La noche del 12 de enero de 1898, dicen las notas de la Grófné Pongrácz, se reunió un grupo selecto de espiritistas, según era su costumbre, en una casa alquilada por la Sociedad para celebrar su sesión semanal de espiritismo con Mme Salminen. Varias fuentes independientes atestiguan que, en general, tales sesiones se oficiaban con solemnidad y un alto grado de control. Solían empezar con una pequeña recepción en la que Mme Salminen servía tazas de té chino a sus discípulos. Pero en esa ocasión la solemnidad de la reunión se vio bruscamente interrumpida por una intrusión tan inesperada como inconcebible. En Madrás había muchos que ansiaban la invitación de sumarse al círculo íntimo de Mme Salminen. Se sabía de algunos que habían llegado a considerables extremos para infiltrarse en el grupo. De manera que no fue el simple hecho de que apareciese un huésped sin invitación lo que sorprendió a los espiritistas, sino más bien que el individuo de que se trataba no fuese ni por lo más remoto la clase de persona que pudiera desear asociarse a dicho grupo. Todo lo contrario. Cabe observar que, en general, espiritistas, teósofos y compañeros de viaje consideraban a civiles y militares británicos con un desprecio no disimulado, sentimiento recíproco en muy amplia medida. Tal era su repulsión mutua que, en los cuarteles del Fort St George de Madrás, cuando un soldado de caballería sentenciaba que «preferiría ser espiritista», la frase solía considerarse equivalente, en una asociación connotativa, a manifestaciones como «preferiría estar muerto».
A la inversa, la afirmación de «preferiría ser teniente coronel» podría juzgarse como una declaración de preferencias igualmente firme por parte de los espiritistas y sus allegados. Sin embargo, por la breve pero vívida descripción de la condesa, parece que el intruso era precisamente un militar. A su inimitable manera magiar, le describe como un inglés corpulento, de facciones rubicundas y cincuenta y tantos años, con cabello ralo y bigotes de húsar. El intruso se encontraba en un evidente estado de extrema agitación emocional, pues observaron que se retorcía las manos y se tiraba del bigote, y que tenía los ojos inflamados e inyectados en sangre, como si no hubiera dormido en varios días. Pero algo en su porte contradecía su estado de excitación: la condesa, por ejemplo, lo tomó inmediatamente por un oficial de rango entre medio y alto, posiblemente de un regimiento de infantería. Figúrese su sorpresa, entonces, cuando el intruso no mencionó ni rango ni regimiento al presentarse. Ella lo tomó como un desaire, como una ofensa a sus dotes de observación: y vale la pena recordar que la condesa de Pongrácz pregonaba un linaje guerrero que se remontaba nada menos que al mismísimo Atila, y lo que es más, estaba acostumbrada a que le reservaran un lugar de honor tanto en los círculos cortesanos de la Buda Imperial como en las tabernas del marcial Pest. Era imposible que se equivocara al reconocer los atributos de un militar.
Las sospechas de los espiritistas se incrementaron cuando el intruso mostró ciertas dificultades para recordar su propio nombre, terminando por presentarse (y no sin cierta vacilación) como C. C. Dunn. En cuanto se efectuó esa breve presentación, sin embargo, el supuesto señor Dunn se inclinó sobre la imponente cabeza de Mme Salminen y empezó a hablar en un murmullo. Daba la casualidad de que la condesa estaba cerca y entonces, sin parecer que prestaba la menor atención, se las arregló para aguzar el oído en aquella dirección. Pero aunque indudablemente experta en ese raro y aristocrático arte, apenas logró distinguir algunas sílabas inconexas: «Gran distancia… la veo a usted… sueños… visiones… muerte… le imploro… locura… aniquilación.»
La condesa, como muchos de los presentes, esperaba al menos que Mme Salminen despidiera al desconocido con una fórmula rápida y eficaz, como había hecho antes con tantos otros. Pero menospreciaban a la formidable finlandesa. Mme Salminen sentía un interés especial por las personas que mostraban signos de extrema emoción: tenía el convencimiento de que la pasión violenta, sí estaba adecuadamente canalizada, podía crear las condiciones para lo que ella denominaba «ruptura psíquica». Así, lejos de despedir al turbado señor Dunn, le dio una cálida acogida y le invitó a unirse al grupo cuando se retiraron a la mesa para la sesión de espiritismo.
Cabe destacar ahora que las descripciones que la condesa de Pongrácz hacía de las sesiones de espiritismo no siempre eran del todo coherentes. A veces garabateaba sus impresiones inmediatamente después de la sesión, cuando se encontraba en un estado de considerable agitación. En tales ocasiones, el impecable alto alemán en que redactaba su exposición daba muestras de tensión; a veces, su asediado sentido de la sintaxis se rendía completamente y, en vez de frases completas, escribía secuencias de sílabas visiblemente inconexas. Exhaustivos análisis informáticos han demostrado que esas agrupaciones fonéticas se derivaban de una mezcla de dialectos centroeuropeos tales como el esloveno y algunas inhabituales variantes del fino-ugrio (todos ellos aprendidos, sin duda, en los recintos de la numerosa servidumbre bajo las escaleras del Kastély Pongrácz).
