A pesar del pegajoso calor, Urmila sintió un escalofrío.
-¿Y cree que todo está relacionado? -preguntó-. El mensaje que le enviaron y esos trozos de papel donde han envuelto el pescado…
-¿Y me lo pregunta? -exclamó Murugan-. Pues claro que están relacionados. El envoltorio de su pescado ata todos los cabos. Fíjese bien: Cunningham tenía el único laboratorio del continente donde Ron disponía de una remota posibilidad de realizar un descubrimiento; Ron lo sabía y, hacia finales de 1896, estaba desesperado por sentar sus reales en Calcuta. Pero Cunningham sencillamente no tragaba: había construido el laboratorio como si fuese la barbacoa de su jardín y no iba a permitir que un novato mocoso le estropeara la fiesta. Ergo, si Cunningham era el principal impedimento para que Ron se trasladara a Calcuta, se deduce que en aquel preciso momento, a finales de 1897, constituía el mayor obstáculo para la solución del rompecabezas de la malaria. Y si en aquella época alguien vigilaba a Ron, no podía tardar mucho en comprenderlo. ¿Qué hacen, entonces? Establecen un compás de espera, se reúnen en conciliábulo y vuelven a entrar en acción con una nueva estrategia: Cunningham tiene que largarse. Y, en efecto, eso es precisamente lo que pasa: en enero de 1898 Cunningham cambia súbitamente de opinión; arroja la toalla y se va a Inglaterra con el rabo entre las piernas. De camino hace una parada en Madrás, donde sufre una especie de episodio psicótico. Esos papeles, el mensaje en mi pantalla…, alguien trata de que establezca conexiones: quieren hacerme saber que me encontraba en el buen camino.
- Pero espere un momento -objetó Urmila-. ¿Qué significa eso de «quieren hacerme saber»? No fue usted quien encontró los papeles, sino yo. Y yo le he conocido por casualidad, porque resulta que usted estaba en la casa de Romen Haldar cuando yo… cuando yo he perdido el conocimiento.
- ¿Ah, sí? Muy bien, pues ahora cuénteme cómo «ha encontrado» usted esos papeles y trataremos de ver si su teoría de la casualidad se tiene en pie.
Urmila empezó a contarle los acontecimientos de la mañana y la noche anterior, la llamada de teléfono a su familia, su promesa de preparar pescado y la providencial llamada al timbre a las siete y cuarto. Y poco a poco, a medida que contaba la historia, su relato iba flaqueando cada vez más hasta el punto de que cuando llegó al desconocido pescadero su voz se apagó hasta convertirse en un murmullo apenas audible.
-Pero ¿por qué tenían que hacerlo todo tan retorcido? -preguntó-. Si querían comunicarle algo, ¿por qué no se lo dijeron lisa y llanamente, por qué implicarme a mí y a Romen Haldar y a…?
Murugan hizo una pausa para rascarse la barba.
-El caso es que no lo sé -confesó-. Pero hay algunas cosas que están muy claras. Alguien intenta que establezcamos ciertas relaciones, tratan de decirnos algo; algo que ellos no quieren ensamblar, de modo que cuando lleguemos al final tengamos una historia completamente distinta.
-¿Por qué? ¿Qué sentido tiene? ¿Qué sacarán ellos tanto si llegamos al final como si no?
-No estoy del todo seguro, pero creo que podría esbozar una posible hipótesis.
-Siga -le apremió Urmila.
-Muy bien -empezó Murugan-. Suponga, es un suponer, que usted tiene el convencimiento (no me pregunte por qué ni nada, no son más que meras suposiciones), imagínese que tiene el convencimiento de que conocer algo es modificarlo, de lo que se desprendería, ¿no es así?, que dar a conocer algo constituiría un medio de efectuar un cambio. O de crear una mutación, si lo prefiere.
Urmila carraspeó con aire de duda.
