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Murugan llegó a la pensión y encontró a la señora Aratounian frente a la televisión y bebiendo un amarillento gimlet.

-Vaya, ya está usted aquí, señor Morgan -lo saludó, palmeando el raído sofá lleno de tapetes para la mugre-. Siéntese. Ya empezaba a preocuparme por usted. ¿Quiere que le sirva un gimlet? ¿Está seguro? ¿Sólo un chota, un traguito antes de acostarse para que le depare sueños agradables?

La señora Aratounian se había quitado la bata de terciopelo azul que llevaba por la mañana, cuando llegó Murugan; ahora iba con una blusa blanca y una severa falda negra. En una mesita tallada que tenía al lado había una botella de ginebra Omar Khayyam y otra de zumo concentrado de lima Rose’s, apenas visibles entre la frondosidad que crecía en recargados maceteros de bronce.

Siguió ansiosamente los ojos de Murugan cuando éste desvió la vista hacia la mesa.

-¿No? -le dijo, parpadeando por encima de sus bifocales-. ¿No le gusta la Omar Khayyam? Por ahí tengo una botella de Blue Riband; sólo para ocasiones especiales. Puedo ir a buscarla; sé que está en alguna parte.

-La Omar Khayyam me va perfectamente -contestó Murugan-. Gracias.

-Bien -aprobó la señora Aratounian. Cogiendo un vaso, sirvió una prudente medida de ginebra y luego añadió un chorro de zumo de lima y un cubito de hielo. Tendiendo el vaso a Murugan, preguntó-: ¿Y cómo ha pasado el día, señor Morgan?

Antes de que Murugan pudiese contestar, se oyó un estallido de música en la televisión y una voz sosa anunció: «Y ahora les ofrecemos nuestro noticiario especial…»

-¡Noticias! -exclamó con sarcasmo la señora Aratounian, volviendo a acomodarse en el sofá-. Me da más noticias la asistenta que ese aparato.

En la pantalla apareció un hombre de sonrisa insulsa vestido con una kurta y sentado tras un manojo de lirios mustios.

«El vicepresidente ha estado hoy en Calcuta», anunció, «para otorgar el Premio Nacional de Literatura al eminente escritor Saiyad Murad Husain, más conocido por el seudónimo de Phulboni.»

El rostro del presentador desapareció bruscamente para ser sustituido por el del vicepresidente, que cabeceaba soñoliento en el escenario del teatro Rabindra Sadan.

-Oh, no -gruñó la señora Aratounian-. Es una de esas ceremonias en las que todo el mundo hace discursos. Verdaderamente tengo que conectarme al cable; en esta casa todo el mundo lo tiene, pero yo…

La cámara enfocó un amplio auditorio, atestado de gente, acercándose a continuación en un zoom a la primera fila. Apenas visibles en el extremo de la pantalla había dos mujeres de pie en medio de la sala. Una de ellas se volvió brevemente hacia el escenario antes de seguir a la otra por el pasillo.

La señora Aratounian se incorporó súbitamente.

-¡Vaya! -exclamó, presa de excitación, señalando a la pantalla con el bastón-. ¡Pero si es Urmila! ¡Figúrese, ver a Urmila en televisión! ¡La conozco desde que iba al colegio, al Convento de Santa María! -Volviéndose hacia Murugan, añadió en tono confidencial-: Una becaria, naturalmente, su familia nunca hubiera podido permitirse el lujo de enviarla a un colegio como el Santa María. Era la criatura más tímida que había visto en mi vida, pero mira por dónde hace unos años va y se pone a trabajar en Calcutta. ¿Adónde va el mundo? Le dije: «¿De qué va a informarme una jovenzuela como tú?»

La cámara volvió a ofrecer una panorámica del público y distinguieron de nuevo a las dos mujeres, una muy por delante de la otra.

