Eran las once pasadas cuando Urmila llegó a casa. El piso estaba a oscuras y todo el mundo estaba acostado.
Entró, tan silenciosa como pudo, y se quedó junto a la puerta mientras se habituaba a la oscuridad. Su hermano menor roncaba en el cuarto de estar. Por la tarde había jugado un partido de fútbol de segunda división: uno de los columnistas deportivos se había acercado a la sección de informativos para decirle que su hermano casi había marcado un gol. Entró de puntillas en el cuarto de estar y le vio tumbado en el sofá, con la luz encendida. Estaba desnudo, sólo con los calzones azules de su equipo, con un pie en el suelo y un brazo colgando por el respaldo del sofá. Descansaba la cabeza en el brazo del sofá y tenía la boca abierta; de la lengua le colgaba un hilillo de saliva.
En la cocina la esperaba una bandeja con comida, tapada con una mosquitera que pareció disolverse cuando ella encendió la luz: un enjambre de cucarachas desapareció por grietas y rincones.
-¿Es que no se va a poder dormir aquí? -gritó su hermano mayor desde la alcoba que compartía con su mujer y sus tres hijos-. ¿Quién ha encendido la luz a estas horas de la noche?
Urmila se precipitó hacia el interruptor, casi dejando caer la bandeja. Durante el día su hermano trabajaba de agente comercial en una empresa financiera. Por la tarde ganaba un poco de dinero extra dando clases particulares a colegiales. Por la noche siempre estaba agotado.
Urmila salió de la cocina a tientas, procurando mantener la bandeja en equilibrio. Se dirigió al baño, pasó despacio delante del catre de tijera donde dormía y entornó la puerta antes de encender la luz. Sentándose al borde de la cama, empezó a picotear de un plato de dal y chapati fríos.
Oyó un crujido y pisadas en el pasillo, alzó la cabeza y vio a su madre, que se detuvo frente al catre con su sari blanco de dormir.
-¿Cuándo has venido? -le preguntó su madre con voz soñolienta-. Te he estado esperando y esperando…
-¿Por qué? -quiso saber Urmila-. No deberías estar levantada tan tarde; recuerda lo que te dijo el homeópata.
Haciendo un gesto para que bajara la voz, su madre se sentó a su lado y le puso una mano en la rodilla.
- Tenía que decírtelo esta noche, Urmi -musitó-. Hay buenas noticias, buenas de verdad, sabía que te ibas a poner muy contenta.
-¿Cuáles?
-Eso es lo que quería contarte: a las ocho nos han llamado de la Secretaría del Wicket Club. A propósito de tu hermano Dinu. He contestado yo, y déjame decirte que lo primero que he dicho ha sido: Ah, ojalá que estuviera aquí mi hija, se habría puesto tan contenta…
El secretario del Wicket Club había llamado, le contó su madre, para comunicarles que uno de los miembros de la junta directiva iba a hacerles una visita en persona, al día siguiente, para hablar del futuro de Dinu.
-¿Sabes lo que significa eso, Urmi? -dijo su madre, resplandeciente de gozo por la buena suerte que de pronto tenía su hijo.
-¿Qué? -preguntó Urmila.
-Que quieren hacerle a tu hermano un contrato para primera división. Todo el mundo lo dice; si envían a un miembro de la junta directiva, significa que van a contratarle para primera división, seguro.
-¿Estás segura? -preguntó Urmila-. Hemos oído muchas veces esa historia de la primera división, pero siempre sin resultado.
-Pero esta vez es distinto -exclamó su madre, pasándole el brazo por los hombros y atrayéndola hacia ella-. Figúrate, Urmi; un contrato para primera división: dinero, un piso, quizá. Al fin podrás dejar ese estúpido trabajo y quedarte en casa. Podremos pagarlo todo. A lo mejor hasta logramos casarte antes de que sea demasiado tarde. Podemos poner un anuncio en los periódicos…
- Vale, mamá -protestó cansadamente Urmila, sabiendo exactamente lo que iba a seguir: que se le pasaba el tiempo; el pelo empezaba a escasearle; parecía mayor de lo que era; los vecinos murmuraban de lo tarde que llegaba a casa…
Urmila la interrumpió rápidamente, antes de que soltara toda la retahila.
-Antes de que empecéis a planear mi boda, esperemos a ver si tenemos el contrato firmado.
Su madre no dejó de notar el tono de escepticismo en su voz.
-Creí que te alegrarías, Urmi -le dijo, con la voz quebrada de emoción-. Pensaba que te pondrías contenta al conocer la noticia. Pero en cambio lo único que haces es poner mala cara. Ya no te importamos nada; sólo piensas en ese horrible trabajo tuyo.
-Si no tuviera ese trabajo, mamá -replicó Urmila en tono de hastío-, ¿cómo nos las arreglaríamos? ¿Para qué nos llegaría la pensión de baba? ¿Cómo daríamos de comer a los niños? ¿Me lo puedes explicar?
