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Antar sirvió a Murugan otra taza del té verde y caliente que daban en el restaurante.

-¿Tienes alguna hipótesis sobre quién era Lutchman en realidad?

-Tengo algunas pistas -explicó Murugan-. Demasiadas, quizá. En mi opinión andaba por todas partes, con nombres distintos y cambiando de identidad. Sospecho que era la punta de lanza del cerebro que fraguó el plan, quienquiera que fuese.

-Ya veo -dijo Antar-. Pero ¿sabes algo de él aparte de lo que dice Ross?

-A decir verdad, sí. Le mencionan en un diario.

-¿En un diario? -repitió Antar-. ¿De quién?

-El caso es -repuso Murugan- que tenemos noticia de un individuo que en cierta ocasión pasó un fin de semana en la casa donde vivía Ron, en Secunderabad. Lutchman también formaba parte de la casa; en realidad, para Ron era casi de la familia.

-Sigue.

-Recuerda -continuó Murugan- que cuando Ross empieza a trabajar sobre la malaria ya es un hombre felizmente casado y con dos hijos. Pero también es oficial del ejército, y está sujeto a las condiciones de la vida militar. Lo que significa que mientras él se asa de calor en Secunderabad, su mujer y sus hijos viven en la montaña, con un ejército paralelo de mujeres de militares ingleses.

»En sus Memorias, Ron dedica exactamente dos líneas a su vida extracientífíca en Secunderabad: “El 23 [de abril de 1895] salí para Secunderabad… y allí viví en un bungalow en garçon, con el capitán Thomas, ayudante de Estado Mayor, y el teniente Hole, dos personas estupendas. Teníamos nuestro comedor, y estaba el Secunderabad Club, donde jugábamos al golf y al tenis; pero no quise tener caballos, pues estaba a la espera de que en cualquier momento me destinaran a un servicio especial contra la malaria.”

»No hay que esforzarse mucho para imaginarse el ambiente donde vivía Ross en Secunderabad; directamente sacado de uno de esos seriales de la BBC: gran bungalow colonial, paredes blancas, techos de un kilómetro de alto, interiores frescos y oscuros, elefantes aparcados en el camino de entrada, criados con turbante haciendo reverencias a los sahibs, sirvientes narcotizados removiendo el aire con abanicos de hojas de palma, caballos de polo, raquetas de tenis, fajines, los dichosos paratha.

»Él lo llama bungalow, pero no te creas: el sitio tiene varias docenas de habitaciones y cinco mil metros cuadrados de jardín. Luego están las dependencias de los criados, bastante alejadas de la casa, donde apenas se les ve: una larga fila de cuartos bajos, muy pequeños, aunque en algunos viven seis o siete personas y hasta familias enteras. Ahí es donde Lutchman establece su residencia, exactamente un mes después de que Ross llegue a Secunderabad. Pero Lutchman ocupa un lugar muy alto en la jerarquía: ha sido personalmente elegido por el gran doctor sahib. Se le da una habitación para él solo. Mete allí todas sus cosas y se instala cómodamente.

»Para Ron, toda ese montaje del bungalow es pura rutina; apenas repara en ello: los días pasan como si nada. Si no viviera así en Secunderabad, haría lo mismo en cualquier otro sitio. Hay miles de oficiales del ejército británico que viven exactamente igual en cualquier parte del mundo: en Sudáfrica, Malasia, Singapur, Kenia, donde quieras. La mayoría son unos gilipollas que te creerían si les dijeses que Julio César se llamaba Plasmodium de segundo nombre. La única diferencia es que en ese particular bungalow de Secunderabad hay un tío que se dedica a la ciencia de altos vuelos y que está tan enfrascado en lo que hace que apenas se da cuenta de lo que pasa a su alrededor; y pasa mucho, ocurren muchas cosas a su alrededor, sólo que como es un genio de cojones el muy capullo ni se entera.

»Y entonces llega un día ese otro tío a pasar el fin de semana. Se llama J. W. Grigson; acaba de salir de Cambridge y se ha metido en un grupo llamado Panorama Lingüístico de la India. Se va a pasar veinte años viajando para escribir un libro titulado Estudio comparativo de las estructuras fonéticas de las lenguas y dialectos de la India oriental. No será un éxito de ventas, pero en su ámbito se convertirá en el equivalente de la Guía del consumidor. El tal Grigson es todo un personaje: morirá a los cuarenta y tantos años al norte de Birmania, tratando de solucionar un litigio tribal.

»Y adonquiera que va, Grigson toma notas. Vaya que si toma notas: lleva un diario, todo lo registra. Cuando el Ypsilanti College compró en 1990 sus archivos, tuvieron que alquilar un camión de ocho ejes para meter todos los papeles. No hay nada de lo que no tome nota, nada en absoluto. Porque no sólo le apasionan las lenguas, también le chifla la anatomía. Cada vez que encuentra algo que se mueve, intenta comprobar si puede abrirse de patas. De modo que Grigson va a pasar unos días al bungalow donde Ron está viviendo en su destino militar. Resulta que fue al colegio con uno de los compañeros de Ron, el teniente Hole. No se pueden ni ver, pero sus mamás les han dicho que se porten bien. Así que cuando el teniente se entera de que Grigson llega a la ciudad, le pregunta si necesita un sitio donde alojarse; cree que así ganará algunos puntos sin mucho esfuerzo. Grigson se dice: Pues claro, ¿qué puedo perder? Y se instala durante unas noches en la habitación de invitados.