-¡Eh! -exclamó Murugan, dándose una palmada en la rodilla-. Yo conozco a esas dos…

- Ésa es Sonali Das -gritó la señora Aratounian-. Otra de mis clientas de Dutton. ¡Y menuda celebridad, además! -Dirigió a Murugan una elocuente mirada y media sonrisa, añadiendo-: Podría contarle algunas cosas de ella.

Riéndose entre dientes, bebió un sorbo de gimlet.

La cámara sacó un plano del escenario y apareció el rostro demacrado de Phulboni, llenando la pantalla. La señora Aratounian dio un gritito de disgusto.

- Oh, no. Que Dios nos asista; uno de esos viejos pretenciosos y charlatanes va a soltar un discurso. Siempre están con eso. Tengo que conectarme al cable, en serio; me han dicho que hasta se coge la BBC…

De pronto, la voz ronca, y áspera del escritor llenó la habitación: «Durante más años de los que alcanzo a recordar he vagado por las calles más recónditas de esta ciudad, la más secreta de todas, tratando siempre de encontrar a la que durante tanto tiempo me ha eludido: el femenino Silencio. Veo signos de su presencia dondequiera que voy, en imágenes, palabras, miradas, pero sólo signos, nada más…»

La señora Aratounian dio unos golpecitos en el suelo con el bastón, molesta.

-¿No se lo decía yo, señor Morgan? -dijo con irritación-. Y le apuesto doble contra sencillo a que seguirá así eternamente.

Ahora, los ojos de Phulboni se llenaron de lágrimas: «He intentado, más que nadie en el mundo, encontrar el camino hacia ella para arrojarme a sus pies, para unirme al círculo secreto que la asiste, para limpiarle el polvo de los talones con mi frente. La he buscado por todos los medios disponibles, a la irrestible, a la siempre esquiva señora de lo callado, la he pretendido, cortejado, suplicado para que me admitiese en el círculo de sus iniciados.»

La señora Aratounian dio un bastonazo en el suelo.

-Horrible -sentenció-. Ese hombre está dando un espectáculo bochornoso. ¿Es que no van a hacer algo?

«Como un árbol extiende sus ramas para cortejar a una invisible fuente de luz», prosiguió la voz del escritor, «así cada palabra que he escrito siempre ha estado dedicada a ella. La he buscado en palabras, la he buscado en hechos, pero sobre todo la he buscado en la callada defensa de su fe.»

Ahí, bruscamente, el rostro del escritor desapareció de la pantalla y en su lugar se vio una diapositiva de una tranquila escena de la montaña. Pero la voz del escritor continuó, fantasmagóricamente incorpórea.

La señora Aratounian soltó una seca carcajada.

- Fíjese, señor Morgan. Son tan incompetentes que ni siquiera le cortan.

«Si comparezco hoy ante ustedes en este lugar», decía la áspera voz, «el más público de todos, es porque estoy al borde de la desesperación y no conozco otro medio de alcanzar el Silencio. Sé que queda poco tiempo; para mí y para ella. Sé que la travesía se acerca; sé que está al alcance de la mano…»

Aunque el rostro ya no estaba en pantalla, era evidente que el escritor lloraba: «… cuando se acaban las horas, cuando quizá no quedan sino unos momentos, al no conocer otros medios hago este último llamamiento: “No me olvides: te he servido lo mejor que he podido. Sólo una vez pequé contra el Silencio, en un momento de debilidad, seducido por la que amaba. ¿No he sido suficientemente castigado? ¿Qué más queda? Te lo ruego, te lo suplico, si es que existes, y nunca lo he dudado ni por un momento, dame una señal de tu presencia, no me olvides, llévame contigo…”»

La pantalla parpadeó y volvió a aparecer el rostro del presentador, ligeramente sudoroso. Con una sonrisa forzada, empezó a decir: «Pedimos disculpas a nuestros telespectadores…»

La señora Aratounian se puso trabajosamente en pie, se acercó a la televisión y apagó el aparato.

-Ésa es la clase de tonterías que hay que soportar si no se tiene el cable -dijo con hastío-. Noche tras noche. Dígame, señor Morgan, ¿se ven estupideces como ésta en la BBC?

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