El caso es, desde luego, que no podemos pretender que la condesa sea un testigo digno de confianza ni que pueda construirse una narración precisa con las escuálidas asociaciones de palabras de su diario. No obstante, sus relatos se ven con frecuencia corroborados por lo que se sabe de las formalidades y procedimientos de las sesiones de Mme Salminen, hechos que por lo general no se discuten. Normalmente, después de tomar el té Mme Salminen y su pequeño rebaño se retiraban a una sala únicamente iluminada con una vela. Sentándose en torno a una sólida mesa de madera, los congregados juntaban las manos y trataban de enfocar su dispersa energía mental, con Mme Salminen haciendo de lente, por decirlo así, para agrupar sus capacidades de concentración. Para que una de esas sesiones se considerase un éxito, tenía que producir algunas de las «manifestaciones» de energía psíquica tan caras a los espiritistas: fenómenos tales como golpeteos en la mesa, escritura automática, voces incorpóreas, etcétera. En ciertas ocasiones especiales, los pocos afortunados se veían incluso recompensados con el más valioso de los premios psíquicos, por así decir, una especie de luz que se describía como «aura ectoplásmica». El hecho de que «manifestaciones» de esa naturaleza pueden producirse con mucha facilidad en circunstancias de histeria colectiva es algo que, por supuesto, se ha demostrado repetidas veces y no requiere más comentarios aquí.
Cabe observar, no obstante, que el fenómeno del «aura» era un acontecimiento raro e inhabitual. Solía producirse únicamente al final de la sesión, y venía invariablemente precedido de otras manifestaciones como golpes en la mesa, etcétera.
En la ocasión que ahora nos ocupa, ocurrió que la condesa de Pongrácz fue elegida para sentarse al lado de Mme Salminen y enfrente del huésped no invitado, el supuesto señor C. C. Dunn. Pero resulta que, pese a las explícitas instrucciones en contra de Mme Salminen, en aquellas sesiones la condesa tenía la costumbre de lanzar ocasionales miradas alrededor de la mesa. Así fue como observó que, al cabo de unos veinte minutos, Mme Salminen y el señor Dunn habían caído en una especie de trance, con la cabeza inclinada hacia adelante, casi tocando la mesa. Al ver que tal estado persistía más allá de un tiempo prudencial, la condesa empezó a considerar el paso, impensable en otras circunstancias, de interrumpir el proceso (impensable porque solía creerse que la interrupción dejaba algún «espíritu» atrapado en un limbo interplásmico).
Sin embargo, cuando se encontraba pensando en esa posibilidad, la cabeza de Mme Salminen se proyectó hacia atrás súbita y violentamente, de modo que se quedó mirando al techo con los cabellos sueltos y soltando hilillos de saliva por la boca abierta y desencajada. Entonces el cuerpo del señor Dunn salió lanzado de la mesa para quedar pegado a la pared con los pies a varios centímetros por encima del suelo. Un momento después se apagó la única vela y la estancia quedó repentinamente sumida en una impenetrable tiniebla aterciopelada. La sólida mesa se derrumbó con fuerte estrépito y el señor Dunn cayó al suelo, gritando en una lengua que parecía indostaní:
-Sálvame… de su… persecución… imploro… gracia…
El aspecto más extraño de esas alucinaciones, anota la condesa, es el de que incluso en aquella oscuridad -que no consistía simplemente en ausencia de luz sino más bien en su contrario, antítesis que sólo podía concebirse en el ojo interno de la mente-, incluso en aquella profunda oscuridad veían con toda claridad al señor Dunn, si bien no se trataba de la clase de visión que depende de la luz; le vieron forcejear; observaron la angustia que recorría sus facciones; sus inútiles esfuerzos por liberarse de lo que le tuviera encadenado a aquel potro de tortura: todo eso vieron, pero ni por un momento vislumbraron ni imaginaron el agente de su angustia, ni con qué arma o instrumento, ni con qué medios se llevó a cabo aquella terrible agonía. Tenía el rostro lívido de miedo, y le vieron agitar el brazo para apartar algo, quizá una mano, o posiblemente un artefacto. Le vieron encogerse en el suelo, postrado pero no inconsciente, pero entonces mudó con igual brusquedad el signo de su forcejeo, pues pareció que pasaba a pelear con un animal, luchando para que no cerrara los colmillos en torno a su garganta, gritando una reiterada serie de invocaciones.
Entonces el ruido cesó repentinamente y la vela volvió a encenderse, de modo que ya no estaban a oscuras. Al abrir los ojos vieron que la mesa estaba exactamente como antes, y que todos se encontraban sentados en su sitio menos el huésped que se había presentado sin avisar, que se hallaba encogido en un rincón, completamente desnudo.
Y entonces Mme Dalminen pronunció sus primeras palabras, en un murmullo tan tenue que sólo lo oyó la condesa, sentada a su lado. Durante todo ese tiempo, Mme Salminen había permanecido desplomada en la silla, con la cabeza atrás, los ojos en blanco y sin ver. Cuando habló, aún no había recobrado del todo el conocimiento. La frase que escapó de sus labios fue: