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-No te he visto nunca -repuso Urmila, arrodillándose junto a la cesta.

Se puso a examinar el pescado, abriendo las agallas: por costumbre, porque ese día no le importaba lo que compraba ni por cuánto.

El joven pescadero le dirigió una alegre sonrisa, moviendo la cabeza.

-Voy a venir a menudo -le informó-. Compra uno y verás: tengo el mejor pescado del mercado, recién sacado del agua.

-Todos los pescaderos dicen lo mismo -le recordó Urmila-. Eso no significa nada.

- Si no me crees, pregunta por ahí -se encrespó el vendedor-. Vendo en las mejores casas. Vaya, ¿conoces la casa de Romen Haldar, en ese sendero de ahí?

Urmila alzó la cabeza, enarcando las cejas.

-Voy a decirte una cosa -dijo orgullosamente el pescadero-. Todo el pescado me lo compran a mí. Exclusivamente a mí: puedes ir a preguntar, si quieres.

Metiendo la mano en la cesta, apartó unos pescados.

-Mira, déjame enseñarte algo. ¿Ves este de aquí, el ilish grande? Lo reservo para ellos. Ahora voy de camino para allá. Les dije que les llevaría algo especial esta mañana.

-Me lo quedo yo -dijo Urmila.

-No -replicó el pescadero, sonriendo y sacudiendo la cabeza-. Ése no te lo puedo dar: es para ellos. Pero te daré este otro, es igual de bueno. Mira, échale un vistazo.

Urmila asintió con indiferencia.

-Muy bien, ése.

Le dijo que se lo cortara en trozos y entró a buscar el monedero. Cuando volvió, el pescadero le tenía un paquete preparado: había envuelto el pescado en trozos de periódico y lo había metido en una bolsa de plástico.

Urmila chasqueó la lengua con disgusto al ver el envoltorio.

-No tenías que haberlo envuelto -le dijo.

El pescadero murmuró una disculpa y se puso a contar el dinero.

Urmila volvió a entrar en la casa. Ya no tenía un momento que perder. Se apresuró a la cocina y volcó el contenido del envoltorio en una bandeja de plástico, en el fregadero. Los trozos de pescado cayeron con un golpe seco, desperdigándose por toda la pila. Urmila hizo una mueca: el periódico en que venía envuelto el pescado se había hecho un burujo empapado. Tocó cautelosamente un trozo de pescado y al retirar la mano se le pegó un pedazo de papel en el dedo. No resultó fácil desprenderlo; era como una viscosa bolita de pegamento.

Arrugando la nariz de asco, lanzó una breve mirada por la ventana. En la avenida RashBehari se había formado un atasco de autobuses y microbuses, que despedían densas nubes de humo. Sólo le quedaba media hora si quería llegar al Gran Hotel Oriental a tiempo para la conferencia de prensa. Empezó a rascar furiosamente el papel.

Al cabo de unos minutos comprendió que rascando sólo empeoraba las cosas, porque el papel se introducía cada vez más en los trozos de pescado. Alzó las manos, ya completamente exasperada, y se quitó de los dedos un pedazo de papel. Era un papel barato: de los que se acumulaban en grandes cantidades en la sala de fotocopiadoras de Calcutta.

Así que en esto acaba todo, pensó, en envoltorios de pescado.

Volvió a mirar la bolsa de plástico y vio que seguía llena de papeles. Algunos estaban secos; la sangre aún no los había empapado. Los sacó y los puso sobre la encimera, alisando una hoja con el dorso de la mano.

Era una fotocopia, de tamaño oficial, de una página grande y muy bien compuesta de un periódico inglés. No conocía el tipo de letra; era anticuado y nada más verlo supo que no era de ningún periódico en lengua inglesa de los que se publicaban en Calcuta por entonces. Hizo sitio en una parte de la encimera y la extendió.

La letra era tan pequeña que no le resultó fácil leerla. Encendió una luz y volvió a mirarla, dirigiéndose instintivamente al margen superior para ver la cabecera del periódico. The Colonial Services Gazette, decía en preciosos caracteres góticos. Junto al nombre venía la línea de la fecha: Calcuta, 12 de enero de 1898.

La página estaba compuesta a ocho columnas, cada una con docenas de anuncios de asuntos corrientes: «El señor D. Attwater ha sido destinado a Almora como magistrado suplente de Hacienda», «Fulanito de Tal deja su cargo en la Comandancia del Puerto para ocupar el de capitán del puerto de Singapur», y así sucesivamente. Urmila lo examinó rápidamente hasta el final. No entendía por qué se habían molestado en fotocopiar algo así, una relación de antiguos nombramientos burocráticos. A punto de tirarlo al cubo de la basura, observó que habían subrayado con tinta uno de los anuncios.

Guiñando los ojos, leyó: «Se concede un permiso al coronel médico D. D. Cunningham, Hospital General de la Presidencia, Calcuta, del 10 al 15 de enero…»

Urmila lanzó una rápida mirada al reloj que había sobre la mesa. Ya sí que no tenía tiempo que perder, ni un instante; si no preparaba el pescado en diez minutos llegaría tarde a la conferencia de prensa.

Era consciente de que debía seguir con la comida. Sin embargo sacó los otros dos papeles que quedaban en la bolsa de plástico.

La siguiente hoja era aún más intrigante que la primera. Era una fotocopia de una página con una lista de nombres bajo un logotipo complicado y extraño. Llevándola a la luz, vio que decía: «Ferrocarriles del Suroeste». Debajo y escrito a mano se leía: «10 de enero de 1898, Lista de pasajeros, Compartimiento 8». Y luego la lista de nombres. Urmila la ojeó rápidamente; parecían nombres británicos. Leyó algunos en voz alta, pronunciándolos despacio: Comandante Evelyn Urquhart, Señor D. Craven, Sir Andrew Acton, caballero de la Orden del Imperio Indio…» Luego vio que habían subrayado uno al final del escrito. Era: «Señor C. C. Dunn»

Qué raro, pensó. El otro nombre era D. D. nosequé.

No se molestó en comprobar. Puso la hoja a un lado y alisó la que quedaba.

Era una fotocopia de otra página del The Colonial Services Gazette. Estaba fechada el 30 de enero de 1898. Le echó una rápida ojeada: otra larga lista de traslados, jubilaciones, tomas de posesión de cargos. Una vez más, habían subrayado un aviso. Decía: «Se informa a los lectores que el coronel médico D. D. Cunningham está de permiso hasta su jubilación. Le sustituirá el comandante médico Ronald Ross, del Servicio Médico de la India.»

-¿Todavía no has empezado a guisar, Urmi? -dijo su madre desde su habitación-. Se está haciendo tarde.

Urmila se sobresaltó. Se sintió furiosa consigo misma por perder tanto tiempo mirando fotocopias viejas. Las cogió, las tiró a un lado de la encimera y volvió apresuradamente al fregadero.

El pescado envuelto en papel se había convertido en un amasijo maloliente, pegajoso. A duras penas contuvo el impulso de vomitar en la pila.

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