- Ahora demos un paso más. Partiendo de que admitiera eso, se deduciría que si quisiera efectuar un cambio concreto, o una mutación, una de las maneras de conseguirlo consistiría en dar a conocer determinadas cosas. Tendría que tener mucho cuidado a la hora de hacerlo, porque el experimento no daría resultado a menos que condujera a un auténtico descubrimiento. No daría resultado, por ejemplo, si eligiera a alguien entre una multitud y le dijera: «Oiga, aquí tiene estas dos cosas y ahí otra; súmelas y ¿qué le da?» Ése no sería un verdadero descubrimiento, porque la respuesta se conocería de antemano. Así que lo que tendría que hacer sería orientar a sus cobayas en la justa dirección y esperar a que llegaran al final por sí solas.
-De manera que lo que sugiere es que le han dicho algo a través de mí, de esa forma tan retorcida, para hacer una especie de experimento porque están tratando de cambiar algo, ¿no es así?
-Yo no podría haberlo expresado mejor.
-¿Cambiar qué? -exclamó Urmila-. ¿Y por qué? ¿Qué quieren hacer con nosotros?
-No lo sabemos. No sabemos qué, ni tampoco por qué.
-Así que lo que pretende decir es que a usted y a mí nos han cogido para un experimento y no sabemos por qué ni con qué fin, ¿verdad?
-Exacto. El caso es que se trata de una gente cuya religión es el silencio. Ni si quiera sabemos qué es lo que no sabemos. Ignoramos quién está metido en esto y quién no; no sabemos cuánto carrete les queda. No sabemos cuántos cabos quieren que atemos nosotros ni cuántos quieren que queden sueltos para quien nos suceda.
-¿Quiere decir -preguntó Urmila- que pueden dejar algo para que otros resuelvan el asunto en un futuro?
-Sí, creo que así es. Esos tíos no tienen prisa para nada. Llevan facilitando pistas un siglo más o menos, y de cuando en cuando, por los motivos que sean, hacen que algunas personas seleccionadas se fijen en ellas. El hecho de que usted y yo estemos incluidos no significa que hayan cerrado la lista.
-¿Y adónde va a parar todo esto? -quiso saber Urmila-. ¿En qué acabará?
-No terminará -dijo Murugan-. Voy a decirle cómo va la cosa: han de tener mucho cuidado al escoger el momento adecuado de pasar la última página. Mire, para ellos, escribir la palabra «Fin» en esta historia es la forma con que cuentan incorporar el gran cambio al siguiente ciclo. Pero, para que eso ocurra, dos cosas han de coincidir exactamente: los títulos de crédito del final tienen que aparecer en el preciso momento en que la historia se revela al elegido.
-¿Y qué esperan?
-Pues puede que muchas cosas. A lo mejor esperan alguna variedad de malaria que no se haya conocido nunca. Quizá una técnica que facilite y acelere el traspaso de su historia al elegido: una técnica de montaje mucho más eficaz que cualquiera de las que disponen ahora. O tal vez ambas cosas. ¿Quién sabe?
Se interrumpió de pronto al oír un trueno. Echando una rápida mirada a su alrededor, Urmila divisó un sitio cubierto por el alero de la caseta abandonada. Se refugió debajo, sentándose en el suelo con las rodillas bajo el mentón. Murugan fue tras ella y, a gatas, se colocó a su lado cruzando las piernas con un crujido de huesos. Al cabo de unos minutos la lluvia caía a cántaros frente a ellos, resbalando por el alero.
