De camino a Kalighat, contemplando las calles pulidas por la lluvia a través de la empañada ventanilla del taxi, Urmila tuvo un vívido recuerdo de la calle adonde iban: un callejón angosto, que serpenteaba entre chabolas con techado de aluminio, aceras flanqueadas por filas de figuras de arcilla de un color entre marrón y ceniciento, unas sólo torsos, con el pecho completo pero sin cabeza y con manojos de paja asomando por el cuello, otras sin piernas, o sin brazos, algunas con brazos que se curvaban en gestos fantasmales en torno a objetos invisibles…, armas, sitars, calaveras.
Una tía suya vivía cerca, en una casa grande y anticuada que sobresalía por encima de las callejas circundantes. De niña había pasado muchas veces por el callejón para visitar a su tía. Había contemplado maravillada cómo pechos y vientres cobraban forma bajo los moldeantes dedos del artesano, asombrándose de su íntimo conocimiento de aquellos cuerpos espectrales. En casa de su tía se asomaba al balcón y se quedaba mirando el callejón y sus hileras de figuras de arcilla, viendo trabajar a los fabricantes de imágenes; observando detalles de las diversas maneras en que modelaban cabezas y manos; fijándose en cómo cambiaban las figuras con las estaciones; cómo aparecían falanges de Ma Shoroshshoti en enero, adornadas todas con el cisne y el sitar de la diosa; Ma Durga en otoño, con todo su panteón familiar alrededor y Mahishashur retorciéndose a sus pies.
El taxi se detuvo en la esquina y, cuando bajaron, se encontraron con una fina llovizna que más parecía niebla. Murugan pagó y Urmila le condujo rápidamente al fondo del callejón, hacia los talleres de techo bajo y paredes de bambú. Mientras pasaban deprisa, cientos de rostros les envolvían con sonrisas beatíficas, algunos cubiertos con lonas, los ojos sin pupilas, los brazos extendidos en inmutable bendición.
Urmila se echó a reír.
-¿Qué pasa? -preguntó Murugan.
- De niña solía tener un sueño -dijo Urmila, la risa temblando en su garganta-. Soñaba que un día abría la puerta de casa y me encontraba con un pequeño grupo de dioses y diosas que llamaban al timbre con la punta de los dedos. Abría y les daba la bienvenida con las manos cruzadas y ellos entraban flotando en sus cisnes, ratas, leones y buhos, y mi madre los conducía a la mesita de formica donde comíamos. Se sentaban en nuestras sillas mientras mi madre entraba y salía de la cocina, haciendo té y friendo luchis y shingaras y nosotros los mirábamos con reverencia, rezando con las manos juntas. Ofrecíamos dulces al cisne y al búho, y Ma Kali nos sonreía con sus ojos ardientes, Ma Shoroshshoti tocaba unas notas en el sitar y Ma Lokhkhi se sentaba con las piernas cruzadas en la posición del loto, con la mano levantada como en las etiquetas de las latas de ghee.
Se detuvo frente a la puerta abierta de un taller.
- Probemos en éste -le dijo, conduciéndolo al interior.
Pasaron al taller, tenuemente iluminado, y vieron que la tienda rebosaba de efigies sonrientes de color carne.
Urmila vislumbró una silueta que circulaba entre las figuras inmóviles.
-¿Hay alguien? -preguntó, alzando la voz.
-¿Quién es?
La silueta desapareció tan bruscamente como había aparecido, tras un Ganesh de un metro ochenta que practicaba su danza.
- Sólo queríamos hablar con usted -anunció Urmila.
Un anciano se materializó de pronto ante ella, apartándose de un panteón montado en un pedestal. Llevaba un dhoti y una camiseta de hilo, y sus malhumoradas facciones estaban contraídas en un rictus amenazador. Urmila retrocedió y a punto estuvo de clavarse la espada que blandía una serena Ma Durga.
-Cuidado -advirtió el anciano en tono brusco. La observó detenidamente mientras ella se alisaba el húmedo y manchado sari, y añadió-: ¿Qué quieren? Ahora estamos muy ocupados; no tenemos tiempo para charlas.
Urmila se irguió, adoptando inmediatamente su acitud profesional.
-Soy reportera de la revista Calcutta -anunció con voz firme y tajante-. Y me gustaría hacerle una pregunta.