Su madre no le prestó atención; se estaba enjugando los ojos.
-Eso es en lo único que piensas -insistió-. Dinero, dinero, dinero. En tu corazón no hay sitio para nuestras penas y alegrías. Tendrías que haber visto lo contento que se ha puesto tu hermano cuando le he dicho que habían llamado del club: tú has sido la primera en quien ha pensado. Ha dicho: Didi tiene que hacer pescado mañana, ilish mach o algo especial, para que invitemos a comer al representante del club.
Urmila le lanzó una mirada de incredulidad.
-Mañana por la mañana no puedo hacer pescado, mamá -advirtió-. A las nueve tengo que asistir a una conferencia de prensa, el ministro de Comunicaciones viene de Delhi en uno de los primeros vuelos. Tengo que salir de casa a las ocho y cuarto a más tardar; si no, no llegaré a tiempo a Dalhousie. Ya sabes cómo está el tráfico.
De labios de su madre brotaron las primeras notas de un lamento.
-Pero ¿qué estás diciendo, Urmi? -sollozó-. ¿Quieres decir que tu trabajo es más importante que la vida de tu hermano? ¿Me estás diciendo que uno de esos majaderos ministros de Delhi es más importante que nosotros?
Continuó sollozando mientras Urmila permanecía en silencio, sentada al borde de la cama. Finalmente, dejó la bandeja en el suelo y preguntó, exasperada:
-¿Habéis comprado el pescado?
-No -contestó su madre-. No ha habido tiempo, y ninguno teníamos dinero. Tendrás que traerlo mañana temprano de Gariahat.
- Por la mañana no puedo ir a Gariahat -exclamó Urmila, protestando. Pero se dio por vencida en cuanto las palabras salieron de sus labios. Era inútil discutir; sabía que al final tendría que ir ella. Su padre no iría porque interferiría con sus ejercicios matinales de respiración; sus hermanos tampoco porque estarían durmiendo; su cuñada no iría porque nadie se atrevería a pedírselo. En cuanto a su madre, tampoco, y si Urmila se lo pedía, rompería a llorar diciendo: ¿Cómo puedes decirme eso a mí? ¿Es que no sabes que el homeópata me ha dicho que no tengo que madrugar nunca por lo del asma?
Entonces Urmila sentiría el deseo de observar que su asma no la impedía ir a ver a su gurú un día sí y otro no cuando hacía sus apariciones de madrugada en Dakhuria para mostrarse ante sus seguidores con la primera luz del amanecer. Pero sabía que no lo diría, por muchas ganas que tuviera. En vez de decírselo a su madre, se lo diría a sí misma mientras se dirigía a Dalhousie en un microbús a toda velocidad, entre codos que se le clavaban en la espalda y con la nariz metida debajo de algún sobaco. En su fuero interno repetiría una y otra vez esas palabras -pero vas a tu gurú un día sí y otro no, mamá- y se iría enfadando cada vez más hasta acabar haciendo una barbaridad, como el día en que su madre la hizo bajar al puesto del planchador a buscar los calzones de fútbol de su hermano antes de coger el microbús: sufrió tal acceso de ira, ya en el autobús, murmurando sus calladas protestas, que al final levantó la pierna y aplastó con el pie el empeine de un viajero. Ni siquiera sabía por qué lo había hecho; sólo quería sentir el crujido que el talón de su zapato hacía al clavarse en la carne y el hueso. Y también disfrutó intercambiando insultos con el hombrecillo gordo al que había pisado; fueron gritándose el uno al otro desde Lansdowne hasta la avenida Lord Sinha, cuando ella lo intimidó reduciéndolo al silencio.
Sintió que las manos de su madre la sacudían del hombro.
-No te duermas todavía, Urmi -le decía-. Primero dime una cosa: ¿irás por el pescado y lo prepararás?
-A lo mejor no tengo que ir -repuso ella, soñolienta-. Quizá pase por aquí un vendedor de pescado.
-Pero ¿lo harás sí o no? -insistió su madre.
- De acuerdo -cedió Urmila, resignada-. Lo haré, ahora déjame dormir.
Su madre le dio una palmadita en el hombro.
-Sabía que lo harías. Mi pequeña y dulce Urmi. Ah, qué contento se va a poner tu hermano. Tenías que haber visto lo entusiasmado que se ha puesto cuando le he dicho que Romen Haldar iba a venir a casa…
Urmila tardó un momento en reconocer el nombre y entonces, bruscamente, se incorporó.
-¿Quién? -dijo, sorprendida.
- Romen Haldar -repitió su madre-. El del Club, que va a venir a visitarnos. Sabes quién es, ¿verdad?
-Sí -dijo Urmila, soñolienta-. Sé quién es. Sólo una coincidencia, nada más.