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- He hecho una pequeña investigación -dijo Urmila a Sonali-, y he descubierto que, de joven, Phulboni escribió una colección de cuentos titulada Relatos de Laakhan. Se publicaron en una pequeña y desconocida revista y no se han reeditado. He logrado encontrar el número en la Biblioteca Nacional.

-Nunca he oído hablar de esos relatos -dijo Sonali-. Probablemente era muy pequeña cuando salieron.

-Bueno, pues son cuentos muy breves y en todos aparece un personaje llamado Laakhan -explicó Urmila-. En uno es cartero, en otro maestro de escuela en un pueblo, y otra cosa en otro.

-Qué extraño -observó Sonali.

-¿Verdad? Cuando los publicaron, los críticos pensaron que se trataba de alguna compleja alegoría: el protagonista es el mismo pero a la vez diferente, siempre hay una mezcla, todo eso. Y luego, naturalmente, cayeron en el olvido. Pero les he echado una ojeada y tengo la clara impresión de que había algo más.

-¿Algo más? -repitió Sonali-. ¿A qué te refieres?

-No sabría decirlo exactamente. Pero un día estaba hablando con la señora Aratounian…

-¿Es que los ha leído ella? -la interrumpió Sonali, arqueando las cejas.

-Ah, no -rió Urmila-. No tiene mucho tiempo para lecturas. Además, ya la conoces: no sabe una palabra de bengalí, aunque se ha pasado aquí toda la vida. Pero es muy aguda, ya sabes, y charlando con ella muchas veces llego a comprender las cosas. Me ha dado un montón de buenos consejos a lo largo de los años: en realidad fue ella quien me sugirió que fuese a la Biblioteca Nacional.

-Ya entiendo -dijo Sonali-. Sigue.

- Así que le hablé de los relatos y enseguida se mostró de acuerdo conmigo. «Son para despistar, querida», me dijo. «Fíate de lo que te digo.»

-¿Qué quería decir?

- Pensaba que los relatos eran un mensaje para alguien; para recordarle algo…, una especie de secreto compartido. Como esos extraños anuncios que a veces se leen en los periódicos, ¿sabes?

- Qué interesante -dijo Sonali con los ojos muy abiertos-. Puede ser.

-Así que ¿no sabes nada de esos relatos? -preguntó ansiosamente Urmila.

Sonali tomó un sorbo de té.

-No sé si tendrá algo que ver con los cuentos de que hablas -dijo-. Pero sé que a Phulboni le ocurrió algo muy raro cuando tenía veintitantos años. Y tuvo que ver con un tal «Laakhan».

-¿En serio? -Urmila se incorporó impaciente en el asiento-. ¿Qué pasó?

- Todo empezó cuando mi madre le preguntó por qué había dejado de cazar.

-¿De cazar? -repitió Urmila, asombrada-. ¿Quieres decir que Phulboni manejaba armas?

-Sí -contestó Sonali, sonriendo-. Tenía muy buena puntería. Te contaré cómo lo sé.

Recogió las piernas bajo el cuerpo y se recostó en los cojines que había sobre el brazo del sofá, con los rasgos iluminados por una sonrisa tiernamente evocadora.

-Cuando yo era niña, Phulboni siempre estaba entrando y saliendo de casa. Era como un tío para mí: solía llamarle Murad-mesho. Vivíamos en un piso pequeño cerca de Park Circus, mi madre y yo solas. Era un apartamento verdaderamente mínimo, pero siempre teníamos montones de invitados, sobre todo escritores y artistas: todas las noches había por lo menos media docena de personas, y Phulboni era uno de los más asiduos. Siempre venía con los mismos pantalones viejos y deshilachados, el mismo cinturón de cuero raído y una camisa blanca almidonada. Sabes cómo huele el almidón cuando se suda, ¿no? Pues así olía él: a tabaco y almidón sudado.

