Con la agenda apoyada en la rodilla y protegiéndola con el brazo de las salpicaduras de lluvia, Murugan empezó a dibujar con un bolígrafo en una página en blanco. Cuando terminó, arrancó la hoja y se la entregó a Urmila. Era el boceto de una estatuilla redondeada y ojos pintados. A un lado había una pequeña paloma, y al otro, un pequeño instrumento semicircular.
-¿Alguna vez has visto algo así? -preguntó Murugan.
Urmila observó atentamente el dibujo, con el ceño fruncido por la concentración.
-Si lo he visto, no me he fijado. Es como muchas imágenes de los templos, salvo por esto que tiene encima -dijo ella, señalando el instrumento-. ¿Qué es?
-Me parece que es una versión de un microscopio anticuado.
-¿Y a qué o a quién representa?
-Puestos a adivinar, yo diría que al demiurgo del descubrimiento de Ron. Supongo que ésta es la que estuvo detrás de todo el experimento.
-¿Cres que se trata de una mujer?
Murugan asintió con la cabeza.
-¿Dónde lo encontraste? -preguntó Urmila.
-Ahí -contestó Murugan, señalando a la pared con el bolígrafo: llovía tan fuerte ahora que no se veía el hueco, aun cuando sólo estaba a unos metros de distancia. Empezó a explicarle cómo había encontrado la efigie la noche anterior. Urmila escuchó con atención y, cuando él terminó, movió la cabeza como confirmando algo para sus adentros.
- Qué raro -dijo Urmila-. Justo el otro día estaba leyendo un libro de ensayos de Phulboni, ya sabes, el escritor a quien ayer dieron el premio en el Rabrindra Sadan. Lo que acabas de contarme me ha recordado algo que escribió hace mucho tiempo. Casi me sé el pasaje de memoria. «Nunca he sabido», así empieza, «si la vida consiste en palabras o en imágenes, en el habla o en la vista. ¿Cobra vida una historia en las palabras que suscito con la imaginación o ya existe en alguna parte, encerrada en barro y arcilla…, en una imagen, es decir, en la imitación artesanal de la vida?»
»Al parecer -continuó Urmila-, Phulboni escribió un relato hace muchos años sobre una mujer que se estaba lavando… -Su voz cobró un tono profundo, imitando la del escritor-. Una mujer en nada diferente a los cientos de mujeres que se ven todos los días desde la ventanilla del coche o del autobús, una mujer que se lavaba en el parque la suciedad del día en el agua viscosa y llena de algas de un estanque; un estanque entre los muchos de nuestra ciudad, como el del parque Minto, el Poddo-pukur o cualquier otro de las docenas que hay. La mujer se arrodilla en el barro blando, pegajoso, el agua se alza como una cortina negra hasta su cuello, permitiéndole retirar momentáneamente de los hombros el borde del sari manchado de barro marrón y pasarse por los pechos la punta de los dedos, restregar un trozo de jabón por los pezones de piel curtida por mordiscos de niños, y luego bajar la mano por los pliegues de un vientre devastado, y aún más allá, abajo, abajo, frotando el espumeante trozo por los labios abiertos que han vomitado una docena de hijos en la cama del marido, y aún más abajo, cerca de la aterciopelada humedad del barro, con el jabón aferrado a sus dedos, y entonces, bruscamente, se le resbala el pie y, durante un momento de pánico, se encuentra agarrándose al barro, que de repente es tan suave, flexible y complaciente como la misma muerte, sus manos arañando la insondable tiniebla, y entonces, cuando el rostro de la aniquilación parece mirarla seriamente a los ojos, con el borde de la uña roza de pronto algo sólido, algo que raspa, algo con bordes redentores, salvadores, que dan vida, algo benditamente duro, algo que puede darle el momentáneo asidero que necesita para izarse de nuevo a la superficie y aspirar un soplo de los hálitos de nuestra ciudad, cenagosos y vivificantes.
»Y cuando su torso se eleva por encima del agua, los pechos desnudos, el pelo negro colgándole hasta las rodillas, sus brazos describen un arco húmedo en el aire y grita: “Ella me ha salvado; me ha salvado”, e inmediatamente los demás bañistas se zambullen, mientras sus pies agitan la sedosa agua marrón en una turba espumosa, y, cogiéndola de los brazos, la llevan arrastrando a la orilla al tiempo que ella sigue gritando, entre buches de agua: “Ella me ha salvado; me ha salvado.”
»Cuando está tendida en la hierba, le abren el puño a la fuerza y ven que aferra un objeto, una bruñida piedra gris con un remolino blanco en el centro que mira fijamente como un ojo que todo lo viera. Ella grita, balbuceando entre bocanadas de agua y barro tragados; no quiere desprenderse de aquella forma minúscula que le dio el asidero necesario para no ahogarse, pero los otros se la arrancan de la mano, porque saben que la piedra que la salvó, que el trozo de piedra que daba vida, no era sino una milagrosa manifestación de…, ¿de qué? No lo saben; sólo creen en la realidad del milagro…
Deteniéndose a tomar aliento, Urmila se volvió a Murugan.
-Y entonces -prosiguió-, un día, muchos años después, Phulboni pasaba por un parque y ¿qué vio sino un pequeño templo adornado con flores y ofrendas? Se detuvo a preguntar, pero nadie pudo decirle de quién era aquel templo ni por qué estaba allí. Resuelto a averiguarlo, fue a Kalighat, a una de esas callejas donde hacen esas figurillas. Y allí encontró a alguien que le contó una historia muy parecida a la suya, aunque el artesano nunca había oído hablar de Phulboni y jamás había leído ninguna de sus obras, y cuando terminó, Phulboni ya no sabía qué había ocurrido primero ni si todas aquellas circunstancias eran aspectos de la aparición de la imagen: el hallazgo en el barro, la creación de su relato, el descubrimiento de la bañista o la narración que acababa de oír en Kalighat.
Murugan se rascó la perilla con la uña.
-No lo entiendo -dijo.
Urmila sacó la mano para calibrar la lluvia. Había amainado y ya sólo era una ligera llovizna. Dio a Murugan un brusco codazo en las costillas.
-Venga -le dijo-. Vámonos.
-¿Adónde?
- A Kalighat. Vamos a ver si nos enteramos de algo de la estatuilla que viste.