-¿Qué pregunta? -inquirió el anciano, frunciendo aún más el ceño-. ¿Por qué? Yo no sé nada. Nosotros no nos metemos en política.
-No se trata de política. -Urmila le entregó el dibujo de Murugan-. ¿Puede decirme qué clase de figura es ésta?
El hombre entornó los ojos, dirigiendo una mirada penetrante a Murugan.
-Nunca en la vida he visto nada parecido -dijo, devolviendo el dibujo-. Conozco todas las imágenes religiosas que existen y jamás he visto ésta.
Urmila se volvió a Murugan para traducirle, pero él la interrumpió.
-Lo he entendido -musitó-. Pero algo me dice que está dispuesto a negar cualquier cosa.
-Entonces, ¿no sabe nada de esta figura? -preguntó Urmila al hombre del dhoti-. ¿Está seguro?
-¿Qué acabo de decirle? -replicó el artesano, alzando la voz-. ¿Es que no le dicho ya que «no»? ¿Cuántas veces tengo que repetírselo?
Unos cuantos jóvenes se habían congregado a su alrededor. Urmila les mostró el dibujo, pero el anciano la interrumpió bruscamente.
- ¿Qué pueden decirle ellos? -dijo-. No son más que unos crios.
Los condujo bruscamente a la salida, sin dejar de murmurar. Una vez en la puerta, les echó sin contemplaciones.
-Venga, márchense, aquí no tienen nada que hacer.
Los vio marchar y luego desapareció en el interior del taller.
-Bueno -dijo Murugan, quitándose el polvo de las manos-. Me parece que eso es lo único que vamos a sacar de él.
Urmila ya estaba alejándose cuando Murugan hizo que se detuviese bruscamente.
-¡Mira! -exclamó, con un súbito jadeo-. ¡Allí!
Con el dedo señalaba a una niña de seis o siete años que estaba sentada en la acera jugando con una muñeca.
-¿El qué? -preguntó Urmila
-Mira lo que está poniendo en las manos de la muñeca -le musitó Murugan al oído.
Y ahora, mirando con atención, Urmila observó que la niña intentaba meter un diminuto objeto semicircular en la rígida mano de la ciega muñeca de plástico.
-¿Qué es? No lo sé.
-¿No lo ves? Es un pequeño microscopio, como el que yo vi -dijo Muruga, dándole un codazo y añadiendo-: Ve a hablar con ella, pregúntale de dónde lo ha sacado.
Urmila echó a andar y, al ver su sombra, la niña alzó la cabeza abriendo mucho los ojos con expresión de cautela. Urmila la tranquilizó con una sonrisa y se arrodilló despacio junto a ella.
-Vaya, qué bonito -comentó con voz suave en un bengalí infantil, señalando el pequeño microscopio, ya firmemente alojado en las manos de la muñeca.
- Es mío -dijo la niña en tono defensivo, cerrando el puño sobre la mano de la muñeca.
-Sí, claro que es tuyo -dijo Urmila-. Te lo ha regalado tu padre, ¿verdad?
La niña asintió, moviendo la cabeza despacio de arriba abajo.
-Mi padre está ahí dentro -dijo, dirigiendo la mirada hacia el taller-. Ha hecho muchos.
-¿Ah, sí? -dijo Urmila, asintiendo para animarla.
-Los ha hecho para la gran puja de esta noche -explicó la niña.
-¿De veras? -sonrió Urmila-. No sabía que hubiera una puja esta noche.
-Pues la hay -aseguró la niña, moviendo vigorosamente la cabeza-. Hoy es el último día de la puja de Mangala-bibi . Baba dice que esta noche Mangala-bibi va a entrar en otro cuerpo.
-¿En el de quién?
- Pues en el que ella ha escogido, naturalmente. Nadie sabe de quién.
-Pregúntale sobre Lutchman -susurró Murugan al oído de Urmila.
Pero antes de que Urmila pudiera decir una palabra más, un hombre salió repentinamente del taller. Cogiendo en brazos a la niña, se la llevó dentro. Luego volvió a aparecer el anciano del dhoti, blandiendo un palo.
-¿Por qué siguen aquí? -gritó a Urmila-. ¿Por qué hablaban con la niña? ¿Es que la quieren secuestrar? Ahora mismo llamo a la policía.
-No se moleste -replicó Urmila, poniéndose en pie-. Ya nos vamos.
Le dio unos golpecitos en el brazo a Murugan y echó a andar a paso vivo por el callejón.