»Era un hombre de un aspecto espléndido: más de uno ochenta de estatura y flaco como una farola. Entonces era muy pobre y vivía solo: su mujer le había abandonado para volver con su familia. En cuanto llegaba, mi madre musitaba a los criados que bajaran corriendo por un poco de biriani. Al principio tenía un buen trabajo, en una empresa británica, Palmer Brothers, pero lo dejó cuando empezó a escribir. Quería ganarse la vida escribiendo, pero su obra era demasiado difícil para el público: todas esas palabras dialectales de lenguas de las que nadie ha oído hablar. Su padre trabajaba para uno de esos marajás de las montañas de Orissa, y se había criado en la selva, hablando la lengua de la gente de allí, una infancia un poco salvaje. Por eso adoptó después el seudónimo de Phulboni, por esa región.

»Y como vivía en la selva, muy pronto tuvo que aprender a disparar, pero nunca se lo contó a nadie. Descubrí que era un excelente tirador por pura casualidad.

»Una vez, mi madre actuaba en un jatra por los alrededores de Calcuta. Era uno de esos sitios donde la función se hace bajo una enorme carpa de circo. Dentro hay un escenario circular y fuera instalan una feria; ya sabes, puestos de dulces, tiovivos y todo eso.

»Yo me había metido en un hueco debajo de las tablas del escenario y observaba a la multitud, haciendo muecas a los niños y esas cosas. La obra se titulaba María Antonieta, reina de Francia. Mi madre hacía de María Antonieta, claro: por entonces ya tenía cierta fama, y si había una reina malvada o una suegra de mal carácter, invariablemente le daban a ella el papel. Mamá estaba iniciando su gran monólogo, ya sabes, el famoso de: “¿Que no tienen arroz? Pues que coman ledigenis.”

»De pronto alcé la cabeza y vi que entraba Phulboni. Di un grito y eché a correr hacia él, abriéndome paso a empujones entre la gente. Los dos habíamos oído cien veces el monólogo. Me aburría, así que no le dejé ver la obra. En cambio le obligué a dar una vuelta por la feria, para que me comprara jhalmuri, mihidana y esas cosas. Entonces llegamos a uno de esos puestos con escopetas de aire comprimido y montones de globos colocados en hileras. Empecé a tomarle el pelo, diciéndole que por qué no probaba a dar a los globos: los escritores no sabéis hacer nada. Él empezó a repetir que no, que no y que no, pero al final cedió. Para mi asombro, no falló ni uno solo de los primeros diez tiros. Le dije: “Eso no ha sido más que suerte, a ver si lo haces otra vez.” Y contestó: “Muy bien.” Retrocedió cinco pasos, y tampoco falló un solo tiro. Se fue aún más para atrás: toda una muchedumbre se congregó para mirarlo. Ni un fallo. Al final, el dueño del puesto le suplicó que lo dejase: “Sahib, por favor, discúlpeme, pero si sigue así, ¿qué van a comer mis hijos?”

»Le conté a mi madre el incidente y se quedó tan sorprendida como yo. Phulboni nunca le había dicho una palabra de que manejara armas ni fuese de caza. Se lo preguntó y él se echó a reír, sin hacerle caso. Pero mi madre no era de las que se daban por vencidas. Un día empezó a insistir cuando él había bebido mucho ron y le contó una historia. Pero al día siguiente estaba muy inquieto: dijo que no quería que la historia se supiera y le hizo prometer que no se la contaría a nadie.

-Ah, comprendo. -Urmila no podía ocultar la decepción en su voz.

-De hecho, después de aquello empezó a evitarnos -prosiguió Sonali-. En los últimos años de su vida, mi madre estaba muy preocupada por Phulboni. A medida que crecía su fama, se comportaba de forma cada vez más extraña. Se emborrachaba y se pasaba las noches deambulando por la calle, como si buscara algo; me han dicho que lo sigue haciendo. Mi madre deseaba que viniera a vivir con nosotras, pero él no quería; dejó de ver a sus antiguos amigos y no se mezclaba mucho con nadie. Cuando mi madre se estaba muriendo ni siquiera vino a verla. Estaba convencida de que era porque nunca le había perdonado que le obligase a contarle aquella historia, y jamás entendió por qué. Y debo confesar que yo tampoco.

-¿Y ella te la contó? -preguntó Urmila.

-Sí -contestó Sonali-. Poco antes de morir.

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