»Grigson no tarda mucho en percatarse de que el tal Lutchman no es trigo limpio; hay algo que no cuadra, no sabe exactamente qué. Sólo cruzan palabras como: “¿Quiere una taza de té, señor?” y “Vale, Lutch, sírveme”, pero a Grigson no se le escapa nada. Hay algo en la forma de hablar de Lutchman que le pica la curiosidad: empieza a hacerse preguntas sobre ese tío.

»Hace un pequeño experimento: en vez de llamarle “camarero”, “oye”, “mozo”, o cualquier cosa, de pronto le llama “Lutchman”.

»Observa en su diario que se produce una mínima pausa antes de que Lutchman responda: sólo esa milésima de segundo que transcurre cuando alguien contesta por un nombre que no es el suyo verdadero. Ahora Grigson está seguro de que no se llama así: se ha cambiado el nombre para parecer de la zona. Grigson sabe que es un nombre de lo más corriente, salvo que lo que en un sitio es “Lutchman”, en otro Laakhan, en otro Lokhkhon y en otro Lakshman, depende de la región de procedencia.

»Esa noche pregunta a Ron: “¿Cuál es la historia de ese Lutchman? ¿Es de por aquí?” Ron acaba de pasar ocho horas seguidas mirando tripas de mosquitos. No está de humor para charlas. Dice: “Nunca se lo he preguntado. Supongo que es de por aquí.”

»“¿Ah, sí?”, dice Grigson. “Pues por la forma que tiene de pronunciar las labiales sordas y las dentales retroflejas, parece de mucho más al norte.”

»“No me digas”, bosteza Ron: se está preguntando de dónde ha salido ese cantamañanas. “¡Bueno! Me parece que voy a ver si juego un partido de tenis.” Y sale de la casa gritando: “¿Juega alguien al tenis?”

»Para entonces no sólo son las dentales retroflejas de Lutchman las que despiertan la curiosidad de Grigson: empieza a sentir un interés personal por sus labiales. A la mañana siguiente, Lutchman le lleva su taza de té cuando todavía está acostado. Grigson ve su oportunidad. Muy bien, se dice, adelante. Al coger la taza, aprovecha para tocar el brazo de Lutchman; un momento después le coge la mano. Y entonces observa un bonito detalle: en la mano izquierda Lutchman sólo tiene cuatro dedos, le falta el pulgar. Pero no parece que le haga falta: tiene el índice doblado de tal modo que le sirve de pulgar.

»El falso pulgar produce en Grigson un verdadero ardor. Y se lanza. “Oye, Lutch”, dice, dando unas palmaditas en la cama. “Qué prisa tienes, siéntate aquí y charlemos un poco.” Durante todo el tiempo Grigson hace como si sólo chapurreara el indostaní, como cualquier otro inglés en la India.

»Lutchman le observa con una mirada penetrante, como si tratara de adivinar sus verdaderas intenciones. Eso no le parece mal a Grigson: está lanzado, el nuevo desodorante funciona de verdad. Entonces oyen a Ron, que grita desde su cuarto: “Oye, mozo, ¿dónde está mi té?”

»Lutchman se pone en pie de un salto y sale corriendo. Grigson decide intentarlo más tarde. No pierde de vista a Lutchman, se fija en dónde vive: observa que tiene un farol grande de metal colgado en la ventana, detrás de la casa, en las dependencias de los criados.

»Aquella noche hay una fiesta en el club de Secunderabad. Grigson asiste pero se escabulle pronto; alega que le duele la cabeza; quiere volver al bungalow. Le organizan la vuelta; vuelve; pone unas almohadas bajo la mosquitera y sale furtivamente.

»Está oscuro, no hay luna. Es la época del monzón: el jardín es un barrizal. Grigson se dirige chapoteando a las dependencias de la servidumbre. Lo único que distingue de los barracones es una forma larga y distante en la oscuridad. Maldice para sus adentros, pero al acercarse ve una luz en una ventana, un círculo pequeño y brillante que lanza un destello rojo. Remangándose los pantalones del pijama, avanza de puntillas y llama a la ventana. Aparece el rostro de Lutchman; tarda en reaccionar y luego se le salen los ojos de las órbitas.

»“¡Soy yo!”, dice Grigson. “Sólo vengo a ver tu colección de arte.” Lutchman abre la puerta y Grigson entra en la habitación. Es diminuta, huele a ropa y sudor y aceite de mostaza. En un rincón hay un camastro, y ropa tendida en una cuerda. Está muy oscuro. La única luz viene de la lámpara de la ventana. Y ya que ha ido hasta allí, le gustaría darse una ración de vista con ese tío. Pero ese farol no es corriente: es grande, sólido, robusto, tiene un mango largo y una ventanilla circular de cristal rojo. Grigson piensa un poco y lo adivina: es un farol de señales de los que se emplean en los ferrocarriles. Los que se usan para detener los trenes en las estaciones. No el que se compra en la tienda del barrio: pensándolo bien, tenerlo colgado en la ventana probablemente sea un delito.

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