Urmila contemplaba la cristalina muralla de lluvia, abrazándose las rodillas. Todo era muy confuso: la llamada del Club, el pescadero a primera hora de la mañana, Romen Haldar, Sonali Das. Ahora le resultaba muy difícil distinguir lo que formaba parte de aquella historia y lo que no: la ventana de la cocina, desde donde se veía la casa de Haldar, ¿era parte de la intriga? ¿Sus padres? ¿Sus hermanos? ¿Su cuñada? (No, ella no.) ¿Y el hecho de que estuviera vestida con aquel horrible y sucio sari, salpicado de manchas de cúrcuma y sangre de pescado? ¿O el de que hubiera llamado a casa de los Gangopadhyaya y los hubiese despertado? Y qué raro que todo aquello hubiese ocurrido cuando lo único en que pensaba era en cómo preparar un shorse ilish lo antes posible para coger el microbús de la BBD Bagh y llegar al Gran Hotel Oriental a tiempo para la conferencia de prensa del ministro de Comunicaciones. Pensándolo ahora, parecía que había pasado mucho tiempo; apenas recordaba por qué era tan importante el ministro de Comunicaciones y su conferencia de prensa, por qué había tenido tanta prisa por llegar, por qué había insistido tanto el redactor jefe: ¿qué habría dicho el ministro, de todos modos? ¿Que las comunicaciones iban bien? ¿Que ocuparse de ellas era la misión de su vida? Qué extraño habría sido estar sentada frente a un teclado, intentando pensar en una buena frase para empezar: El ministro de Comunicaciones ha anunciado hoy en una conferencia de prensa su firme creencia en que las comunicaciones constituyen la clave del futuro de la India. En cierto modo casi parecía menos raro estar allí, sentada en aquel porche goteante, con aquel olor a mierda por todas partes, que escuchar a un viejo gordo de Delhi hablando por un chirriante micrófono; era más fácil entender por qué estaba ahí, agachada en aquel húmedo rincón de aquella decrépita caseta, que saber por qué había intentado guisar pescado para que su hermano entrara en un equipo de fútbol de primera división; tenía más sentido escuchar las explicaciones de Murugan sobre Ronald Ross que preocuparse de si conseguiría subir a empujones al microbús de la BBD Bagh para no llegar tarde a la conferencia de prensa del Gran Oriental. A pesar de que nunca había oído hablar de Ronald Ross, ni conocido a ese hombre, que se pegaba ahora a ella, apretando la pierna contra la suya. No se parecía a nadie que conociera, pero eso no tenía nada de malo, por supuesto, era bonito conocer a alguien, y su barba también era bonita, como una especie de cepillo duro. Qué sensación daría tocársela -la barba-, empezó a pensar, y luego, para su sorpresa, se dio cuenta de que, vaya, le estaba tocando, pero no la barba, el muslo de él estaba contra el suyo, agradablemente cálido, nada pegajoso. Fuera, en la calle, los autobuses pasaban rugiendo bajo la lluvia; se imaginaba gente acurrucada tras ventanas empañadas, viandantes que se apresuraban por la acera con sus paraguas, metiéndose precipitadamente en el complejo del cine Kandan y en la Academia de Bellas Artes. Qué raro era pensar que lo único que los separaba de ella y de Murugan era una valla insignificante, sólo un pequeño muro, pero servía lo mismo que la Gran Muralla China, porque no los veían ni a él ni a ella. En cierto modo era como estar en un tubo de ensayo: ésa era quizá la sensación que se tenía, sabiendo que algo iba a pasar dentro del cristal pero no fuera, que había un muro entre uno y los demás, toda aquella gente metida en autobuses y microbuses que se apresuraba al trabajo desde Kankurgachi y Beleghata y Bansdroni después de tomar el arroz matinal, con el olor a dal todavía incrustado entre las uñas; estaban tan lejos, aunque sólo les separaba la valla; ni siquiera se enterarían de si él se había quitado la camisa y ella le pasaba las uñas por el pecho hasta el vientre; ni siquiera sabrían que él tenía los pantalones bajados, hasta los tobillos, y la mano de ella estaba entre las piernas de él en vez de en su propio regazo, con el dedo enroscándose entre el rizado vello del pubis; no se enterarían de si ella se había quitado la blusa y él la rodeaba con el brazo mientras que con la otra mano le cogía un pecho acariciándole el pezón con el pulgar; no se enterarían, no tendrían ni la menor idea al pasar apresuradamente hacia el trabajo, y no era tan difícil de imaginar, en realidad, el brazo de él por su hombro y la mano en su pecho. También sería como un experimento; así sería exactamente, sentirle entre las piernas, los labios en su cuello, la sensación de algo vivo muy dentro de ella. Qué otra palabra podía haber para eso, sino «experimento», algo nuevo, algo que sabía que iba a cambiarla aunque sólo durase unos minutos, o incluso segundos; algo que estaba ocurriendo de una forma que superaba su propia imaginación, que era absolutamente incapaz de remediar.