De buenas a primeras, Phulboni se encontró con que había amanecido y que estaba mirando a la cara sonriente del jefe de estación. Pero no se encontraba en la garita: era de día y estaba fuera, tumbado en algo blando.
-Le dije a la que tengo en casa -dijo el jefe de estación-, le dije: «Ya verás como no hay que preocuparse, estará perfectamente.»
Phulboni cerró los ojos. Sintió tal alivio al ver que estaba sano y salvo, que se le aflojó todo el cuerpo.
-Me ha costado tanto trabajo sacarle de ahí, sahib -le contó el jefe de estación-. Ni que ese enorme cuerpo suyo estuviera hecho de bronce. Tuve que tirar y tirar y tirar: yo solo, además. Pero me he dicho: «Budhhu Dubey, pase lo que pase tienes que sacarlo de este horrible sitio; aunque te rompas la espalda. Mientras siga ahí dentro, no hay esperanza para él. Tienes que sacarlo.»
-¿Qué ha pasado? -preguntó Phulboni-. ¿Dónde estaba cuando me ha encontrado usted?
-He venido lo antes posible -contestó el jefe de estación-. La que tengo en casa me ha despertado cuando aún estaba oscuro y me ha dicho: «Ve a ver si ese pobre hombre se encuentra bien.» Y he venido a toda prisa. Lo he encontrado tumbado en el suelo con el rifle sobre el cuerpo. Al principio creí que estaba muerto, pero luego he visto que respiraba; así que lo he sacado.
-¿Y el farol? -inquirió Phulboni-. Le disparé. ¿Ha visto cristales en la garita?
El jefe de estación frunció el ceño.
-¿Qué farol?
-El farol de señales. El que estaba ayer en la habitación.
- Seguía en su sitio. Limpio y bien pulido: nadie lo toca nunca. Siempre está así, en el mismo sitio: siempre limpio, sin una mota de polvo.
El jefe de estación abanicó vigorosamente a Phulboni con una hoja de plátano.
- Esta estación es un sitio horrible -afirmó-. No hay nadie de ningún pueblo de la zona que se acerque a un kilómetro de aquí después de oscurecer. No se les podría hacer venir ni por todo el oro acumulado en el cielo. Intenté avisarle, pero no me escuchó.
-Ahora sí le escucharé -dijo Phulboni-. Quiero saber lo que ha pasado.
El jefe de estación suspiró.
- No sé qué decirle, a un gran sahib como usted. Sólo puedo decirle lo que la gente cuenta por esta parte: gente de pueblo como yo…
Phulboni, que escuchaba con los ojos cerrados, se pasó la mano por la frente.
-¿Qué es lo que cuenta la gente? -dijo-. Quiero saberlo.
Y entonces, por suerte o por desgracia, movió hacia atrás una mano y rozó la vía, un trozo de acero frío y vibrante. Abrió los ojos y se encontró ante una visión ininterrumpida de hojas y árboles, recortados contra el rosáceo cielo del amanecer. No había rastro del jefe de estación ni de nadie más. Miró a su alrededor y descubrió que estaba tendido entre las vías del apartadero, en un colchón. Titubeando, alargó el brazo y tocó el raíl.
Y una vez más Phulboni se apartó rápidamente de la vía. Pero en esta ocasión logró evitar la caída, de modo que se encontraba sólo a unos centímetros cuando el tren pasó con gran estruendo por el apartadero sobre el colchón en el que él estaba tumbado un momento antes, haciéndolo trizas. Esta vez el tren era real: vio los horrorizados rostros de fogoneros y maquinistas cuando pasaba la máquina a toda velocidad; oyó el chirrido de los frenos y el agudo pitido del silbato.
Se puso trabajosamente en pie y echó a correr. Alcanzó al tren un kilómetro y medio más adelante, donde finalmente se había detenido.
Fogoneros y maquinistas examinaban las agujas y cambiavías, tratando de averiguar por qué se había desviado el tren a la vía muerta. Incomprensible, sentenció el jefe de maquinistas, un angloindio de pelo entrecano; ese apartadero no se había utilizado desde hacía decenios, el mecanismo se había desmantelado años atrás. Casi habían descarrilado, era un milagro, con todos aquellos escombros y hierbajos sobre las vías oxidadas.
Y entonces Phulboni sugirió al jefe de maquinistas:
- A lo mejor el jefe de estación cambió de agujas por equivocación.
El jefe de maquinistas era un viejo veterano. Miró a Phulboni con una extraña sonrisa y dijo:
- Hace más de treinta años que no hay jefe de estación en Renupur.
