjeme decirle de qué va esto, permítame poner sus prioridades un poco más en consonancia con el mundo real. Usted no tiene que hacerme preguntas a mí: ¿entiende lo que le digo? El doctor Morgan es quien decide lo que usted tiene derecho a saber y cuándo debe saberlo.

-¿Ah, sí? -dijo ella, entornando los ojos.

-Quiere una explicación, pues la tendrá -aseguró él-. Pero yo escogeré las armas y el lugar.

Corrió a la calle y paró un taxi.

-Al Hospital P. G. -ordenó al taxista sij-. Rápido, vámonos.

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