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Al despertarse, Antar descubrió que tenía las sábanas empapadas de sudor y que le ardía la garganta. Tambaleándose, se dirigió a la puerta y miró al pasillo: parecía que la cocina se alejaba de él, deslizándose en la distancia. Sintió que le fallaban las rodillas y tuvo que apoyarse en la pared para mantenerse derecho. Giró la cabeza para mirarse la mano y vio que temblaba, despidiendo trémulos destellos sobre la uniforme blancura de la pared. Con pánico creciente, se palmeó la cara, el pecho, los costados, sólo para descubrir que tenía todo el cuerpo estremecido.

Dio un paso hacia la cocina, sin dejar de apoyarse en la pared. Ahora parecía resultarle un poco más fácil, sólo estaba a medio metro del umbral del cuarto de estar, a la mitad del pasillo, entre la cocina y el dormitorio. Inclinándose hacia adelante, alargó el brazo hacia el quicio de la puerta, buscando apoyo para avanzar.

Tocó la puerta con los dedos y se aferró a ella. Entonces un escalofrío le recorrió el brazo extendido y retiró la mano súbitamente, retrocediendo, como si hubiera tocado algo inesperado. Al recostarse en la pared, mordiéndose los nudillos, sintió que se le erizaban los pelos de la barba: era como si en aquella habitación hubiese algo, una presencia que su cuerpo hubiera notado antes de saber que estaba allí.

Avanzando despacio, con cautela, se apartó de la pared y cruzó el umbral. Se quedó paralizado, sin poderlo creer. Le cedieron las rodillas y cayó al suelo.

Sentado como un gnomo en medio del cuarto de estar había un hombre desnudo. Una mata de pelo enmarañado y correoso le caía hasta la mitad de un vientre hinchado y prominente; tenía paja y hojas muertas pegadas al torso, y los muslos cubiertos de una costra de barro y excrementos. Las manos, ceñidas con unas esposas de acero, descansaban sobre su regazo.

Miraba fijamente a Antar con unos ojos inyectados en sangre y llenos de mugre; sus labios estaban abiertos en una sonrisa que descubría unos dientes amarillentos y cariados.

- ¿Qué ocurre? -exclamó de pronto una voz, llenando el cuarto a través de los ocultos altavoces de Ava-. ¿Es que no querías verme? He venido un poco pronto, eso es todo.

Antar se levantó y se dirigió despacio hacia el teclado de Ava. Se dio cuenta de que iba rodeando el cuarto, con la espalda contra la pared, manteniéndose lo más lejos posible de la figura, aunque no se tratase de una presencia real.

- ¿Dónde te habías metido? -le gritó la figura-. ¿Por qué me has hecho esperar tanto?

La mirada de Antar cayó sobre los muslos cubiertos de una capa de barro y se volvió de espaldas, con un involuntario escalofrío. Alargando la mano hacia el teclado de Ava, volvió a definir los vectores de la imagen.

La figura experimentó un temblor y el torso del hombre desapareció. Ahora sólo quedaba la cabeza, muy ampliada, de tamaño mayor que el normal, a escala de una estatua monumental.

- Supongo que no podías soportar más la vista de mi cuerpo -dijo el hombre, volviendo a reír.

Antar distinguía ahora los gusanos que tenía en el pelo; era algo tan grotesco que se volvió al teclado y puso la cabeza en escorzo. Pero entonces, mientras el corte transversal iba surgiendo poco a poco a la vista, descubrió que Ava había hecho un trabajo tan realista al separar la cabeza, que resultaban claramente visibles todas las venas y arterias. Veía los palpitantes capilares; se reproducía hasta la dirección del flujo de la sangre en movimiento, de modo que parecía que el cuello soltaba cuajarones de sangre.

Antar sintió un sofoco: la cabeza tenía un asombroso parecido con una visión recurrente que se le presentaba en sus peores pesadillas; una imagen de una pintura medieval que había visto una vez en un museo europeo, un cuadro de un santo decapitado que sujetaba bajo el brazo su propia cabeza sangrante, con plena indiferencia, como si se tratase de un repollo recién cogido.

El hombre empezó a gritar mientras su cabeza se echaba cada vez más hacia atrás.

-Bájame, cabrón -gritó-. Mírame a los ojos.

Con una señal, Antar inclinó la imagen de nuevo, y los ojos sanguinolentos se clavaron en él.

-Así que quieres saber lo que le pasó a Murugan, ¿eh? -dijo la cabeza.

-Sí -repuso Antar.

El hombre soltó otra carcajada enloquecida.

- Deja que te lo pregunte otra vez. ¿Estás completamente seguro?

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