Entonces apareció el revisor, tan obsequioso como siempre, y condujo a Phulboni a un coche cama vacío. Más tarde, cuando el tren había arrancado con destino a Darbhanga, se acercó sigilosamente a él y le dijo:
-Ha tenido suerte; al menos sigue vivo.
-¿Por qué? -preguntó Phulboni-. ¿Es que ha habido otros que…?
-El año que empecé a trabajar aquí -contestó el revisor-, en 1894, hubo otro que no fue tan afortunado: murió ahí… de la misma forma, tumbado en la vía, al amanecer. El cadáver estaba tan destrozado que nunca averiguaron exactamente su identidad, pero se rumoreaba que era extranjero.
Miró a Phulboni con una sonrisa melancólica y añadió:
-De noche nadie se acerca a esa estación.
-¿Y por qué no me lo dijo? -inquirió Phulboni.
-Lo intenté -dijo el revisor, con su retorcida sonrisa-. Pero usted no me hubiera creído. Se habría reído, diciendo: «Esos aldeanos tienen la cabeza llena de fantasías y supersticiones.» Todo el mundo sabe que, para los hombres de ciudad como usted, tales advertencias siempre tienen el efecto contrario.
Reconociendo la verdad de sus palabras, Phulboni se disculpó y pidió al revisor que se sentara y le contase todo cuanto sabía.
Durante muchos años, dijo el revisor, la garita de señales había sido el hogar de un muchacho llamado Laakhan. El chico fue a parar allí desde algún sitio al norte de la línea poco después de inaugurada la estación. Era un niño abandonado, huérfano por la hambruna, con un cuerpo flaco y macilento y una mano deforme. Entonces no había nadie en la garita de señales, porque ningún empleado quería vivir en un lugar tan aislado y solitario. Así que Laakhan lo convirtió en su hogar. Los revisores y fogoneros que pasaban le enseñaron a utilizar el farol de señales y a manejar el cambio de agujas. Se hizo útil para el ferrocarril y le permitieron quedarse.
El chico era ya adolescente cuando por fin encontraron un jefe de estación para Renupur. Resultó ser un ortodoxo, de las castas superiores: cobró una inmediata aversión por el chico, considerándolo un agravio a su persona. Dijo a los aldeanos que Laakhan era peor que intocable, que tenía una infección contagiosa; que probablemente era hijo de una prostituta; que la deformidad de su mano izquierda era la marca de una enfermedad hereditaria. Hizo lo que pudo por echar al chico de la estación, pero Laakhan no tenía adónde ir. El chico construyó una cabaña de bambú en las vías del apartadero inutilizado y trató de pasar inadvertido.
Eso aumentó la furia del jefe de estación. En una noche sin luna de Amavasya, durante una tormenta, el jefe de estación intentó matar al chico cambiando las agujas y conduciéndolo delante de un tren. Pero nadie conocía la estación mejor que Laakhan, y logró salvarse. En cambio, el jefe de estación tropezó en la vía y cayó al paso del tren.
Ésa fue la última vez que Renupur tuvo jefe de estación.
La mente de Phulboni rebosaba de preguntas: tras escapar a una muerte similar, le consumía la curiosidad por el destino del muchacho.
-Siga contando -rogó al revisor-. ¿Qué fue de Laakhan? Tengo que saberlo; debe decírmelo.
- No hay mucho más que contar -dijo el revisor-. Dice la gente que se ocultó en un tren y se fue a Calcuta. Cuentan que vivía en la estación de Sealdah cuando una mujer lo encontró y le dio casa.
-¿Eso es todo? -insistió Phulboni-. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué pasó con Laakhan?
El revisor adoptó un aire de disculpa.
-Eso es todo lo que sé. Salvo que…
-¿Salvo qué?
-En una ocasión, mi antecesor en este trabajo me contó algo. Me dijo que había hablado con el extranjero; con el que murió en Renupur. El extranjero se acercó a él cuando estaba a punto de dar salida al tren con el banderín. Dijo que había viajado con un joven, oriundo de Renupur. Naturalmente, el extranjero, al ser un sahib, viajaba en primera clase, mientras que el otro iba en tercera. Pero ahora no encontraba al joven: había desaparecido. Mi predecesor no pudo ayudarle; no había visto que nadie más se bajase en Renupur. El extranjero estaba muy molesto y dijo que esperaría en la estación. El revisor, mi predecesor, le advirtió de que, pasara lo que pasase, no debía pernoctar en la estación. Hizo todo lo que pudo para que se marchara, pero el sahib se echó a reír y dijo: «Caray con ustedes, los aldeanos…»